Mara Daisy Cruz
Castigo sin venganza
Las llamas ardían con intensidad. Las páginas de un manuscrito se retorcían, como si lucharan por sobrevivir al fuego que las calcinaba. Algunas hojas, como en un intento por escapar, se elevaban en el aire, pero la lumbre las hacía descender hasta desaparecer entre las brasas.
En un oratorio frío en donde se imponía la imagen del crucificado, rodeado de ángeles y bajo la mirada de la bienaventurada Virgen María, se realizaba una liberación espiritual. El padre Ignacio de Olite, confesor del convento San Idelfonso de las Trinitarias Descalzas de Madrid, veía convertirse en cenizas los diarios de sor Marcela de San Félix. Para la monja desprenderse de sus manuscritos era como deshacerse de su vida. En ellos escribió sentimientos secretos que le desgastaban el alma. Por mandato del confesor, antes de su ordenamiento como priora del convento tenía que echar en la hoguera su tormentoso pasado. El sacerdote Olite, un anciano encorvado de cabello blanquecino, clavó la mirada en los ojos hinchados de la religiosa y le ordenó que se desprendiera de las últimas hojas de los escritos. Sor Marcela las protegía entre las manos, pegadas al pecho; las comenzó a escribir a los once años, cuando su propio padre la arrebató de la casa materna.
Arrastró como una columna de mármol la vergüenza de ser bautizada en 1606 en Toledo como Marcela del Carpio, hija de padre desconocido. Su madre, doña Micaela Luján, mientras estuvo casada con un comerciante le fue infiel con su progenitor, Lope de Vega. A los escasos seis años no entendía por qué ella, con ojos color miel, cabello rubio y la piel ligeramente salpicada de pecas, al igual que su padre, no llevaba el apellido De Vega, como fue inscrito su hermano menor.
El resentimiento contra su padre pareció haberse salido de los manuscritos que ardían en la hoguera; fue como un demonio que saltó sobre ella. Sintió el corazón agitado y le faltó la respiración. La cercanía al calor de la fogata la sofocaba. El hábito se le pegó al cuerpo bañado en sudor. Arrebatada, se desprendió del velo color marrón que le cubría la cabeza. Algo muy dentro de su ser la agitaba en busca de una salida. Las manos sudadas le temblaban sin poderlas controlar. Escuchaba a lo lejos las palabras del confesor: “Hija, reza para que seas liberada”. Intentó controlarse, pero una fuerza la obligó a gritar.
El silencio conventual se quebrantó por los chillidos de sor Marcela que retumbaron por los rincones del monasterio. Las hermanas en Cristo, cada una en su celda, arrodilladas sobre el reluciente suelo con los crucifijos entre las manos, realizaron una cadena de oración. Las santas mujeres rogaron para que los demonios que atormentaban a su compañera la dejaran en libertad. Los espíritus inmundos del odio, la rabia y amargura que la poseían se resistían a soltarla. El rostro bañado de lágrimas y saliva reflejaba su tormento.
Sor Isabel de Saavedra, de sesenta y seis años, arrastraba los pies entumecidos por el reuma de un lado a otro sintiéndose más presa que nunca en su pequeña celda. Los lamentos de sor Marcela le azotaban el cuerpo y le roían recuerdos que ella también se negaba a enterrar. Al igual que sor Marcela, tuvo una niñez inflamada de dolor. Su padre, Miguel de Cervantes, igualmente le había negado el apellido. Aunque se crió en el seno familiar de su padre, estos menospreciaron su existencia. En la medida en que Isabel crecía en estatura, su aversión hacía ellos aumentaba. Desde niña las tías se encargaron de recordarle que ella vino al mundo por una imprudencia de su padre. Aquellas palabras que le repitieron por tantos años la invadieron de una virulenta rebeldía que la llevaron a sublevarse en contra de la estirpe Cervantina. Cuando poco a poco vio con gozo apagarse la vida de todos ellos, optó por la clausura para retirarse del mundo en donde tanto sufrió.
Cuando el sacerdote intentó quitarle de las manos los últimos papeles, sor Marcela se sintió mareada, como si estuviera al borde de un precipicio y mirando hacia abajo. Deseó que el golpe de recuerdos no la hiriera tanto para poder terminar de una vez con aquel acto de obediencia. Fue el clérigo quien, con palabras de aliento, acabó convenciéndola para que cumpliera con el mandato de Dios. Despacio y mientras la consolaba le desprendió de las manos las páginas amarillas salpicadas de lágrimas. Como si hubiese soltado un fardo de trigo, sor Marcela cayó de rodillas frente a la hoguera. En ese momento lloraba la niña que desde los nueve años se escapaba de la casa para refugiarse en los brazos de sor Isabel de Saavedra. Con las Hermanas de la fe recibió el amor y la estabilidad negada en la casa del padre, quien vivía una incansable vorágine de amancebamientos.
Sor Isabel acogió a sor Marcela como a una hija, la convenció de que la mejor manera de castigar al padre era entrando en la vida de clausura, a la cual él se oponía. La decisión de Marcela sería un castigo sin venganza para Lope de Vega. La paternidad que los progenitores les negaron hizo que la confianza y complicidad aumentaran entre ellas. En su disfraz de mujer santa, llena sabiduría y discernimiento, Isabel le hizo creer a su protegida que no pecaba cuando reiteraban constantemente que sus padres no eran dignos de perdón. “Ellos nunca se arrepintieron ante Dios, arderán en el infierno por habernos vejado” -le repitió por años a sor Marcela.
La fogata ardía. Las páginas alimentaban las llamas, se movían como brazos de fuego queriendo alcanzar el hábito marrón de sor Marcela, quien se retorcía y gritaba en el suelo. El párroco intentó imponerle las manos a la atormentada para ungirla con agua bendita. De un manotazo lo rechazó. Cuando el clérigo Ignacio de Olite comenzó a rezar por la expulsión de los demonios, sor Marcela, con ojos ensangrentados y babeando, volvió a increpar “maldito, envidioso, ególatra, mujeriego”. El Santo Ministro le ordenó a los poderes del infierno que soltaran a la hija de Dios. Sor Marcela maldecía a voz en cuello el nombre de su padre muerto. Los gritos resonaban entre los pasillos del lugar santo y llegaban a oídos de las hermanas en Cristo. Un Padre Nuestro salía de las celdas al unísono, con devoción, para que el poder de las tinieblas liberara a la religiosa de su sufrimiento.
Sor Isabel cayó de rodillas con el crucifijo entre las manos. “Malditos, espero que los dos estén torturándose en las llamas del infierno”, chilló con voz ronca, también llena de ira y desprecio. El coraje y el rencor le endurecieron el corazón y la transformaron en un ser implacable que sutilmente encubrió con los años al ingresar en el convento.
El párroco rezaba y salpicaba a la atormentada con agua bendita. Sor Marcela se levantó, con ojos de animal furioso, clavó las uñas en su rostro y las gotas de sangre le rodaron por las mejillas. Con autoridad, y en el nombre de Jesucristo, el clérigo ordenó que fuera protegida contra las asechanzas del maligno. Entre los gritos estridentes de la atormentada comenzó a leer los salmos de las Sagradas Escrituras; exhausto, pidió la misericordia de Dios.
Cuando la religiosa comenzó a flagelarse el pecho con sus propias manos, el crucifijo de madera que llevaba colgado del cuello se quebró. La cruz golpeó en el suelo, rebotó y cayó dentro de la hoguera. La prenda sacra que le regaló su padre el día que tomó los hábitos ahora ardía en las llamas junto al manuscrito. Rendida, se fue de rodillas. El confesor aprovechó el cansancio, sacó del bolsillo de su sotana el agua bendita y la ungió. Le acercó la imagen del Señor para que la besara. El párroco persignó a la religiosa. El poder de Cristo había vencido a las tinieblas. Calmada, aún sollozando, sor Marcela observó cómo se extinguían las brasas.
Al otro día, todas las hermanas del convento San Idelfonso de las Trinitarias Descalzas de Madrid se preparaban al son de seis campanadas para hacer las alabanzas matutinas. Media hora después, cantaron en el coro. Después de haber concluido con las horas litúrgicas menores, asistieron a misa a recibir la comunión. Al terminar la ceremonia, sor Isabel de Saavedra le abrió los brazos a sor Marcela frente al altar. Mientras la arrullaba se propuso desde ese día abonar las pequeñas raíces de amargura que aún quedaban bajo la superficie del corazón de su protegida. Sabía que con el tiempo las vería multiplicarse hasta ver salir nuevos brotes.
Cuando se puso el sol, después del Ángelus, el sacerdote Olite le informó a sor Isabel que pondría a su cuidado una nueva novicia de diecisiete años: era la bastarda Catalina de Mendoza, hija de Francisco de Quevedo. Sor Isabel tomó la cruz de madera del crucifijo que le colgaba en el pecho y la besó. Dio las gracias al cielo, juntó las manos y elevó una oración. Una vez más Dios, en su infinita misericordia, le confirmaba que ella era la escogida del Señor para llevar a cabo aquel ministerio. Ese día volvió a abrir el corazón para liberar sus demonios.
FIN
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