Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cuento: EL caballero de Alfonso Cuesta y Cuesta

 

 

 

Alfonso Cuesta y Cuesta (Ecuador, 1912 - Venezuela, 1991)

Alfonso Cuesta y Cuesta 

 

El caballero


I

La Tinaja

 

“Mérida estaba sola a esa hora”

A través de las rejas coloniales podía verse la sala. Era una biblioteca. El sol doraba las vidrieras altas y llegaba hasta la alfombra en claras cuerdas de arpa. Grandes retratos pendían de los muros sobre los estantes: Don Tulio. Un arzobispo. Una dama con abanico.

Por la calle asomó una niña de escuela. Tenía una Historia Sagrada en las manos y aprendía la lección de memoria.

Al fondo de la sala estaba la tinaja, ligeramente oblicua.

La niña leía unos instantes y alzaba el rostro hacia el cielo. Volvía la vista a los renglones… y otra vez levantaba la cabeza.

-Fue, fue, fue… fue a Babilonia.

“Parece una pollita tomando agua”, pensó alguien, detrás de otra ventana.

-Fue, fue, fue… fue a Babilonia.

Se oía un reloj de pared hasta la calle cuando la niña bajaba la cabeza. Y luego:

-Nabucodono, Nabucodono… sor, sor, sor.

De pronto, la tinaja se movió.

La niña se detuvo ante las rejas con la boca abierta.

Cuando, por la mañana llegó la tinaja, en avión, desde el Cuzco, a su dueño le pareció increíble: ¡Pensar que estuvo siglos enterrada y que se viene ahora por el aire, atravesando toda la inmensidad de los Andes!, decía.

Había sido descubierta por él, a un año. Tenía un extraño parecido con los indios que la llevaron en hombros hasta el Cuzco y era casi tan grande como la del Museo de Lima, aunque su boca era más ancha. No pudo su dueño traerla inmediatamente, pero aquí estaba por fin. Parecía de bronce. Un rojizo sol en alto relieve iluminaba su dorso.

Los niños se durmieron tarde la víspera.

-¡Mañana, mañana, en avión, desde el Cuzco! – Y rememoraban todo cuando el padre había dicho: esa ciudad fue construida con piedras de “grandor increíble”. Durante siglos, miles de indios se movieron junto a ellas como hormigas, y avanzaban un poquito cada día. Venían desde el cerco de la Tierra y ya lloraba sangre de cansancio. Pero la ciudad fue hecha. Las tinajas descansan en su seno con la memoria de todo ello: así lo cuenta un escritor como no hubo otro. Él era hijo de una princesa india y de un capitán español pariente de los más grandes poetas del mundo. Se llamaba Garcilaso de la Vega. Pero hay que añadir siempre El Inca – insistía el hombre, dirigiéndose al mayor de los niños – por lo que ya te expliqué… Y les leía: “Particularmente la piedra o por mejor decir la peña que los indios llaman Saycusca que quiere decir cansado (porque no llegó al edificio)”. Dicen los indios que tiene ojos y que lloró sangre. “La sangre que derramó dicen que es la que lloró porque la lloraron ellos”.   

Los niños estaban deslumbrados.

-¿Y la tinaja fue enterrada bajo esa misma piedra? – preguntó una pequeña trenzuda.

El padre sonrió. Pregúntaselo a Diego…”, dijo. Éste ya había leído casi todo el libro y tenía además, su “biblioteca”. ¡Diecisiete libros! Pero ahora la tinaja lo absorbía. Por eso, cuando, por la mañana, el avión cruzó los altos cielos de la sierra, le pareció que zumbaba como un inmenso trompo musical (¿no resonaba en la tinaja?) llenándolo de la más honda alegría.

Llegó intacta. La colocaron en la biblioteca solo provisionalmente pues ya en la misma casa, al fondo, cavaban los cimientos del futuro museo.

-Ahora salgan, cuidado con tocarla… ¡Diego!

Y el padre los alejó de la tinaja. Podría volver a verla por la tarde. Él iba en busca de un sabio que había llegado de Caracas únicamente para estudiarla.

El sabio estuvo absorto largo tiempo y le robaba al mismo cántaro la atención de los pequeños, según se ponía cuatro lentes y desaparecía casi en la oscura boca, para salir moviendo la cabeza, siempre afirmativamente. ¡Auténtico! – decía luego, y lo golpeaba con los nudillos.

Cuando los dos hombres salieron, Diego se llegó hasta la puerta de calle. El sabio se detenía a cada paso ante el amigo y modelaba el aire. Trazó por último en la esquina una tinaja enorme, y desaparecieron. Ahora nadie había en la calle. Sólo una chica. (Es de la escuela de las monjas – pensó Diego) asomó por la esquina con un libro. Resueltamente el niño entró y se acercó a la tinaja. El sabio la había movido y el sol estaba contra el muro. Había que voltearla un poquito. Así. Y, de repente, como viva, se le fue de las manos. Rodó… y se estrelló contra un estante. Diego trató de levantar los pedazos, de unirlos… ¡Imposible! ¡Rota! ¡Toda ella rota! – pensó. Miró en torno, angustiado. ¿Qué haría? ¡Cómo sufriría su padre!... ¡Imposible! ¡Huirme! ¡Irme para siempre!

Y salió. Pero como vio que el hombre ya volvía y que la chica se había pegado a la ventana, echó a corre, aturdido, hacia el fin de la casa. Allí estaban las zanjas para los cimientos. Ya eran hondas algunas y estaban oscuras por el material acumulado. ¡No saldré nunca! – se dijo - ¡Para siempre! Y descendió. La mano le sangraba y le ardían las yemas de los dedos. Iba palpando adrede las paredes con las manos lastimadas. Cuando llegó al fondo se tendió de bruces y lloró amargamente. ¡Nunca! ¡No saldré nunca!

 

II

El libro

 

Pasaron muchos días. Una mañana el padre entró en una librería.

-¿Cómo sigue el chico? – le preguntó el librero – Todavía… Precisamente dígame, ¿tiene algo muy bueno como para que no se acuerde más de la tinaja?

El librero se golpeó la frente. - ¡Claro! – dijo -. Lo esperaba.

Y se dirigió a un estante. - ¡Esto ya no! – añadió e hizo un gesto de desprecio ante unos libros policromados -. ¡Yo sé quién es el chico!

El padre, esperó, complacido.

-¡Este! – volvió diciendo el librero, mientras ataba cuidadosamente una caja - . pero no lo vea ahora. Vaya y tengan la sorpresa juntos. Ni usted, doctor, se habrá imaginado nada igual. ¡Qué idea! ¡Ya me lo dirá!

-¡Hombre!... con razón Diego es su amigo…

Y ciertamente, ya en la casa, hasta él tuvo un gesto de sorpresa:

-¡Este libro te hará feliz! – le dijo al niño. Parecía muy emocionado – ¡Feliz! – Repetía -. Mira las aspas, son en alto relieve… ¡Y el caballero!

“En una lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”

-Sigue, sigue… Y olvídate de la tinaja para siempre.

Y el padre lo dejó. Después asomó con su hermana y una vecina en la ventana alta.

-¡Mírenlo! – les decía -. ¡Transformado!

La hermana desaprobó:

-No debes fomentarlo – dijo - . Tú lo dañas. Ese chico lee demasiado y no sabe una palabra de doctrina… Y es notablemente impiadoso.

-¡Pero Virginia! ¡Si es el Quijote arreglado para niños!

-Y se olvidará de la tinaja – dijo la vecina. El hombre la interrumpió:

-Tampoco a mí me la nombres más, ¿sabes?... – dijo, y sonrío.

La solterona, no cedía. El hombre insistió:

Es demasiado sensible, hay que mimarlo… ¡Y esa imaginación! Además, tenía a quién salir: su abuelo a su misma edad leía latín… Antes era el latín.

-¡Dieciséis, diecisiete… y con éste… ¡Casi veinte!

Contaba sus libros. Los había alineado en un pretil y no cesaba de compararlos con el nuevo. 

-Imposible igualarlo, ¿no es cierto?

Las pequeñas hermanas asintieron. El padre se acercó.

-¿También tú haces escrutinio? – preguntó.

-No… ¿Cómo?

Pero el hombre comprendió que eso no estaría en el libro y cambió de tema. – Sigue, sigue – le dijo - . ¿Ya le libertó al niño?

-¡Anoche! – y, dirigiéndose a sus hermanas, mientras su padre se alejaba – Bueno, ahora sí déjenme solo – les pidió -. Ahora llegó a los molinos de viento. – Y abrió el libro sobre sus rodillas. Se iluminó el rostro de las niñas ante el cuadro: el noble caballero arremetía, lanza en ristre, y los molinos lo esperaban, girando. Sancho - ¡desesperado! – levantaba los brazos.

-Ustedes tienen que crecer todavía – siguió Diego - . Ya les explicaré. Será mejor que me dejen solo.

La tía los miraba desde su cuarto.

-Tú lee – propuso una de las niñas – y nosotros seguiremos viendo la estampa.

Así lo hicieron.

La solterona frunció el ceño.

“En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo”… “¿Qué gigantes?” – dijo Sancho Panza -. “Aquellos que allí ves – respondió su amo – de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas”… “¡Non fuyades cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete!”.     

-¡No se muevan! – rogó Diego a las niñas. Y se sentó mejor, nervioso.

“Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse”.

-¡A la escuela!

Diego alzó bruscamente la cabeza. La tía estaba a su lado.

-¡A la escuela! – Y trató de apoderarse del libro.

El niño lo oprimió contra el pecho.

-¡Dámelo! – Exclamó la mujer, ya furiosa – Y se lo arrancó.

-¡La estampa!... ¡Cuidado!

Con el libro mal cerrado bajo el brazo – una lanza quebrada salía por los bordes – la solterona se encerró en su cuarto.

Y ahora un problema “gravísimo” se le presentaba a Diego en la escuela:

¿Qué fin tuvo el noble caballero después de la pelea? ¿Cómo se portaron los gigantes? ¿Quién ganó la batalla? Tenía aún los ojos enrojecidos. A su lado, otro chico lector esperaba el relato: Diego se había comprometido a referirle diariamente cuanto iba sucediendo… 

-Tengo que contarte una cosa estupenda, no me digas nada hasta después de un minuto… ¡Pero nada!

Y se paseaba, seguido por el otro. ¿Huyeron los gigantes? – se decía – No. ¿Sancho se le colgó del brazo al caballero y logró contenerlo? ¡Imposible!

El amigo hizo un gesto de impaciencia.

-Ya, ya – comenzó Diego -. Y entonces… El caballero era muy valiente…

-Eso ya me lo dijiste!

-Bueno… Entonces les vieron a los molinos. ¡Los gigantes!- dijo Don Quijote -. ¿Qué gigantes? – le contestó Sancho. El caballero preparó la lanza… Y de repente, con el viento, los gigantes se pusieron furiosos. Don Quijote le pegó un latigazo a Rocinante… y atacó. Entonces…

-¿Y entonces?...

-Espera…

Y como no encontraba un desenlace, alargaba el camino:

-Rocinante – dijo – galopaba, galopaba y el camino se hacía interminable y no llegaba nunca… Y siempre la misma distancia entre el caballero y los gigantes… No llegaba…

-¿Por qué?

-Retrocedían, pues, retrocedían los gigantes… como para tomar vuelo ¿comprendes? Y entonces…

-¿…?

-Es que Rocinante era flaquito – dijo por fin, derrotado.

-¡No vale el libro! – Concluyó el otro.

-¿¡No vale!? ¿¡Qué dices!?... ¿Te digo la verdad!

-Y le contó su desgracia.

Ahora ya estaba cerca de la casa, de regreso. Seguía ante sus ojos hasta el cielo la escena interminable. Los cascos resonaban, y él apresuraba el paso.

 

III

De cómo Rocinante se convierte en lanza y luego vuelve a ser caballo

 

El día llegó como un caballo blanco. Era domingo. Diego se despertó y extendió el brazo hacia una plancha de acero. La retiro y asomó debajo de ella un diccionario. Lo quitó también y allí estaba su libro. Un gesto de contrariedad asomó en su rostro al abrirlo: así como la luz se quebraba en la vidriera, la lanza del caballero iba hasta media estampa, recta, y allí se astillaba en la tosca juntura. En vano el niño quiso remediarlo: la agonía estaba seca. A partir de la lanza la grieta atravesaba un claro de bosque, rozaba levemente un hombro de Sancho y se salía del cuadro descabezando a tres galeotes. Don Quijote… ¡Pero él no está herido! – se consoló Diego. Y no cesaba de mirarlo mientras vestía. Además, iba a leer todo el tiempo: la tía no los llamaría de noche al rezo del rosario porque estaba resentida. Salió, pues, casi feliz. ¿Dónde leería? Sus hermanas vendrían a sentarse junto a él por las estampas. ¿Dónde?... Antes se refugiaba en una zanja clara de los cimientos… ¡Ahora eso era imposible!... Y, por no pensar más en la tinaja, abrió el Quijote.

    Serían las cinco de la tarde cuando se encontró al fin de la calle. Cerró el libro y se orientó. La botica no era por allí. ¡Pero la calle era tan sola! El campo estaba en la esquina… ¿Qué hacer? En esto oyó gritos de niños detrás de la última casa. Jugaban sin duda a las carreras porque acezaban y sus gritos iban y volvían. Diego se disponía a verlos cuando se detuvo. ¡Qué maravilla! – pensó. Una hermosa cañabrava de dorados cañutos, muy larga, estaba junto a la acequia. Se movía a ratos pues su extremo estaba en el agua.

-¡Para lanza!

Y el pequeño Don se vio a caballo con la hermosa lanza.

Iba a levantarla, pero notó que estaba amarrado. Dudando, acabó por desatarla, y ya se la llevaba cuando oyó

-¡Se han robado mi caballo!

-¿Dónde estaba?

-Tomando agua.

Diego pensaba - ¡Es éste! ¿Cómo puedo yo hacer semejante cosa? – cuando una negrita brotó de no sé dónde y le tiró el saco. 

-¡Devuélvanos! – le dijo – el caballo del cojito!

Este se acercaba llorando.

-¡No le he robado! – protestó Diego, muy avergonzado -. ¿Cómo puedo yo dejarle sin caballo y siendo él cojo? ¡Le devolveré yo mismo!

Y se llegó al pequeño y le entregó el carrizo. Después, con pena, insinuó:

-Podría ser más bien lanza… ¡Es una maravilla!

¡Pero el cojito corría ya detrás de los otros niños en su dorada caña, a caballo, levantando polvo! 

 

IV

Libros prohibidos

Salían de la escuela.

-¡Eso no es nada! – le decía a Diego un chico descalzo –. ¡Para eso Don Joaquín tiene libros prohibidos!

-¿Prohibidos? ¿Cómo son? ¿Cómo es Don Joaquín?

-Mi mamá lava en su casa. Una cosa: yo te muestro a Don Joaquín ahora mismo. Debe estar leyendo en la huerta, se lo ve desde la calle… ¡Es un sabio! Pero tú dame tu regla graduada.

-Pero si me das también un libro… ¡ahora mismo!

Y, ya de acuerdo, se pusieron en camino. Hablaban animadamente.

-Es que Don Joaquín es gallero – concluyó el chico.

El espantajo es para los pájaros que se comen las coles de los gallos.

Diego le oía, desilusionado: “¿Serían prohibidos esos libros? ¿Cómo un viejo que odiaba a los pájaros y tomaba tanto bicarbonato podía tener libros tan bellos?”.

-Esta es – dijo el chico ante una casa vieja de puertas cerradas. Y se tapó un ojo y con el otro muy abierto recorrió un abra de la puerta.

-¡Allí está él!... – añadió, dejándole sitio a su amigo. Diego miró; todo era verde adentro. El huerto comenzaba a pocos pasos del umbral, pero no había nadie, y así se lo dijo al otro, con la mano, sin separar el rostro de la puerta.

-Espera – le contestó el chico -. Pasó ahorita

-¿Sabes?... El espantajo es igualito a ti.

-Es que se pone mi ropa.

-¡Cállate! – susurró Diego: había aparecido el viejo. ¡Pero no leía! Tenía un gallo bajo el brazo y con una navaja le afilaba las espuelas ¡tan cuidadosamente! Con los labios en punta, soplando. Luego miraba al cielo – propiamente miraba con el tacto – puesta a yema del dedo en la punta de la espuela.

Diego ni parpadeaba. De pronto se encaró con su amigo:

-¡Los libros no son prohibidos! – le dijo. 

El chico se turbó. Son prohibidos – repuso -. Pero… ¿Te dijo la verdad? No son de Don Joaquín sino de un joven, están solamente encargados.

-¿Cómo es él?

-¡Enorme! Está ahora al fin del mundo. Se fue navegando en un barco.

-¿Al fin del mundo?... ¡No creo! – exclamó Diego. Pero ya los ojos le brillaban.

Almorzó y corrió a la esquina de la escuela. Le recibiría los libros a su amigo en la calle. ¿Cómo no lo pensó antes? ¿Cómo iban a entrar a clase con semejantes libros? ¡Dos por lo menos, prohibidísimos! – había dicho el chico. Pero ya sonó la campana y no llegaba. Seguramente me engañó – pensó al fin Diego, y entró-. Esta tarde – le dijeron adentro – habría confesión general y como la capilla no era suficiente algunos cursos irían al templo vecino. Diego ingresó a su fila. ¡A buena hora no me trajo! – pensaba - . Mas, al salir, vio que su amigo se escondía tras la esquina. Llevaba algo en los brazos. ¡Me espera! – se dijo Diego -. Y cuando llegó al templo entró por una puerta y se salió por otra. Corrió hacia el chico.  

-¿Y los libros? – le preguntó, al verlo con un gallo en los brazos.

-No pude. Tuve que faltar porque estoy llevando tres gallos a la gallería de uno en uno.

-¡Pero siquiera uno!

-¿Y cómo con los gallos? Los libros podían quebrarles las plumas. Pero espérate.

Y ató al gallo en el poste de la luz y se aflojó los pantalones. – Te traigo – dijo luego, levantándose la falda de la camisa – lo que pude: los retratos de los que han hecho los libros; eso sí, los más prohibidos. Sobre todo el uno.

-¿Cuál?

-Este… Le arranqué de un libro espantoso, lleno de diablos.

Diego se apoderó de los retratos y los miró con avidez, y vio escrito Dante en el uno, con letras de fuego, y en el otro Víctor Hugo.

-¡Éste! ¡Éste! – insistió el chico -. ¡Dante! El otro… creo… me parece… ¿Qué te parece? – Y miraba el retrato, dudando-.

Como si esperase el fallo, Hugo los miraba, muy solemne, blanca y total la barba y los brazos cruzados sobre el pecho.

Pero toda la atención de Diego estaba en Dante: “¡Qué pálido! ¡Qué libros habrá escrito!... Y ahora… ¿cómo me confieso? … ¡Qué horror!

-Yo te los traje – se disculpó el otro, espantado – porque tú mismo me los pediste… Y ya me voy, no respondo…

Y, en efecto, recogió al gallo y se alejó, al parecer, despreocupado, pues silbaba; pero no bien vio un zaguán entró en él de un salto, miró al cielo, puso en su rostro cuanto arrepentimiento pudo y se golpeó con tanta fuerza el pecho que el gallo, asustado, levantó la cabeza.

 

V

Dante

El templo estaba claro y tranquilo. Los niños susurraban en la nave central. Sólo de cuando en cuando se trizaba el silencio y pálidas beatas aclarábanse al pie de los vitrales.

Diego no se atrevía a romper los retratos, antes bien - ¡Qué libros habrá escrito Dante! – los oprimía bajo su camisa, contra el pecho. Algunos compañeros ya estaban pegados a los confesionarios y otros se preparaban. Un niño anémico recontaba en los dedos lentamente, con el rostro desencajado. ¡Irme! – se dijo Diego, y se llegó a un pilar -. Una urna antigua había allí y dentro de ella una pequeña Virgen con su Niño. ¡Qué hermosa era la madre! ¡Cuánta ternura había en su rostro! Y el diminuto Niño le extendía a él los brazos como queriendo pasarse a los suyos. Diego estaba a punto de llorar cuando oyó pasos… Volvió el rostro y su corazón le clavó a la columna: un religioso iracundo venía desde el fondo, con el niño anémico de la mano. Casi lo arrastraba. Le brillaban los ojos al pasar entre los cirios encendidos. Cruzaron junto a Diego sin mirarlo. Cerca de la puerta, el sacerdote se detuvo y oprimiéndole el hombro al niño levantó el índice hacia el muro. Diego se sabía en ese sitio y no tuvo ánimo ni para escaparse. ¿Qué le esperaba a él si a ese pobre chico le pasaba eso? Los retratos crujían en su pecho, pinchándolo con sus vértices cuando se movía. Al fin el confesor regresó, siempre con el niño de la mano y se internó en la penumbra, hacia el confesionario. Como lejanos, claros vidrios, se quebraban en el atrio los gritos de los niños que ya estaban afuera porque sólo habían pecado venialmente. Diego se deslizó hacia la puerta. No debo ver el cuadro – pensó, al pasar por donde el religioso levantó el índice; pero como si le tirasen de la oreja, alzó los ojos: era el infierno.

Lasciate ogni speranza voi ch’entrate

Demonios de alto cuerno removían las brasas. El niño los miraba y de rato veía también hacia el confesionario, pero la proximidad del atrio soleado le dio ánimo. De un salto estaré afuera, libre – se dijo -. Hasta llegó a preguntarse: “¿Qué nos pasará a los que vamos a leer libros prohibidos?”. Y buscó su pecado entre las llamas. También había en el cuadro, arriba, una luz suave y los penados que estaban cerca de ella la miraban con los ojos en blanco. Otros, al fondo, ya no podían verla y se desgarraban, en vano, las entrañas, sin conseguir morirse. De pronto, Diego retrocedió, llevándose las manos a los retratos.

-¡Él ya ha estado en el infierno! – se dijo.

En las alturas, sobre roca solitaria, sumido en mortal angustia, lívido, estaba Dante.

 

VI

Los genios

 

Frente al atrio los niños subían al tobogán y resbalaban, radiantes con los brazos en alto.

Diego salió del templo y aunque por un instante el tobogán lo deslumbró, pasó de largo y sacó otra vez los retratos; otra vez, porque adentro había estado a punto de romperlos. ¿Cómo pensé siquiera en eso? – se decía ahora, y comparaba su Dante con el infierno. Sí, era el mismo. ¡Qué valiente sería! En todo el infierno él era la única persona conocida. ¿Y el otro, Víctor Hugo? Él no había sido castigado. Pero Diego lo miró cariñosamente. También tú… ¡muy valiente! – le dijo -. Y le acarició la hermosa barba. Luego recordó que Dante no estaba solo. Cerca de él una divina “novia” intentaba salvarlo, toda blanca y liviana. Casi no necesitaba ella asentar sus pies desnudos en la roca para sostenerse… ¿Quién sería? ¡Oh! ¡Tenía que preguntar tantas cosas! Pero… ¿cómo? Y ya estaba cerca de su casa cuando vio que la chica de las monjas le decía súbitamente algo a una madre mientras lo señalaba con el dedo. Alzó después la niña los brazos sobre la cabeza y los fue bajando – doblaba las rodillas – las rodillas – hasta unir las manos en el suelo.

   -¡Qué maldad tan grande! – pensó Diego - . ¡Otra vez cuenta lo de la tinaja!  

El padre estaba preocupado. ¿Qué le pasará al chico? – decía -. Ya ni lee… y anoche encendía la luz a cada instante.

-Tú tienes la culpa… Te lo dije.

-… ¡Virginia! – Y se quedó pensativo -. Lo llevaría – añadió – pero voy a estar ocho días. ¡Con todo!... – Y llamó al niño -. ¿Quieres irte al Zulia conmigo? – Le propuso. Y hojeaba una revista ilustrada ante su hijo –. Mira: el lago… Maracaibo… Y esto… ¡éstos sí que no son molinos de viento!

Le mostraba, en la portada, las torres de los pozos de petróleo.

Verdaderamente – añadió, como sorprendido por lo que él mismo había dicho -. Verdaderamente no son molinos de viento…

Y miró a su hermana. Pero ella no le dio importancia y protestó:

-¿Llevarlo? ¿Y la escuela? ¿O crees que yo no sirvo para cuidarlos? Si tu madre viviera… Tienes razón…

-¡No he querido decir eso, Virginia! Bueno cálmate… No le llevaré al chico.

-¡Llévame!

Pero el hombre subió al carro, solo. Cuando iba ya aponerlo en marcha, Diego se le acercó y, en voz muy baja: ¿quién fue Dante? – le dijo.

-Un genio. ¿Por qué?

-¿Y Víctor Hugo?

-¿Qué dices?...

Mas, como la solterona había salido a la puerta, añadió solamente. Espérame. Hablaremos al regreso. Y partió.

Los genios, pues, sufren mucho, escriben libros prohibidos y se van al infierno. ¿Qué le contestaré a papá cuando él vuelva? El rezo del rosario había llegado a la letanía. Las voces de las niñas saltaban en el hermoso diálogo – Arca de la Alianza. Estrella de la mañana – como canarios cuando la puerta de la jaula va a ser abierta. Ya mismo – se decían ellas - ¡Ya mismo!

Una doméstica se despertó y unió su voz al coro.

Diego, en cambio, sufría porque para él la terminación del rezo significaba la proximidad de otra noche.

-¿En qué piensas?

-¡Tía!  

-¡Algo has hecho! ¡Algo te sucede!

 

VII

Liberación

 

El foco de la calle iluminaba levemente los tejados. Diego se incorporó en su lecho y pegó el rostro a los vidrios. El patio quedaba en la penumbra, rayado de pilares. ¿No pasó alguien entre ellos? Y contuvo el aliento. Podía oír la respiración de sus hermanas en el lecho contiguo. ¿El cuarto estaba cerrado? Y prendió la luz: una de las niñas frunció el rubio ceño y volteó el rostro; la otra se movió también. Por temor a despertarlas del todo nuevamente, apagó la luz. Don Quijote – lo había arrimado a la vidriera – se recortó en la luna.

Cuando el reloj dio las doce el niño ya no lo oyó. Su lecho giraba, giraba, hacia un abra del muro. En la brecha empezaba un tobogán como el del atrio, aunque enorme y lamido de llamas. Volcóse al fin el catre y Diego cayó al declive. Resbalaba cada vez más velozmente hasta que logró asirse de algo y se contuvo. Era un pequeño genio ya tocado por las llamas. En tanto abajo, Dante ardía todo él, arrimado a su roca. Ya un demonio escalaba hacia Diego cuando una claridad nunca vista rayó arriba, en la brecha del muro, y fue creciendo, creciendo, mientras se oían dos voces alternadas.

-Si eso hay – decía la una – renuncio desde hoy a la prometida ínsula.

Y la otra:

-A gran dicha tendré ¡oh! tímida criatura, que estos mis pasos me lleven algún día hasta ese antro, donde alienta Lucifer, el jayán más injusto de que existe memoria, terror y azote de los niños y enemigo mortal de la esperanza y de los genios.

-¡Es aquí! – gritó Diego - ¡Oh noble caballero!

Y Don Quijote:

-¿Escuchaste, Sancho sordo, la voz del más desventurado de los niños?

-¡Dése prisa, señor! – clamó Diego.

Y por fin, Don Quijote asomó en las alturas. Un solo instante se detuvo, como para tomar aliento. Luego, se encomendó a su dama, enristró la lanza y se lanzó pendiente abajo.

-¡Respirad, Dante amigo! – iba diciendo -. ¡Aquí llega el que acabará con vuestros pesares!      

Los demonios retrocedían.

-¿Qué sucede? – exclamó Lucifer, que tendido de espaldas, con un tonel por almohada, le arrancaba tranquilamente las alas a otro chico lector -. ¿Qué sucede? – Y al mirar al caballero arrojó lejos al niño y requiriendo un tridente levantóse.

-¡Pronto! – ordenó - . ¡Ensillen un monstruo!

Rocinante tembló, pero avanzaba velozmente y sin mover las patas, resbalando, mientras el caballero exclamaba:

-¡Preparaos, preparaos, oh gente cruel y desproporcionada, que un solo bote de mi lanza apagará vuestro infierno!

Lucifer ya estaba sobre el dragón y avanzaba también tridente en ristre.

Diego cerró los ojos y se tapó los oídos, pero el ruido fue tan fuerte y tan vivas las llamas que se alzaron con el choque, que todo lo oyó y lo vio también porque la luz atravesó sus párpados. Largo tiempo estuvo ciego al abrirlos, pero oyendo, eso sí, el jadeo de los contendores, hasta que otro grito de júbilo salió de su garganta: “¡Non fuyades! – había escuchado - ¡Non fuyades, cobardes y viles criaturas!”. 

El galope se fue apagando en las cavernas, y cuando Diego pudo ver, una luz de alba se filtraba por un enorme muro desplomado. Hasta que otra vez los cascos resonaron y despuntó el caballero. De paso, con el canto de la lanza, tocó el muro de los Incas y la tinaja apareció junto a las grandes piedras, pura y alta… ¡Intacta! Los genios venían con los brazos extendidos. Diego logró escaparse de las manos de su tía y fue hacia el caballero. La solterona se alzó de hombros y se alejó, siempre de negro, por un corredor oscuro, con un sonido de llaves en la seca cadera. En tanto el cortejo estaba listo y una música divina llenó el mundo al iniciarse el desfile. Truenos profundos – el rodar de los últimos toneles en los lejanos antros – reforzaban los bajos. Iba delante Don Quijote a caballo, con la novia de Dante, a la española, en la dichosa grupa. A la izquierda, los genios… ¿Y Sancho?... El caballero volvió la cabeza y se detuvo.  

-¡Sancho honrado, Sancho bueno! – comentó al ver lo que éste hacía: de pie sobre una piedra, ataba la tinaja al lomo del asno. Saltó por fin y apresurado, sonriente, se unió a la comitiva con su rucio. Sólo entonces se reinició la marcha. La tinaja iba de costado, con la boca hacia el cielo. Diego lloraba de alegría. Sancho, al mirarlo, sonreía y arreaba el borrico. A lo lejos, una delgada columna de humo era cuanto quedaba del infierno, y todos los niños del atrio revolaban. Hasta la chica que contó lo de la tinaja tenía alas.

Ahora la pradera era de lirios, pero el viento silbaba obstinada, agudamente, y la volvía pajonal de los Andes. Hacia el Sur, los cerros sucedíanse en cresterío ascendente. Miles y miles de indios los surcaban, con fatiga infinita. Dante alzó la frente. Los indios lloraban sangre. Don quijote empuño la lanza.   

-¿Allá nos vamos? – preguntó Diego.

-De allá vengo – respondió Don Quijote, y se empinó sobre los estribos y miró hacia abajo a la distancia.

El hermoso relámpago iluminó el lago hasta el mar y todo el horizonte se llenó de torres de petróleo.

Preparaos – dijo Don Quijote – porque verdaderamente ésos que allá veis no son molinos de viento.

-¡Sí, vamos!

Otra vez, otra vez el relámpago iluminó el lago.

Don Quijote preparó la lanza, limpiándola de ceniza entre las crines de Rocinante.

-¡Vamos! – repitió Diego.

Asintió el caballero y enristró la lanza. El niño no se atrevió a hablarle nuevamente, pero lo miraba. Y, orgulloso, se agarró a su estribo.

 

 

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La casa es un tejido de ruidos

Los ruidos de la casa

LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”