Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cuento: Toni Takitani de Haruki Murakami

 

Haruki Murakami (Japón, 1949)


Toni Takitani

de

Haruki Murakami

 Traducción: Lourdes Porta Fuentes


El nombre real de Toni Takitani era, verdaderamente, Toni Takitani.

Debido a su nombre (en el registro civil figuraba, por supuesto, Toni Takitani) ya que tenía las facciones muy pronunciadas y el pelo rizado, cuando era pequeño solían tomarlo por un niño mestizo. Porque, en plena posguerra, había montones de niños por cuyas venas corría sangre de soldados norteamericanos. Sin embargo, lo cierto era que tanto su padre como su madre eran japoneses de pura cepa. Su padre se llamaba Shōzaburō Takitani y era un trombón de jazz que había disfrutado de cierta fama en la preguerra. Pero cuatro años antes de que estallara la guerra del Pacífico se metió en un lío de faldas, tuvo que abandonar Tokio y, puestos a marcharse, decidió irse a China, llevándose sólo su instrumento. En aquella época, zarpando de Nagasaki, se tardaba un día en llegar a Shanghái. No tenía nada, ni en Tokio ni en Japón, que le importara dejar atrás. Se marchó sin pesar alguno. Además, a un hombre de sus características, los encantos artísticos que ofrecía el Shanghái de aquella época parecían irle como anillo al dedo. Desde el instante en que avistó, de pie en la cubierta del barco que remontaba el río Yangtzé, las hermosas calles de Shanghái iluminadas por el sol de la mañana, se sintió fascinado por la ciudad. Aquella luz parecía traerle promesas de un futuro brillante y feliz. Tenía entonces veintiún años.

De este modo, Shōzaburō Takitani pasó los agitados tiempos de contienda, desde la guerra sino – japonesa al ataque de Pearl Harbor y al lanzamiento de las bombas atómicas, tocando despreocupadamente el trombón en los clubes nocturnos de Shanghái. La guerra se desarrollaba en un lugar que nada tenía que ver con él. En definitiva, se puede afirmar que Shōzaburō Takitani no tenía un ápice de voluntad ni de capacidad de reflexión histórica. Tocar el trombón, comer tres veces al día y disfrutar de la compañía de mujeres era todo cuanto deseaba. Era un hombre modesto, pero también arrogante. Fundamentalmente era un gran egoísta, pero solía ser muy amable y simpático con quienes le rodeaban. Por lo tanto, gustaba a la mayoría de la gente. Era joven, guapo y, encima, tocaba muy bien el trombón, así que, fuera a donde fuese, destacaba como un cuervo en un día de nieve. Se había acostado con tantas mujeres que había perdido la cuenta. Desde japonesas a chinas, pasando por rusas blancas, desde prostitutas a mujeres casadas, desde mujeres hermosas a otras que no lo eran tanto, él se acostaba con cuantas mujeres tuviera al alcance de la mano. Y así Shōzaburō Takitani se convirtió enseguida en una figura emblemática del Shanghái de la época gracias a la dulzura de su trombón y a la actividad de su enorme pene.

Otra de sus cualidades (aunque él no fuese muy consciente de ello) era la de saber entablar amistades «útiles». Estaba en excelentes términos con militares de alta graduación del ejército de tierra japonés, con ricachones chinos, aparte de con unos tipejos forrados de dinero que habían obtenido enormes beneficios económicos de la guerra por medios turbios; eran, en su mayoría, de esos que esconden una pistola bajo la chaqueta y que, al salir de un edificio, lo primero que hacen es echar una ojeada calle arriba y calle abajo. Pero Shōzaburō Takitani, curiosamente, se llevaba bien con ellos. Y ellos, a su vez, lo protegían con mimo. Si tenía algún problema, le proporcionaban los medios para solucionarlo. En aquella época, la vida sonreía a Shōzaburō Takitani.

Sin embargo, los talentos notables como el suyo también tienen, a veces, efectos adversos. Al acabar la guerra, el ejército chino puso el ojo en sus juergas con tipos poco recomendables y Shōzaburō Takitani fue a dar con los huesos en la cárcel durante una larga temporada. La mayoría de los encarcelados eran ejecutados sin ser siquiera juzgados. Un buen día, sin previo aviso, lo arrastraban hasta el patio de la cárcel y con una pistola automática les volaban la cabeza de un disparo. Las ejecuciones siempre tenían lugar a las dos la tarde, y el sonido duro y comprimido de los disparos de las automáticas resonaba por el patio.

Ésa fue la mayor crisis en la vida de Shōzaburō Takitani. La distancia entre la vida y la muerte era, literalmente, del grosor de un pelo. Él era consciente de que podía encontrar la muerte en aquel lugar. Morir, en sí mismo, no le daba miedo. Total, te pegaban un tiro y listos. El dolor no debía durar más que un instante. «Hasta ahora he vivido como me ha dado la gana y me he acostado con un montón de mujeres», se decía. «He comido muy bien, he tenido mucha suerte en esta vida. No dejo atrás nada que valga la pena. Aunque me maten, así por las buenas, no tengo derecho a quejarme. En fin, así están las cosas. Pedir más sería abusar. En esta guerra han muerto millones de japoneses. Y montones de personas han tenido una muerte infinitamente peor que la mía.» Resignado a su suerte, se pasaba el día tumbado en el calabozo, silbando. Día tras día contemplaba cómo pasaban las nubes al otro lado del ventanuco enrejado de su celda, y sobre las paredes rezumantes de humedad se representaba los rostros y los cuerpos de todas las mujeres con las que se había acostado. Sin embargo, Shōzaburō Takitani acabó siendo uno de los dos únicos japoneses que lograron salir de aquella prisión con vida y volver a su país. El otro era un militar de alta graduación que casi había enloquecido. De pie en la cubierta del barco que lo repatriaba, mientras miraba cómo la ciudad de Shanghái iba empequeñeciéndose en la distancia, justo al contrario de lo que había sucedido a su llegada, pensó: «¡No hay quien entienda la vida!».

Shōzaburō Takitani volvió al Japón demacrado y con lo puesto en la primavera de 1946. A su llegada a Tokio se encontró con que su casa había ardido y que sus padres habían muerto en los grandes bombardeos aéreos de marzo del año anterior. Su único hermano había desaparecido en el frente de Birmania. Es decir, que Shōzaburō Takitani estaba solo en el mundo. Este hecho, sin embargo, no lo afligió demasiado y tampoco representó un golpe terrible para él. Por supuesto que experimentó cierta sensación de perdida. «Pero esto, en la vida, te pasa antes o después», se dijo. «Tomes el camino que tomes, un día u otro acabas solo.» Él tenía entonces treinta años. Y ya no era una edad en la que pudiera reprocharle a nadie haberse quedado solo. Le daba la sensación de haber envejecido algunos años de golpe. Sólo eso. Fue el único sentimiento que brotó de su pecho. Sí. Shōzaburō Takitani había logrado, de una manera o de otra, sobrevivir, y puesto que lo había conseguido, ahora tendría que estrujarse los sesos para seguir sobreviviendo.

Como no sabía hacer otra cosa, llamó a sus antiguos conocidos, formó una pequeña banda de jazz y empezó a recorrer las bases del ejército norteamericano. Allí hizo uso de su innato don de gentes y trabó amistad con un comandante amante del jazz. El comandante era un clarinete bastante bueno de Nueva Jersey, de origen italiano. Como el comandante trabajaba en el departamento de abastecimiento, podía traerle de Estados Unidos todos los discos que necesitara. En sus ratos libres solían tocar jazz juntos. Shōzaburō Takitani frecuentaba también el cuartel del comandante y, mientras bebían cervezas, escuchaban discos del alegre jazz de Bobby Hackett, Jack Teagarden o Benny Goodman, y se esforzaban en copiar sus frases. El comandante le proporcionaba, en las cantidades que él quería, leche, chocolate y otros alimentos muy difíciles de conseguir en aquella época. « ¡Pues no son tan malos tiempos!», pensaba Shōzaburō Takitani. Se casó en el año 1947. La novia era una pariente lejana por parte de madre. Un día se la encontró por la calle, fueron a tomar un té, intercambiaron noticias de la familia y hablaron de los viejos tiempos. Después volvieron a verse, y pronto, no se sabe por qué – probablemente porque ella se quedó embarazada –, decidieron irse a vivir juntos.

Esto es, al menos, lo que Tony Takitani había oído de boca de su padre. No sabía cuánto había querido Shōzaburō Takitani a su esposa. «Era una mujer muy bonita y callada, pero de constitución débil», le había dicho su padre.

Al año de la boda nació un niño. La madre murió tres días después del parto. Murió en un abrir y cerrar de ojos y fue incinerada en un abrir y cerrar de ojos. Tuvo una muerte muy tranquila. Sin ningún conflicto, sin apenas sufrir, murió consumiéndose lentamente. Como si alguien, a su espalda, hubiera apagado la luz.

Shōzaburō Takitani no sabía cómo debía sentirse frente a aquella muerte. Se sentía perdido ante ese tipo de emociones. Era incapaz de comprender con exactitud que significaba la muerte. Y no podía deducir ni juzgar qué consecuencias le reportaría a él aquella pérdida. Lo único que podía hacer era aceptarlo como un hecho consumado. En consecuencia, tenía la sensación de que llevaba una especie de disco plano metido en el pecho. Pero no tenía ni idea de qué tipo de objeto era ni de por qué se hallaba allí. Sólo sabía que llevaba aquello dentro y que le impedía pensar en otra cosa. Por esta razón, Shōzaburō Takitani se pasó la semana posterior a la muerte de su esposa casi sin pensar en nada. Ni siquiera se acordó de su hijo, al que había dejado en el hospital.      

 

 

 

El comandante permaneció a su lado e intentó consolarlo. Todos los días bebían juntos en el bar de la base. El comandante lo aleccionaba. Le decía que tenía que ser fuerte. Porque lo más importante, en aquel momento, era criar a su hijo como era debido. Shōzaburō Takitani no comprendía de qué diablos le estaba hablando, pero asentía en silencio. El afecto que se desprendía de aquellas palabras podía captarlo incluso él. Luego el comandante le dijo, como si se le ocurriera de repente, que si estaba de acuerdo él podía ser el padrino del niño. Sí, porque, pensándolo bien, Shōzaburō Takitani todavía no había dado ningún nombre a su hijo.

El comandante sugirió ponerle al niño su nombre, Tony. Se mire como se mire, no parecía un nombre muy adecuado para un niño japonés, pero al comandante ni siquiera se le pasó por la cabeza si era o no apropiado. Shōzaburō Takitani, al llegar a casa, escribió «Toni Takitani» en un papel, lo pegó en la pared y lo estuvo contemplando durante unos días. «¿Toni Takitani? No está mal», pensó. La era norteamericana aún continuaría durante algún tiempo y tal vez fuese una buena idea ponerle al niño un nombre norteamericano. A lo mejor le sería útil. Sin embargo, para el niño que llevaba ese nombre, la vida no fue precisamente un camino de rosas. En la escuela se burlaban de él llamándolo mestizo, y la gente, cuando pronunciaba su nombre, ponía cara de extrañeza o de desagrado. La mayoría se lo tomaba como una broma de mal gusto e incluso había quien se enfadaba. Cierto tipo de personas, por el mero hecho de estar frente a un niño que se llamaba de ese modo, sentía que se les reabrían viejas heridas del pasado. Todo eso hizo de Tony Takitani un muchacho con una marcada tendencia a encerrarse en sí mismo. No trabó una sola amistad que pudiera considerarse como tal, pero eso no parecía afectarle demasiado. Para él, estar solo era lo más natural del mundo, o incluso, una especie de premisa de su vida. Desde que tuvo uso de razón, su padre había estado ausente, de gira con la banda de jazz. De pequeño lo había cuidado una empleada doméstica, y a partir del último año de primaria empezó a apañárselas solo. Cocinaba solo, echaba la llave solo y dormía solo. No sentía soledad. Era más cómodo hacer las cosas por sí mismo que tener a alguien agobiándole todo el día. Shōzaburō Takitani después de la muerte de su esposa, por la razón que fuese, no volvió a casarse. Por supuesto, tenía una novia tras otra, pero jamás llevó a una sola mujer a casa. Tanto el padre como el hijo estaban acostumbrados a apañárselas solos. Su relación no era tan distante como cabría esperar de dos personas que viven de ese modo. Sin embargo, ambos estaban muy avezados a la soledad y, por lo tanto, ninguno de los dos dio el primer paso para abrir su corazón al otro. Simplemente, no necesitaban hacerlo. Shōzaburō Takitani no estaba hecho para ser padre y a Tony Takitani tampoco le iba el papel de hijo.

A Tony Takitani le gustaba el dibujo y se pasaba las horas encerrado en su habitación dibujando. Le gustaba especialmente reproducir aparatos. Con la punta del lápiz afilada como una aguja plasmaba con asombrosa exactitud cada detalle de bicicletas, radios y todo tipo de máquinas. Incluso cuando dibujaba flores captaba cada uno de los nervios de las hojas. Sólo sabía dibujar de esa forma. En las demás asignaturas, sus notas no eran nada del otro mundo, pero en dibujo eran excelentes. Y en los concursos siempre solía ganar el primer premio.  

Por lo tanto, el hecho de que al acabar el instituto ingresara en la Facultad de Bellas Artes y luego se hiciera ilustrador fue lo más natural del mundo (a partir del primer año de universidad, sin que ninguno de los dos lo propusiera, como si fuera lo más lógico, padre e hijo empezaron a vivir cada uno por su cuenta). Mientras los jóvenes como él sufrían y se sentían perdidos, él iba trazando sus precisos dibujos mecánicos, en silencio, sin pensar en nada. En una época en la que los jóvenes se rebelaban con violencia contra el poder y el sistema, casi ninguno de los que le rodeaban valoraba aquellos dibujos tan extremadamente prácticos. Al mirarlos, los profesores de Bellas Artes no tenían más remedio que sonreír. Sus compañeros le criticaban su falta de contenido ideológico. Tony Takitani, a su vez, no lograba encontrarles la gracia a los dibujos «con contenido ideológico» de sus compañeros. A sus ojos, eran inmaduros, feos e inexactos.

Una vez acabada la universidad, la situación dio un vuelco. Gracias a su técnica extremadamente práctica, realista y utilitarista, a Tony Takitani nunca le faltó trabajo, pues nadie era capaz de reproducir con tanta precisión máquinas y elementos arquitectónicos complicados. «Es más real que el original», afirmaba todo el mundo. Sus dibujos eran más exactos que una fotografía y tan fáciles de comprender que cualquier explicación era superflua. En un abrir y cerrar de ojos se convirtió en uno de los ilustradores más solicitados. Desde dibujos para portadas de revistas de automóviles hasta ilustraciones para anuncios, siempre y cuando se tratara de mecanismos, él aceptaba cualquier encargo. Trabajar le divertía, aparte de reportarle unos beneficios considerables.

Mientras tanto Shōzaburō Takitani continuaba tocando incansablemente el trombón. Llegó la época del jazz moderno, llegó la época del jazz libre, llegó la época del jazz electrónico, pero Shōzaburō Takitani siguió siempre con el viejo jazz. No era un músico de primera categoría, pero su nombre era bastante conocido y siempre tuvo trabajo. Disfrutaba con la comida, no le faltaban mujeres. Si consideramos la vida en términos de satisfacción personal, la suya fue una de las más afortunadas.

Tony Takitani trabajaba sin desperdiciar un instante y no tenía ninguna afición cara, así que a los treinta y cinco años ya había amasado una pequeña fortuna. Aconsejado por alguien, compró una gran casa en Setagaya, y adquirió varios apartamentos para ponerlos en alquiler. Un asesor fiscal se ocupaba de todo.

Tony Takitani había salido con unas cuantas chicas. Incluso había vivido con una, aunque sólo durante un corto período de tiempo. Pero jamás había pensado en casarse. No sentía la menor necesidad de hacerlo. La comida, la limpieza y la colada se las hacía él solo, y cuando el trabajo se lo impedía, contrataba a una asistenta. Jamás había deseado tener hijos. Tampoco tenía amigos a quienes consultar las cosas o a quienes poder abrirles el corazón. Ni siquiera tenía a alguien con quien salir de copas. Eso no significa que fuera una persona huraña. No era tan simpático como su padre, pero en su vida diaria se relacionaba con absoluta normalidad con quienes lo rodeaban. No fanfarroneaba ni presumía. No se justificaba a sí mismo, no hablaba mal de nadie. Prefería escuchar a los demás que hablar de sí mismo. Así que la mayoría de las personas lo apreciaban. Sin embargo, era absolutamente incapaz de establecer relaciones personales que fueran más allá del nivel práctico. A su padre sólo lo veía cada dos o tres años, siempre por algo en concreto. En cuanto se encontraban y resolvían el asunto que los ocupaba, ya no tenían más que decirse. La vida de Tony Takitani discurría de una manera extremadamente tranquila y apacible. «No creo que me case nunca», pensaba.

Sin embargo, un día, de repente, sin que nada lo presagiase, Tony Takitani se enamoró. Sucedió de forma inesperada. Ella era una empleada a tiempo parcial de una editorial que fue a su estudio a recoger unas ilustraciones. Tenía veintidós años. Mientras estuvo allí lució una serena sonrisa en los labios. Tenía un rostro agradable y simpático, pero, objetivamente, no se la podía considerar una belleza. Sin embargo, había algo en ella que golpeó con violencia el corazón de Tony Takitani. Desde que la vio por primera vez, sintió una opresión en el pecho que casi le impedía respirar.  No sabía qué tenía aquella chica que le había afectado tanto. Y aunque lo hubiera sabido, no habría podido explicarlo con palabras.

Además, también se sintió atraído por su modo de vestir. A él no le interesaba demasiado la ropa y apenas se fijaba en cómo iban vestidas las mujeres; sin embargo, se quedó profundamente admirado al ver cómo aquella chica sabía llevar la ropa. Incluso puede decirse que lo conmovió. Había muchas mujeres que vestían con buen gusto. Muchas que iban más elegantes que ella. Pero el caso de aquella chica era diferente. Vestía con tanta naturalidad, con tanta gracia, que parecía un pájaro envuelto en un aire especial, como si se dispusiera a alzar el vuelo hacia otro mundo. Nunca había visto a alguien que llevara la ropa con tanta alegría. Y a su vez la ropa, al envolverla, cobraba una nueva vida. Ella le dio las gracias y se marchó. Pero después de que recogiera el trabajo y se marchara, Tony Takitani siguió desconcertado. Permaneció sentado ante la mesa, aturdido, incapaz de hacer nada hasta que anocheció y la habitación quedó a oscuras.

Al día siguiente llamó a la editorial y se inventó la primera excusa que se le ocurrió para que ella tuviera que volver a su estudio. Después del trabajo, la invitó a comer y estuvieron charlando de cosas sin importancia. Pese a llevarse más de quince años, curiosamente tenían mucho en común. Hablaran de lo que hablaran, coincidían. Era la primera vez que a ambos les ocurría una cosa semejante. La chica, al principio, estaba un poco tensa, pero luego se fue relajando y empezando a reír y a charlar por los codos.

-Tienes muy buen gusto en el vestir – la alabó Tony Takitani al despedirse.

-Es que me gusta mucha la ropa – contestó ella tímidamente –. Casi todo el sueldo me lo gasto en vestidos.

Se vieron más veces. No iban a ningún sitio especial; simplemente se sentaba en algún lugar tranquilo y charlaban. Hablaban de sí mismos, del trabajo, de cómo se sentían o de qué pensaban sobre diversas cosas. Hubieran podido continuar charlando eternamente sin hartarse. Hablaban y hablaban, como si estuvieran llenando algún vacío. Y, la quinta vez que se vieron, Tony Takitani le pidió que se casara con él. Pero ella tenía un novio con el que salía desde el instituto. Con el paso del tiempo, la relación con éste se había ido deteriorando, y había llegado al punto de pelearse por cualquier tontería cada vez que se veían. A decir verdad, cuando estaba con él, ella no se sentía tan libre como con Tony Takitani, y tampoco se divertía tanto. Pero no podía romper el noviazgo de un día para otro. Ella tenía sus razones. Además, se llevaban quince años. Ella todavía era joven, apenas tenía experiencia. Y no podía prever lo que esa diferencia de edad podría significar en el futuro. Le pidió tiempo para pensárselo.

Mientras ella reflexionaba, Tony Takitani vivió unos días infernales. No podía trabajar. Bebía todos los días, solo. La soledad se le hizo tan opresiva que lo paralizaba, provocándole una gran angustia. La soledad empezó a parecerle una prisión. «¡Y pensar que nunca me había dado cuenta!», se decía. Contemplaba con ojos desesperados los fríos y gruesos muros que lo rodeaban. «Si ella no quiere casarse conmigo, me moriré», pensó.

Fue a su encuentro y se lo explicó todo. Que hasta entonces había estado siempre solo y que se había perdido una infinidad de cosas. Y que ella le había hecho ser consciente de su soledad.

Ella era una chica inteligente. Tony Takitani le gustaba. Al principio le había caído simpático y, conforme lo había ido tratando, le había ido gustando cada vez más. Ella no sabía si a ese sentimiento se lo podía llamar amor, pero sentía que dentro de él se escondía algo maravilloso. Y pensaba que podía ser muy feliz a su lado. Y se casaron. 

Tras la boda se terminaron los días de soledad en la vida de Tony Takitani. Al despertarse por la mañana, lo primero que hacía era buscar a su mujer con la mirada. En cuanto descubría su figura durmiendo, se tranquilizaba. Cuando no la encontraba, recorría inquieto toda la casa buscándola. Para él, no estar solo era algo extraño, pero en cuanto había dejado de estar solo le había asaltado una angustia espantosa al pensar en qué sería de él si volviera a estarlo. A veces, cuando ese pensamiento le venía a la cabeza, se sentía tan aterrado que le entraba un sudor gélido. El pánico continuó hasta tres meses después de la boda, pero conforme fue acostumbrándose a su nueva vida, conforme fue haciéndose más remota la posibilidad de que ella desapareciera de súbito, el terror fue alejándose gradualmente. Y por fin se tranquilizó y se sumergió en una plácida felicidad.

En una ocasión, los dos fueron a ver una actuación de Shōzaburō Takitani. Ella quería saber qué clase de música tocaba el padre de su marido.

-¿Crees que le importará que vayamos? – preguntó ella.

-No lo creo – repuso él.

Y acudieron a un club de Ginza donde tocaba Shōzaburō Takitani. Excepto durante su infancia, era la primera vez que Tony Takitani presenciaba una actuación de su padre. Éste tocaba exactamente el mismo tipo de música de entonces. Tony Takitani había escuchado en disco, desde niño, multitud de veces todas las melodías. La interpretación de su padre era fluida, elegante, dulce. Aquello no era arte, pero sí una música ejecutada hábilmente por un profesional de primera categoría que lograba que el público se sintiera bien. Tony Takitani, cosa infrecuente en él, tomó una copa tras otra mientras escuchaba.

Sin embargo, poco después, mientras permanecía atento a la música, notó que ésta tenía algo que empezó a asfixiarlo y a causarle un terrible desasosiego, como si fuera un estrecho tubo en el que fuera acumulándose de forma lenta pero certera la basura. Le pareció que aquella música era un poco diferente de la que él recordaba. Claro está, había transcurrido mucho tiempo, y antaño la escuchaba con los oídos de un niño, pero le pareció que la diferencia era muy importante. Quizá fuera mínima, pero esencial. Él podía percibirlo con toda claridad. Le entraron ganas de subir al escenario, agarrar a su padre del brazo y preguntarle: «Dime, papá, ¿qué ha cambiado?». Pero no lo hizo. Después de todo, ni siquiera era capaz de explicar esa sensación. Sin decir nada, siguió escuchando a su padre hasta el final mientras tomaba whisky con agua. Y, junto a su esposa, aplaudió y volvió a casa.

Sobre su matrimonio no se proyectaba sombra alguna. Su trabajo seguía como siempre, ellos dos no se peleaban nunca. Solían salir a pasear, iban al cine, viajaban. Considerando su edad, ella era bastante buena ama de casa y sabía dar una respuesta acertada a cualquier cuestión. Desempeñaba con eficacia las labores domésticas y no le creaba a su marido ningún problema superfluo. Con todo, había una cosa, una única cosa, que preocupaba a Tony Takitani. Y era que compraba demasiada ropa. No es exagerado decir que, cuando veía un vestido, casi no podía contenerse. La expresión de su cara cambiaba de súbito, incluso se le alteraba la voz. La primera vez que lo notó, Tony Takitani casi pensó que se había sentido indispuesta de repente. Esa tendencia ya la tenía antes de casarse, pero fue durante la luna de miel en Europa cuando tomó proporciones alarmantes. Durante el viaje, ella compró ropa hasta cansarse. En Milán y París, de la mañana a la noche, recorrió las boutiques como una posesa. No vieron nada. No fueron ni al Duomo ni al Louvre. El único recuerdo que tenía Tony Takitani del viaje eran las tiendas de ropa. Valentino, Missoni, Saint – Laurent, Givenchy, Ferragamo, Armani, Cerruti, Gianfranco Ferré… Como hechizada, ella compraba un traje tras otro mientras él iba detrás pagando las facturas. Casi temía que la banda magnética de la tarjeta de crédito acabara desgastándose por el uso.   

Esa fiebre no se aplacó cuando regresaron a Japón. Todos los días iba de compras. El número de trajes que poseía experimentó un incremento acelerado. En consecuencia, tuvieron que encargar varios armarios roperos más. También hicieron construir zapateros. Pero pronto los armarios no fueron suficientes y tuvieron que acondicionar un cuarto entero como vestidor. No obstante, la casa era grande y sobraban las habitaciones. Tampoco les faltaba el dinero. Además, su esposa vestía con un gusto exquisito. Y sólo con tener ropa nueva ya era feliz. Así que Tony Takitani no encontraba nada que objetar al respecto. «En fin, no hay nada de malo en ello», pensó. «En este mundo nadie es perfecto.»

Sin embargo, cuando los trajes de su esposa ya no cupieron en una habitación, empezó a inquietarse. Una vez, mientras ella no estaba, contó las piezas de ropa que tenía. Según sus cálculos, aunque se cambiara de ropa dos veces al día, tardaría casi dos años en ponérsela toda. Y eso, lo miraras como lo mirase, era una exageración. No entendía por qué necesitaba comprar un vestido tras otro. Estaba tan ocupada comprándolos que ni siquiera tenía tiempo de ponérselos. Consideró la posibilidad de que se tratara de algún problema psicológico. En ese caso, debía ponérsele freno.

Un día, después de cenar, decidió abordar el tema. Le sugirió que no comprara tanta ropa. Le dijo que no era cuestión de dinero. Que podía comprar todo lo que necesitara, por supuesto. Que él estaba contento de que ella se pusiera guapa, pero ¿era realmente necesario comprar tanta ropa cara?           

Su mujer bajó la mirada y reflexionó durante unos instantes. Luego le dio la razón. No necesitaba toda aquella ropa. Eso lo veía hasta ella. Pero no podía hacer nada. Cuando tenía un vestido bonito delante, sentía la pulsión de comprarlo. No se trataba de que lo necesitara o no, o de que tuviera muchos o pocos. Se trataba de que no podía evitarlo. Sin embargo, dijo, aquello (y lo comparó con una adicción a las drogas) no podía continuar. Se curaría. Porque si seguía así, acabaría llenando la casa de ropa.  

Se pasó una semana sin ir de compra, encerrada en casa. Para ella, aquellos días fueron terribles. Se sentía como si estuviese andando por la superficie de un planeta con poco oxígeno. Todos los días entraba en el vestidor, cogía todos sus vestidos, uno tras otro, y los contemplaba. Acariciaba el tejido, olía su aroma, se los probaba y se miraba en el espejo. No se cansaba de contemplarlos. Y cuanto más los miraba, más le apetecía tener vestidos nuevos. No podía controlar las ganas de comprar más.

Simplemente, le superaba.

Sin embargo, amaba profundamente a su marido y lo respetaba-. Creía que él tenía razón. No necesitaba tanta ropa. «Yo sólo dispongo de mi cuerpo», se dijo. Llamó a una de las boutiques que frecuentaba y le preguntó al encargado si podía devolver un abrigo y un vestido que había comprado diez días antes y que no había estrenado. Le contestaron que, por supuesto, podía devolverlos. Que si tenía la amabilidad de llevarlos a la tienda, le devolverían el importe de los artículos. No en balde ella era una de sus mejores clientas. Cargó el abrigo y el vestido en el Renaul 5 y se dirigió a Aoyama. Devolvió las prendas a la boutique y le reintegraron el importe en la tarjeta de crédito. Ella les dio las gracias, salió de la tienda, regresó a toda prisa al coche intentando no mirara su alrededor y emprendió el regreso a casa pasando por la 246. Después de devolver la ropa sentía el cuerpo más liviano. «Si, es verdad. No los necesitaba», se decía tratando de convencerse. «Tengo abrigos y vestidos suficientes para toda la vida.»

Pero mientras esperaba en una encrucijada ante un semáforo, no podía quitarse de la cabeza el abrigo ni el vestido. Su color, su forma, su tacto. Veía cada detalle de las prendas de ropa tan vívidamente como si las tuviera delante. Sintió cómo su frente se cubría de sudor. Acodada al volante, aspiró una bocanada de aire. Cerró los ojos y al abrirlos vio que el semáforo ya había cambiado a verde. En un acto reflejo pisó el acelerador.

En aquel momento un enorme camión, empeñado en cruzar con el semáforo en ámbar, embistió a toda velocidad el lateral del Renault de color azul que ella conducía. No tuvo tiempo de sentir nada.

 

 

A Tony Takitani sólo le quedó una habitación llena de trajes de la talla treinta y seis, y ciento doce pares de zapatos. No tenía idea de qué haría con todo aquello. No quería guardar hasta el fin de los tiempos todo lo que había llevado su esposa, así que para desprenderse de los accesorios llamó a los comerciantes del ramo y les pidió que se los llevara todos por el precio que le ofreciera. Las medias y la ropa interior las quemó juntas en la incineradoras del jardín. Vestidos y zapatos había demasiados, así que los dejó tal cual. Después de los funerales se encerró solo en el vestidor y permaneció allí de la mañana a la noche mirando aquellos trajes alineados, apretados unos contra otros.

Diez días después del funeral, Tony Takitani puso un anuncio en el periódico solicitando una ayudante. “Se necesita mujer de metro sesenta y uno de estatura, talla treinta y seis, y número treinta y cinco de pie. Muy bien remunerado. Buenas condiciones laborales”, rezaba la oferta de trabajo. El sueldo que ofrecía era excepcionalmente alto, así que a la entrevista, que tuvo lugar en su estudio de Minami – Aoyama, se presentaron trece candidatas. Cinco de ellas mentían de modo ostensible respecto a su talla. Entre las ocho restantes, eligió a la que tenía la constitución física más parecida a la de su esposa. Una joven de unos veinticinco años y de rostro anodino. Vestía una blusa blanca sin adornos y una falda ceñida de color azul marino. Llevaba la ropa y los zapatos pulcros, aunque desgastados por el uso.

Tony Takitani le explicó en qué consistiría su trabajo, que, en sí, no era difícil. Tenía que estar todos los días en el estudio de nueve de la mañana a cinco de la tarde y atender al teléfono, enviar ilustraciones, ir a recoger material y hacer fotocopias. Nada más. Pero había una condición. El caso es que él acababa de perder a su esposa y ésta había dejado una gran cantidad de ropa, la mayoría nueva, o casi nueva. Y él quería que ella se la pusiera en horas de trabajo como si fuera un uniforme. De ahí los requisitos para conseguir el empleo: la talla, la estatura y el número de zapatos. Quizás eso le sonara raro. Era consciente de ello. Pero en su propuesta no se ocultaba ninguna segunda intención. Él necesitaba tiempo para hacerse a la idea de que su esposa había muerto. Así de simple. En resumen, era como si tuviera que ir ajustando, poco a poco, la presión atmosférica del aire que había a su alrededor. Necesitaba ese período de tiempo. Y, mientras tanto, le era preciso que ella estuviera cerca de él vistiendo la ropa de su esposa. De esa forma iría tomando conciencia real de su muerte.

Mordiéndose los labios, la chica consideró a toda prisa la cuestión. Realmente, aquélla era una historia extraña. A decir verdad, ella no acababa de entender del todo la lógica del asunto. Que la esposa de aquel hombre había muerto hacía poco, eso lo había entendido. Que había dejado un montón de ropa al morir, también. Lo que no lograba comprender era por qué razón ella tenía que trabajar vestida con aquella ropa delante de él. Cualquiera habría dicho que allí se ocultaba algo raro. «Pero no parece mal hombre», se dijo. Se notaba por su modo de hablar. Quizá le había trastornado un poco perder a su esposa, pero tampoco parecía un loco peligroso capaz de hacerle daño a alguien. Además, y por encima de todo, ella necesitaba trabajar. Se había pasado los últimos meses buscando empleo. El mes siguiente se le acercaba el subsidio del paro. Y entonces se encontraría en serias dificultades a la hora de pagar el alquiler del piso. Posiblemente no volvería a encontrar jamás un trabajo tan bien remunerado.

Aceptó. Le dijo que había algunos aspectos que no le había quedado claros, pero que seguramente sería capaz de desempeñar su cometido. ¿Podría, sin embargo, enseñarle la ropa antes? Pensaba que era mejor comprobar que de verdad fuera de su talla. Él contestó que no faltaba más. Llevó a la mujer a su casa y le mostró la habitación llena de ropa. Excepto en los grandes almacenes, era la primera vez que la mujer veía tanta ropa junta, y toda, eso se apreciaba a simple vista, de primera calidad, debía de haber costado una fortuna. De un gusto, además, irreprochable. Era una visión cegadora. La joven creyó que le faltaba aire. Los latidos del corazón se le aceleraron. «Se parece a la excitación sexual», pensó ella.

Tony Takitani le pidió que se la probara, la dejó en el vestidor y salió. Ella se sobrepuso y empezó a probarse las prendas que tenía más cerca. También se calzó varios pares de zapatos. Tanto la ropa como los zapatos le iban como hechos a medida para ella. Los fue tomando en las manos y los contempló. Los acarició con la punta de los dedos, aspiró su aroma. Había cientos de preciosos vestidos allí colgados, uno al lado del otro. Sus ojos se anegaron en lágrimas. No pudo evitarlo. Las lágrimas brotaban, una tras otra, de sus ojos. No podía contenerse. Rodeada de la ropa que había dejado una mujer muerta, ella lloraba, intentando ahogar los sollozos. Poco después, Tony Takitani se acercó a ver cómo iban las cosas y le preguntó por qué lloraba. Ella le respondió que no lo sabía. Era la primera vez que veía tantos vestidos bonitos juntos y eso, quizá, la había trastornado. Se excusó y se enjugó las lágrimas con un pañuelo.

-Si te parece bien, puedes empezar mañana – le dijo Tony Takitani en tono expedito –. Llévate ropa y zapatos para una semana. Elige los que más te gusten.

Tomándose su tiempo, ella escogió ropa para seis días. Luego, calzado a juego. Y lo metió todo en una maleta. Tony Takitani le dijo que se llevara también un abrigo, por si tenía frío. Ella se decidió por un cálido abrigo de cachemir de color gris. Era ligero como una pluma. Nunca había tenido en las manos una prenda tan liviana.

Después de que la joven se marchara, Tony Takitani entró en el vestidor, cerró la puerta y permaneció unos instantes mirando vagamente los trajes que había dejado su esposa. No lograba entender por qué aquella mujer se había echado a llorar al ver la ropa. Para él, aquellos vestidos no eran más que las sombras que había dejado su esposa. Una serie de sombras de la talla treinta y seis que se sucedían, una tras otra, colgadas de las perchas. Parecían unas muestras, reunidas y colgadas en aquel lugar, de las ilimitadas (teóricamente, al menos) posibilidades que comprende la vida del ser humano.

Aquellas sombras estaban adheridas antes al cuerpo de su esposa, recibían su cálido aliento, se movían junto a ella. Sin embargo, lo que en ese momento tenía ante los ojos, una vez perdida la raíz de la vida, no era más que una sucesión de sombras miserables que se iban marchitando, minuto a minuto. Se trataba sólo de vestidos usados, desprovistos de significados. Mientras los miraba, sintió que cada vez se le hacía más difícil respirar. Los diferentes colores volaban al viento como el polen y penetraban en sus ojos, sus orejas, sus fosas nasales. Los volantes, los botones, los adornos de los hombros, los encajes, los cinturones enrarecían el aire de la habitación. El olor de la gran cantidad de sustancias antipolillas batía el aire sin hacer ruido, como incontables y minúsculas alas de insecto. De repente se dio cuenta de que, en ese momento, odiaba aquella ropa. Se recostó en la pared, se cruzó de brazos y cerró los ojos. La soledad había vuelto a infiltrarse en él como un tibio caldo de oscuridad. «Todo ha terminado», pensó. «Haga lo que haga, todo ha terminado.»

Telefoneó a casa de la joven y le dijo que olvidara la oferta de trabajo. Que lo sentía muchísimo, pero que ya no la necesitaba. Ella, sorprendida, le preguntó qué había ocurrido. Él contestó que lo lamentaba mucho, pero que las circunstancias habían cambiado. Que podía quedarse con todos los trajes que se había llevado, y también con la maleta, pero que se olvidara de aquel asunto. Que no se lo contara a nadie. Ella no entendía nada, pero conforme escuchaba fue perdiendo las ganas de seguir preguntando. Le dijo: «Muy bien» y colgó.

Al principio, la joven se sintió enojada con Tony Takitani. Pero al poco tuvo la impresión de que había sido mejor así. Desde el comienzo, toda aquella historia había sido muy extraña. Era una lástima quedarse sin trabajo, pero ya se las apañaría.

Fue desplegando con mimo, uno tras otro, los vestidos que se había traído de la casa de Tony Takitani, los colgó en su armario y metió los zapatos en cajas. Comparados con los recién llegados, sus viejos vestidos y zapatos se le antojaron miserables. Le dio la impresión de que estaban hechos de una materia diferente, confeccionados con materiales de una dimensión muy distinta. Se quitó la ropa que se había puesto para la entrevista, la colgó de una percha, se puso unos tejanos y una sudadera, sacó una cerveza de la nevera, se sentó en el suelo y lentamente se la bebió. Luego, recordando el vestidor de la casa de Tony Takitani, lleno a rebosar de ropa, lanzó un suspiro. «¡Cuántos vestidos bonitos!», pensó. «¡Ese vestidor es más grande que mi piso entero!». Reunir semejante cantidad de ropa debía de haberle costado a aquella mujer un montón de dinero, y también de tiempo. Pero ella había muerto. Había dejado una habitación llena de vestidos de talla treinta y seis. ¿Qué se sentía al morir dejando atrás tantos vestidos bonitos? Se preguntó.

Sus amigos, que sabían muy bien lo pobre que era, se sorprendieron mucho al ver que, cada vez que quedaban, ella acudía con un vestido nuevo. Y todos le preguntaban cómo diablos la había conseguido. Ella les decía que no podía contárselo, que lo había prometido. Y negaba con la cabeza. Además, añadía, aunque se lo explicase, nadie la creería.  

Tony Takitani, al final, llamó a un ropavejero y le entregó todos los vestidos que su esposa había dejado. No le resultó rentable. Ni siquiera recuperó una vigésima parte del dinero que le habían costado. Pero no le importaba. Se los hubiera regalado con gusto; lo único que quería era que se los llevara, todos, sin dejar ni uno. Lejos, a un lugar donde él no pudiera volver a ponerles los ojos encima.

Y el antiguo vestidor, ya vacío, siguió así durante muchos años. A veces entraba en aquella habitación y permanecía allí, distraído, sin hacer nada. Durante una o dos horas se quedaba sentado en el suelo, con la mirada clavada en las paredes vacías. Allí estaban las sombras de las sombras de su mujer muerta. Sin embargo, con el paso del tiempo ya no pudo recordar lo que antes había en el cuarto. La evocación de aquellos colores y olores se fue borrando. Incluso la viva emoción que un día lo embargó retrocedió fuera del territorio de la memoria, como si se hubiera acobardado. Lentamente, los recuerdos cambiaron de forma, como neblina agitada por el viento, y cada vez que cambiaban, palidecían un poco más. Ahora eran ya las sombras de las sombras de las sombras. Lo único que aún percibía era la sensación de pérdida dejada por algo que había existido. A veces ni siquiera lograba recordar con claridad el rostro de su esposa. Pero en ocasiones se acordaba de aquella joven desconocida que, en esa habitación, había derramado lágrimas mirando los vestidos que había dejado atrás su difunta esposa. Recordaba su cara anodina, los zapatos de charol gastados. Y aquel sollozo. No quería acordarse de ello, pero no podía evitar que le volviera una y otra vez a la mente. Ahora que había ido olvidando tantas cosas, se acordaba de una joven de quien ni siquiera recordaba el nombre.

Dos años después de la muerte de la esposa de Tony Takitani, Shōzaburō Takitani murió de un cáncer de hígado. Pese a tratarse de cáncer, no fue una muerte muy dolorosa y pasó poco tiempo en el hospital. Se fue muriendo como si estuviera conciliando el sueño. También, en este sentido, la suerte le sonrió hasta el final. Aparte de algo de dinero y algunas acciones, no dejó nada que pudiera llamarse fortuna. Por todo recuerdo, quedó su trombón y una vasta colección de viejos discos de jazz. Tony Takitani los dejó, dentro de las mismas cajas en que los había traído, sobre el suelo del vestidor. Como olían a moho, tenía que abrir periódicamente la ventana para ventilar la habitación. Exceptuando esas ocasiones, jamás ponía los pies en aquel cuarto.

Así transcurrió un año. Sin embargo, a él le fue molestando cada vez más tener bajo su techo aquel enorme montón de discos. Solo de pensar que estaban allí, sentía que le faltaba el aire. Se despertaba a medianoche y era incapaz de volver a conciliar el sueño. Los recuerdos eran poco nítidos, pero todavía estaban allí, con todo el peso que pueden tener los recuerdos.

Llamó a una tienda de discos de segunda mano y les pidió que tasaran la colección y le hicieran una oferta por ella. Como había muchos discos valiosos que ya no estaban en el mercado, consiguió bastante dinero, el suficiente para adquirir un coche pequeño. Pero a él el dinero no le importaba.

Cuando aquel montón de discos desapareció, Tony Takitani se quedó, entonces sí, completamente solo.


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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”