Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Poemas de "Bajo una luz marina" de Raymond Carver

 

 

Raymond Carver (USA, 1938 - 1988)

Raymond Carver

 

Poemas de

Bajo una luz marina

(Traducción: Mariano Antolín Rato)

 

 

WOOLWORTH'S, 1954

 

De dónde emergió, por qué

no lo sé. Pero pienso en ello

justo desde que llamó Robert

a decirme que estaría aquí en unos minutos

para ir a coger almejas.

 

Cómo trabajé en mi primer empleo

con un hombre que se llamaba Sol.

Cincuenta años y pico, pero

chico de almacén igual que yo.

Había trabajado toda la vida

sin ascender nunca. Pero agradecía

tener trabajo, igual que yo.

Sabía todo lo que había

que hacer sobre los productos de aquellos

grandes almacenes y estaba dispuesto

a enseñármelo. Yo tenía dieciséis años, trabajaba

por menos de un dólar a la hora. Adoraba

lo que era. Sol me enseñó

lo que sabía. Era paciente

aunque contribuyó el que yo aprendía rápido.

 

El recuerdo más importante

de toda aquella época: abrir

las cajas de lencería femenina.

Bragas, y cosas delicadas

de ese tipo. Las sacaba

de las cajas a puñados. Algo

suave y misterioso en esas

cosas. Sol las llamaba

«liencería». «Liencería»

¿Qué sabía yo? Yo también las llamé

durante un tiempo «liencería».

 

Luego me hice mayor. Dejé de ser

chico de almacén. Empecé a pronunciar

bien aquella palabra.

¡Ya sabía de lo que estaba hablando!

Salía con chicas

con ganas de tocar aquella suavidad,

deslizar la mano debajo de sus bragas.

Y a veces pasaba. ¡Dios mío,

me dejaban! Y eran

liencería, aquellas bragas.

Se resistían un poco

a veces, cuando se deslizaban

por debajo de la tripa, pegándose ligeramente

a la caliente piel blanca.

Pasaban luego por caderas y nalgas,

hermosos muslos, y caían

más deprisa pasadas las rodillas,

¡Las pantorrillas! Llegaban a los tobillos

que estaban unidos para esta

ocasión. Y saltaban libres

al suelo del coche y

se olvidaban por ahí. Hasta que

las que tenías que buscar.

 

«Liencería».

¡Aquellas chicas tan cariñosas!

«Estate quieta un poco, por favor».

Recuerdo al que decía. Robert y sus

chicos y yo allí,

con nuestros cubos y palas.

 

Sus hijos, que no prueban almejas, dan forma

al tiempo, al decir «Ya»

o «Ay» cuando las almejas se cierran

en las palas llenas de arena

y las echamos al cubo.

Y yo pensando todo el rato

en aquellos días en Yakima.

Y en bragas suaves como la seda.

El tipo de lencería que llevaba Jeanne,

y Rita, y Muriel, y Sue, y su hermana

Cota Mae. Todas aquellas chicas.

Ahora han crecido. O peor aún.

Lo diré: muerto.

 

MADERA DE BALSA

 

Mi padre está en el fogón delante de una sartén con sesos

y huevos. ¿Pero quién tiene ganas de comer nada

esta mañana? Me siento tan poco pesado

como la madera de balsa. Acaban de decir algo.

Lo dijo mi madre. ¿Qué era? Algo,

apuesto lo que sea, que se refiere al dinero. Contribuiré

si no como. Padre da la espalda al fogón.

«Estoy metido en un agujero. No puedo hundirme más».

La luz se filtra por la ventana. Alguien llora.

Lo último que recuerdo es el olor

a quemado de sesos y huevos. Toda la mañana

estuvieron en el cubo de basura mezclados

con las demás cosas. Algo después

él y yo fuimos en coche al vertedero,

a unos quince kilómetros.

No hablamos. Tiramos las bolsas y cajas

al oscuro montón. Chillidos de ratas.

Silban cuando salen de bolsas podridas

arrastrando la tripa. Volvemos al coche

para mirar el humo y el fuego. El motor en marcha.

Huelo la cola de avión de mis dedos.

Me mira cuando me llevo los dedos a la nariz.

Luego vuelve a apartar la vista, hacia la ciudad.

Quiere decir algo pero no puede.

Está a millones de kilómetros. Los dos estamos muy lejos

de allí, y todavía llora alguien. Incluso entonces

empezaba a entender cómo es posible

estar en un sitio. Y en otro, también.       

 

HIJO

 

Despertado esta mañana por una voz de mi niñez

que dice Hora de levantarse, me levanto.

La noche entera, en sueños, tratando

de encontrar un sitio donde pueda vivir mi madre

y ser feliz. Si quieres que pierda la cabeza

- dice la voz - perfecto. En caso contrario

¡sácame de aquí! Soy el culpable

de traerla a este pueblo que aborrece. De alquilarle

una casa que aborrece.

De proporcionarle unos vecinos que aborrece.

De comprarle los muebles que aborrece.

¿Por qué no me diste el dinero?

Quiero volver a California - dice la voz.

Si me quedo aquí moriré. ¿Quieres que muera?

No hay respuesta a eso, ni a ninguna otra cosa

del mundo, esta mañana. El teléfono suena

y suena. No puedo acercarme a él por miedo

a oír mi nombre una vez más. El mismo nombre

al que mi padre respondió durante 53 años.

Antes de ir a por su recompensa.

Murió justo después de decir: «Lleva esto

a la cocina, hijo»

La palabra hijo saliendo de sus labios.

Colgando en el aire para que todos la oigan.

 

DINERO

 

Con objeto de vivir

en el lado justo de la ley.

Usar siempre el propio nombre

y número de teléfono. Pagar la fianza

de un amigo y que importe

un carajo que el amigo se largue de la ciudad.

Esperar, de hecho, como hace ella.

Dar algo de dinero

a la madre. Y a los

hijos y a su madre.

No ahorrar. Quiere

gastarlo antes de que se le acabe.

Comprar ropa con él.

Pagar alquiler y servicios.

Comprar comida, y luego poco más.

Salir a cenar cuando le apetece.

¡Y queda bien

pedir algo que no esté en el menú!

Comprar drogas cuando quiera.

Comprar un coche. Y si se avería,

repararlo. O si no

comprar otro ¿Ves aquel

barco? Podría comprar

uno exactamente igual. Y doblar

el cabo de Hornos, en busca

de compañía. Conoce a una chica

en Porto Alegre que le encanta

verle en

su propio barco, a toda vela,

entrar en el puerto a por ella.

Un amigo que pueda permitirse

venir a verla de ese modo.

Sólo porque a él le gusta el sonido

de su risa,

y el modo en que mueve el pelo.           

 

BAJO UNA LUZ MARINA CERCA DE SEQUIM, WASHINGTON

 

Empiezan los verdes campos. Y las altas, blancas

granjas después de los charcos de la marea,

y aquellos pequeños cangrejos

listos para echar a correr, o darse la vuelta, si

levantábamos la roca debajo de la que vivían. La languidez

de aquella tarde tranquila. La belleza de conducir

por aquella carretera del campo. Hablando de París,

nuestro País. Y luego encuentras ese sitio en el libro

y me lees la vida de Anna Akhmatova allí con Modigliani.

Sentados en un banco de los jardines de Luxemburgo

bajo su enorme sombrilla negra

recitándose a Verlaine el uno al otro. Los dos

«todavía no alcanzados por el futuro». Cuando

allá en el prado vimos

a un joven desnudo de medio cuerpo para arriba

y con los pantalones remangados,

como un antiguo remero. Nos miró sin curiosidad.

Se quedó allí observándonos indiferente.

Luego nos dio la espalda y siguió con su trabajo.

Mientras pasábamos como una hermosa guadaña negra

por aquel paisaje perfecto.   

 

UN PASEO

 

Fui a dar un paseo por las vías del tren.

Las seguí durante un rato

y las dejé en el cementerio de la comarca

donde un hombre duerme entre

dos esposas. Emily van der Zee,

Esposa y Madre Amantísima,

está a la derecha de John van der Zee.

Mary, la segunda señora van der Zee,

Amantísima Esposa también, a su izquierda.

Emily se fue la primera, luego Mary.

Al cabo de unos años, el propio John van der Zee.

Once hijos nacieron de esas uniones.

Y también ellos deben de estar ya muertos.

Este lugar es silencioso. Tan bueno como cualquier otro

para interrumpir el paseo, sentarme y precaverme contra

mi propia muerte, que se acerca.

Pero no entiendo, y no entiendo.

Todo lo que sé de esta delicada vida sudorosa,

la mía y la de cualquier otro,

es que dentro de poco me levantaré

y dejaré este sorprendente lugar

que proporciona refugio a los muertos. Este cementerio.

Y me alejaré. Andando primero por una vía

y luego por la otra.

 

LA CARTERA DE MI PADRE

 

Mucho antes de pensar en su muerte,

mi padre dijo que quería descansar cerca

de sus padres. Los echaba mucho de menos

desde que se habían ido.

Lo dijo tantas veces que mi madre lo recordó,

y lo recordé yo. Pero cuando los pulmones

se le quedaron sin aire y todo signo de vida

había desaparecido, se encontraba en un pueblo

a 512 millas de donde más quería estar.

 

Mi padre, sin embargo, fue inquieto

hasta muerto. Hasta muerto

tuvo que hacer un último viaje.

Toda la vida le gustó ir de un sitio a otro,

y ahora había un sitio más al que ir.

 

El de la funeraria dijo que lo arreglaría,

nada de qué preocuparse. Una escasa luz

caía desde la ventana al suelo polvoriento

donde esperábamos aquella tarde

hasta que el tipo salió del cuarto del fondo

y se quitó los guantes de goma.

Traía el olor a formaldehído con él.

Era un gran hombre - dijo el de la funeraria.

Luego se puso a contarnos por qué

le gustaba vivir en este pueblo tan pequeño.

Este hombre que acababa de abrirle las venas a mi padre.

¿Cuánto va a costar? - dije.

 

Cogió block y pluma y se puso

a escribir. Primero, los gastos de preparación.

Luego incluyó el transporte

de los restos a 22 centavos la milla.

Pero estaba la ida y vuelta del de la funeraria,

no se olvide. Más, digamos, seis comidas

y dos noches en un motel. Incluyó

algo más. Añadió un recargo de

210 dólares por su tiempo y trabajo

y allí lo teníamos.

 

Pensó que discutiríamos.

Había una mancha de color en

cada una de sus mejillas cuando levantó la vista

de sus cifras. La misma escasa luz

caía en el mismo lugar del

suelo polvoriento. Mi madre asintió

como si entendiera. Pero

no había entendido ni palabra.

Nada de aquello tenía sentido para ella,

empezando por la vez que dejó su casa

con mi padre. Sólo sabía

que pasara lo que pasase

iba a sacar el dinero.

Buscó en su bolso y cogió

la cartera de mi padre. Nosotros tres

en aquella habitación tan pequeña aquella tarde.

 

Miramos la cartera un momento.

Nadie dijo nada.

De aquella cartera se había ido toda vida.

Era vieja y estaba cuarteada y sucia.

Pero era la cartera de mi padre. Y mi madre la abrió

y miró dentro. Cogió

un puñado de dinero que pagaría

el último y más asombroso viaje de mi padre.              

 

PARA EMPEZAR

 

Cogió un cuarto en una ciudad portuaria con un sujeto

que se llamaba Sulieman A. Sulieman y su mujer,

una norteamericana conocida sólo por Bonnie. Una cosa

que recordaba de su estancia allí

era como todas las tardes Sulieman gritaba

delante de su propia puerta antes de entrar.

Decía: «Hola. Aquí llega Sulieman ».

Después de eso, Sulieman se quitaba los zapatos.

Se metía pan de pita y humus en la boca

en compañía de su triste esposa.

A veces había un trozo de pollo

seguido de pepinos y tomates.

Luego miraban lo que ponían

en la televisión de aquel país. Bonnie sentada en una silla,

deliraba contra los judíos.

A las once en punto decía: «Ahora nos vamos a dormir».

 

Pero una vez dejaron abierta la puerta de su dormitorio.

Y vió a Sulieman hacerse la cama en el suelo

junto a la enorme cama donde estaba tumbada Bonnie

mirando a su marido.

Se dijeron algo uno al otro en un idioma extraño.

Sulieman dejó sus zapatos junto a la cabeza.

Bonnie apagó la luz, y se durmieron.

Pero el hombre de la habitación del fondo de la casa

no conseguía dormir. Era como si ya

no creyera más en el sueño.

El sueño había existido, desde luego,

en cierta ocasión, en su momento.

Pero ahora era distinto.

Allí tumbado de noche, ojos abiertos, brazos a los lados,

sus pensamientos se dirigían a su mujer,

y a sus hijos, y a todo lo que se refería

a aquella despedida. Incluso a los zapatos

que llevaba cuando dejó su casa

y se alejó. Eran los auténticos traidores,

decidió. Le trajeron todo este trecho

sin hacer nada ni una sola vez para detenerle.

Por fin, sus pensamientos volvieron a este cuarto

y a esta casa. A donde estaba su sitio.

Donde sabía que estaba en casa.

Donde un hombre dormía en el suelo de su propio

dormitorio.

Un hombre que llamaba a la puerta de su propia casa,

anunciando su llegada. Sulieman.

Que sólo entraba en su casa después de llamar

y luego comía pan de pita y tomates con su amarga esposa.

Pero en el curso de aquellas largas noches

empezó a envidiar a Sulieman un poco.

No mucho, sólo un poco. ¡Y qué, si le envidiaba!

Sulieman dormía en el suelo de su dormitorio.

Pero Sulieman al menos dormía

en el mismo cuarto que su esposa.

 

A lo mejor lo hacía así por si ella roncaba

o tenía prejuicios. No estaba tan mal,

eso era verdad, y si

Sulieman despertaba podía oírla

desde su sitio. Saber que estaba allí.

Incluso puede que hubiera noches en que estiraba la mano

y la tocaba por encima de la manta

sin despertarla. A Bonnie. A su mujer.

 

A lo mejor en esta vida era necesario aprender

a hacer como que se es un perro y a dormir en el suelo para

poder seguir. A veces

puede que sea necesario. ¿Quién sabe

nada en estos días?

 

Por lo menos era una nueva idea y era algo,

pensó, que podría haber intentado entender.

Afuera, la luna caía sobe el agua

y al fin desaparecía. Ruido de pasos

calle abajo. Se detenían

al otro lado de esta ventana. Los faroles

se apagaban, y los pasos se alejaban.

La casa quedaba en silencio y, al menos en algo,

igual que las demás casas - totalmente a oscuras.

Se subió la manta y miró al techo.

Tenía que seguir. Para empezar…

el olor aceitoso del mar, los tomates que se pudren.           

 

ESTA MAÑANA

 

Esta mañana pasaba algo. Un poco de nieve

en el suelo. El sol flotaba en un cielo

azul claro. El mar era azul, y azul verdoso,

hasta donde alcanzaba la vista.

Escasamente agitado. Tranquilo. Me vestí y fui

a dar un paseo - decidido a no volver

hasta coger lo que la naturaleza tenía que ofrecer.

Pasé junto a unos árboles viejos, abatidos.

Crucé un prado salpicado de piedras

donde se amontonaba la nieve. Seguí

hasta llegar al acantilado.

Desde allí miré el mar, y el cielo, y

las gaviotas revoloteando sobre la blanca playa

allá abajo. Todo encantador. Todo bañado por una fría

y pura luz. Pero, como siempre, mis pensamientos

empezaron a dispersarse. Tuve que obligarme

a ver lo que estaba viendo

y nada más. Tuve que decirme esto es lo que

importa y nada más. (¡Y lo estuve viendo,

durante un minuto o dos!) Durante un minuto o dos

eso se impuso sobre las meditaciones habituales acerca de

lo que estaba bien y lo que estaba mal - deber,

tiernos recuerdos, ideas de muerte, de cómo debería tratar

a mi antigua mujer. Todas las cosas

que esperaba que se fueran esta mañana.

Las que vivo cada día. Las que

he pisoteado para seguir vivo.

Pero durante un minuto o dos me olvidé

de mí mismo y de todo lo demás. Sé que lo hice.

Pues cuando me dí la vuelta, no sabía

dónde estaba. Hasta que algunos pájaros se alzaron

de los nudosos árboles. Y se alejaron volando

en la dirección que yo necesitaba que siguieran.    

 

RECUERDO

 

Abriendo el cestito de fresas - las primeras

de esta primavera - planeando cómo

tomarlas esta noche, cuando esté

solo, (Tess ha salido),

recordé que olvidé darle

un masaje cuando hablamos:

alguien cuyo nombre olvidé

llamó para decir que la abuela

de Susan Powell había muerto, de repente.

Seguir trabajando con las fresas al lado.

Pero recordé, también, que al volver

de la tienda, ví a una niña

en patines de la que tiraba, en

la carretea, su enorme y amistoso

perro. La saludé con la mano.

Me devolvió el saludo. Y llamó

a gritos a su perro, que seguía

tratando de olisquear

en la fina hierba de la cuneta.

Afuera ya casi es de noche.

Un poco después, cuando tome las fresas,

volveré a recordar - en orden no

exacto - a Tess, a la niña, a un perro,

patines, recuerdos, muerte, etc.

 

EN PLENA NOCHE CON NIEBLA Y CABALLOS

 

Estaban en el cuarto de estar. Se decían

adioses. El fracaso repicando en sus oídos.

Habían pasado mucho juntos, pero ya

no podían dar ni un paso más. Brotaban lágrimas

cuando de la niebla salió un caballo

que entró en el jardín delantero. Luego otro, y

otro. Ella salió y dijo:

«¿De dónde venís, caballitos?» -

y paseó entre ellos, sollozando,

tocándoles los flancos. Los caballos se pusieron

a hacer corvetas en el jardín.

Él hizo dos llamadas: una llamada directamente

al sheriff - «a alguien se le han escapado los caballos».

Pero hubo también otra llamada.

Luego se unió a su mujer en el jardín

delantero, donde hablaron y murmuraron

a los caballos juntos. (Todo lo que pasaba

ahora pasaba en otra época).

Los caballos pastaban la hierba del jardín

aquella noche. Una luz roja

resplandeció cuando un sedán surgió de la niebla.

Vinieron voces de la niebla.

Al final de esa larga noche

cuando al fin entrelazaron los brazos

su abrazo estaba lleno de

pasión y recuerdos. Cada uno recordó

la juventud del otro. Ahora algo había terminado,

otra cosa corría a ocupar su lugar.

Llegó el momento mismo de la despedida

«Adiós, sigue»- dijo ella.

Y la dura separación.

Mucho después

él recordaba haber hecho una llamada desastrosa.

Una en la que tuvo que insistir e insistir,

una maldición. Se redujo

a eso. El resto de su vida.

Maldición.   

 

QUÉ PUEDO HACER

 

Lo único que quiero hoy es echar una ojeada a esos pájaros

de fuera de mi ventana. El teléfono está descolgado

de modo que los que me quieren no pueden dar conmigo

y echarme el brazo por encima del hombro.

Ya les he dicho que el grifo se ha cerrado

No quisieron oírlo. Siguen tratando de que las cosas

continúen igual. En este momento no puedo soportar

enterarme

de que al coche se le ha roto otro intermitente.

O que el remolque que creía haber pagado hace tiempo,

ahora lo reclamaban por falta de pago. O el hijo en Italia,

que amenaza con quitarse la vida allí

a no ser que yo le siga pagando sus gastos. Mi madre quiere

hablar conmigo también. Quiere volverme a recordar todo

lo que le debo. Toda la leche que tomé,

mientras me acunaba en sus brazos.

Necesita que le pague esta nueva mudanza suya.

Le gustaría ir a Sacramento por vigésima vez.

La suerte, toda, se ha ido al sur. Lo único que pido

es que se me deje estar sentado un momento más.

Cuidándome la mordedura que el perro

me dio la otra noche.

Y observando esos pájaros. No pido nada

excepto tiempo soleado. Dentro de un minuto

tendré que colgar el teléfono y tratar de separar

lo cierto de lo falso. Hasta entonces

una docena de pajaritos, no mayores que tazas de té,

están posados en las ramas del otro lado de la ventana.

De pronto dejan de cantar y vuelven la cabeza.

Está claro que notan algo.

Se echan a volar.

 

LA AUTORA DE SU DESGRACIA

 

Porque el mundo es el mundo

y no escribe historias

que terminan en amor 

 

Stephen Spender

 

No soy el hombre que ella pretende. Pero

esto es totalmente verdad: el pasado está

distante, es una costa que se aleja,

y todos estamos en el mismo barco,

un cañamazo de lluvia sobre las sendas del mar.

Con todo, ¡querría que no siguiera

diciendo esas cosas de mí!

Durante la larga singladura

nada excepto la esperanza permite seguir, luego

hasta eso afloja su presa.

No hay suficiente de nada,

mientras vivimos. Pero a intervalos

aparece una dulzura y, si se le da una oportunidad,

prevalece. Es cierto que ahora soy feliz.

Y sería estupendo que ella

consiguiera contener la lengua. Dejar

de odiarme porque soy feliz.

Echándome la culpa de su vida. Me temo

que en su mente estoy mezclado

con otra persona. Un joven

sin carácter, viviendo de sueños,

que juró que la querría para siempre.

El que le dio un anillo, y un brazalete.

Que decían: Ven conmigo. Confía en mí. 

Cosas de ese tipo. Yo no soy ese hombre.

Ella me confundió, como dice,

con otra persona.

 

TODA SU VIDA

 

Me tumbé a echar una siesta. Pero cada vez

que cerraba los ojos, pasaban cirros

lentamente sobre el Estrecho, camino de Canadá.

Y las olas. Rompían en la playa

y luego volvían nuevamente. Sabes que no sueño.

Pero ayer por la noche soñé que estaba viendo

un entierro junto al mar. Al principio quedé pasmado.

Y luego lleno de pena. Pero me

tocaste el brazo y dijiste: «No, todo es perfecto.

Era muy vieja, y él la quiso toda su vida». 

 

A MI HIJA

 

Todo lo que veo me sobrevivirá  

 Anna Akhmatova

 

Es demasiado tarde para maldecirte - ya te gustaría

hacerlo, digamos, como Yeats con su hija. Y cuando

la vemos en Sligo, vendiendo sus cuadros…

era la más plañidera, la mujer más vieja de Irlanda.

Pero estaba a salvo.

Durante la mayor parte del tiempo, sus razonamientos

se me escapaban. En cualquier caso, es demasiado tarde,

como dije. Ya eres mayor, y encantadora.

Eres una borracha muy guapa, hija.

Pero eres una borracha. No puedo decir que me partas

el corazón. No tengo corazón cuando se trata

de cosas de la priva. Triste, sí, sólo Dios lo sabe.

Tu amigo, ése al que llaman Shiloh, ha vuelto

a la ciudad, y la bebida vuelve a correr.

Llevas tres días borracha, me cuentas,

cuando sabes jodidamente bien que la bebida es como veneno

para nuestra familia. ¿No te servimos de suficiente ejemplo

tu madre y yo? Dos personas que se querían pegándose.

Golpeándose. Vaciando un vaso tras otro.

Maldiciones y golpes y traiciones.

¡Debes de estar loca! ¿Todavía no tienes bastantes?

¿Quieres morir? Debe de ser eso. A los mejor

creo que te conozco, y no te conozco.

Y no bromeo, niña. ¿Bromeas tú?

Hija, no puedes beber.

Las últimas veces que te vi, lo habías dejado.

Una escayola en el cuello, o si no

el dedo entablillado, gafas oscuras para esconder

tus hermosos ojos a la funerala. Un labio

que un hombre besaría en vez de partirlo.

¡Ay, Dios, Dios, Dios mío!

Tienes que contenerte.

¿Me oyes? ¡Espabila! Tienes que cortar con eso

y mejorar. Mira, nuestra familia fue hecha

para malgastar, no para conservar. Pero cambia ya.

Puedes, así de fácil - ¡eso es todo!

Hija, no puedes beber.

Te matará. Como hizo con tu madre y conmigo.

Como hizo.         

 

MADRE

 

Mi madre llama para felicitarme las pascuas.

Y para decirme que si continúa nevando

piensa matarse. Quiero decir que

esta mañana no soy yo mismo, por favor

dame un respiro. Tengo que pedir ayuda a un psiquiatra

otra vez. El que siempre me hace las preguntas

adecuadas. ¿Pero, qué siento de verdad?

En vez de eso, le cuento a ella que nuestras claraboyas

tienen goteras. Mientras hablo, la nieve se

funde en el sofá. Digo que estuve en el médico

así que no necesita preocuparse más

de que tenga cáncer, y que se le termine

la fuente del dinero.

Luego me informa de que va a dejar este maldito sitio.

Como sea. La única vez que quiere verlo,

o volverme a ver, es desde su ataúd.

De repente, pregunto si recuerda aquella vez en que padre

estaba borracho como una cuba y le cortó el rabo

al cachorro.

Seguí con esto un rato, hablando de

aquellos días. Ella escucha, esperando su turno.

Sigue nevando. Nieva y nieva

cuando cuelgo el teléfono. Los árboles y los tejados

están cubiertos de nieve ¿Cómo puedo hablar de esto?

¿Cómo voy a poder explicar lo que siento?  

 

ROMANTICISMO

 

(para Linda Gregg, después de leer «Clasicismo»)

 

Las noches no son claras aquí.

Pero si hay luna llena, lo sabemos.

Sentimos una cosa un minuto,

otra distinta al siguiente.

 

ANATEMA

 

Mi familia entera sufría.

Mi mujer, yo mismo, los dos niños, y la perra

cuyos cachorros nacieron muertos.

Nuestros asuntos, como siempre, iban mal.

A mi mujer la dejó su amante,

el profesor de música manco que era

su único contacto con el mundo exterior.

Mi propia novia dijo que no podía aguantar

más, y volvió con su marido.

El agua estaba cortada.

Todo aquel verano la casa se cocía.

Los ciruelos se habían secado.

Nuestro arriate de flores estaba pisoteado.

Al coche se le estropearon los frenos, y la batería

fallaba. Los vecinos dejaron de hablarnos

y nos cerraron las puertas en las narices.

Los de las tiendas nos devolvían los cheques

y luego dejaron de traernos el correo.

Sólo el sheriff pasaba

de vez en cuando - con uno u otro

de nuestros hijos en el asiento de atrás,

rogando que no lo dejásemos solos.

Y luego a la casa entraron ratones a miles.

Seguidos por una serpiente cornuda. Mi mujer

se la encontró tomando el sol en el cuarto de estar

junto al televisor estropeado. Lo que hizo con ella

es otra cuestión. Le cortó la cabeza

allí mismo en el suelo.

Y luego la cortó en dos cuando siguió

retorciéndose. Vimos que no podríamos resistir

más. Estábamos hundidos.

Queríamos ponernos de rodillas

y decir perdónanos nuestros pecados, perdónanos

la vida. Pero era demasiado tarde.

Demasiado tarde. Nadie querría escuchar.

Tuvimos que ver cómo se venía abajo la casa,

el suelo se abría en dos, y luego

nos dispersamos en las cuatro direcciones.    

 

EL TELEVISOR DE JEAN

 

Mi vida anda estupendamente

estos días. Aunque, ¿quién se atreve a decir

que no vuelva a alterarse de nuevo?

Esta mañana recordé

a una novia que tuve justo después

de que mi matrimonio se rompiera.

Una chica muy dulce que se llamaba Jean.

Al principio, no tenía ni idea

de lo malas que son las cosas. Llevó

un tiempo. Pero me quería

un montón, todos modos, decía.

 

Y sé que es cierto.

Me dejaba quedarme en su casa

donde yo me enteraba de

los miserables asuntos de mi vida

por teléfono. Me compraba

bebida, pero me decía

que no era un borracho

como otros.

Llenaba cheques

y me lo dejaba en la almohada

cuando iba a trabajar.

Me regaló una chaqueta Pendleton

aquellas navidades, la que todavía llevo.

Por mi parte, yo la enseñé a beber.

Y a quedarse dormida

con la ropa puesta.

A cómo despertar

sollozando en plena noche.

Cuando la dejé, pagó dos meses

de alquiler. Y me dio su televisor en blanco y negro.

 

Hablamos por teléfono una vez,

meses más tarde. Estaba borracha.

Y, claro, yo también estaba borracho.

Lo último que me dijo fue:

¿Podría ver mi televisor otra vez?

Miré por la habitación

como si el televisor pudiera aparecer

de repente en su sitio

sobre la silla en la cocina. O si no,

salir del armario

y manifestarse por sí mismo. Pero aquel televisor

había desaparecido calle abajo

semanas antes. El televisor que me regalo Jean.

 

No se lo conté.

Mentí, claro. Enseguida, dije,

en cuanto quieras.

Y colgué el teléfono

después, o antes, de que ella colgase.

Pero esas palabras que suenan como en sueños

me hacen sentir

que llegué al final de una historia.

Y ahora, con esta última falsedad

a mis espaldas,

podría descansar.     

 

EL CABALLETE

 

He perdido el tiempo esta mañana,

y estoy profundamente avergonzado.

Ayer noche me acosté pensando en mi padre.

En el riachuelo donde pescábamos - Butte Creek -

cerca del lago Almanor. El agua me arrullaba en sueños.

En el sueño, estaba por todas partes

y yo no podía levantarme ni moverme.

Pero cuando desperté esta mañana temprano

fui al teléfono. Aunque

el río fluía allá abajo en el valle,

en la pradera, corriendo entre los tréboles.

Pinos se alzaban a ambos lados de la pradera.

Y yo estaba allí.

Un niño sentado en un caballete de madera,

mirando hacia abajo.

Viendo a mi padre beber agua con las manos.

Luego dijo: «El agua está tan buena.

Me gustaría poder llevarle a mi madre un poco de este agua».

Mi padre todavía la quería, aunque estaba muerta

y él había pasado mucho tiempo lejos de ella.

Tuvo que esperar algunos años más

hasta que pudo ir a donde estaba. Pero él quería

a esta región donde se encontró a sí mismo. El Oeste.

Durante treinta años la tuvo en el corazón,

y luego la dejó ir. Se acostó una noche

en un pueblo del norte de California

y no despertó ¿Hay algo más sencillo?

 

Me gustaría que mi vida y mi muerte, fueran tan sencillas.

De modo que cuando despierte

una hermosa mañana como ésta,

después de estar en algún sitio

donde quería estar toda la noche

algún sitio importante, pudiera moverme del modo más

natural

y sin pensar en ello, hasta mi mesa de trabajo.

Digamos que lo hice, del modo sencillo que he descrito.

De la cama a la mesa de trabajo de la infancia.

Desde aquí no hay mucho hasta el caballete.

Y desde el caballete podría mirar hacia abajo

y ver a mi padre cuando necesitara verlo.

Mi padre bebiendo aquel agua fresca. Mi dulce padre.

El río, sus praderas, y pinos, y el caballete.

Ese. Donde una vez estuve.

 

Me gustaría hacer eso

sin tener que disculparme ante mí mismo por ello.

Ni sentirme mal por interesarme por cosas menos

importantes.

Sé que es hora de cambiar de vida.

Esta vida - con sus complicaciones

y llamadas telefónicas - es indecente,

y una pérdida de tiempo.

Quiero hundir mis manos en agua fresca. Del modo

en que lo hizo él. Otra vez y otra vez, y otra.    

 

SANGRE

 

Éramos cinco a la mesa de juego

sin contar al croupier

y su ayudante. El hombre

de junto a mí tenía los dados

en la mano.

Se sopló los dedos, dijo:

¡Vamos pequeños! Y se inclinó

sobre la mesa para tirar.

En ese momento, una sangre roja brotó

de su nariz, salpicando 

el verde paño de fieltro. Soltó

los dados. Se echó hacia atrás pasmado.

Y luego aterrorizado cuando la sangre

corrió por su camisa abajo. ¡Dios mío!

¿qué me está pasando?

gritó. Se agarró a mi brazo.

Oí funcionar los motores de la Muerte.

Pero en aquella época yo era joven,

y estaba borracho, y quería jugar.

No tenía por qué escuchar.

Así que me largué. No me volví ni siquiera,

ni encontré esto dentro de mi cabeza, hasta hoy.    

 

LA VENTANA

 

Estalló una tormenta la noche pasada y nos dejó

sin electricidad. Cuando miré

por la ventana, los árboles eran transparentes.

Doblados y cubiertos de escarcha. Una gran calma

se extendía sobre el campo.

Sabía lo que hacía. Pero en aquel momento

noté que en mi vida jamás hice

falsas promesas. Mis pensamientos

eran virtuosos. Avanzaba la mañana,

claro, arreglaron la electricidad.

El sol salió de detrás de las nubes

fundiendo la escarcha.

Y las cosas volvieron a ser como eran antes.

 

LA CAÑA DE PESCAR DEL AHOGADO

 

Al principio no la quería usar.

Luego pensé, no, me revelará

secretos y me dará suerte

que es lo que entonces necesitaba.

Además, me la dejó a mí

para que la usase cuando fue a bañarse aquella vez.

Inmediatamente después, conocí a dos mujeres.

Una adoraba la ópera y la otra

era una borracha que había pasado un tiempo

en la cárcel. Ligué con una

y empecé a beber y a reñir sin parar.

¡El modo en que esta mujer podía cantar y seguir bebiendo!

Fuimos directamente al fondo.  

 

DISPAROS

 

Avanzo trabajosamente con trigo hasta la cintura,

acunando una escopeta en los brazos.

Tess está dormida allá en el rancho.

La luna palidece. Luego se queda totalmente sin cara

y el sol aparece por encima de las montañas.

 

¿Por qué elijo este momento

para recordar a una tía que se ocupaba de mí en aquella

época

y decía: Lo que ahora te voy a decir

lo recordarás todos los días de tu vida.

Pero es todo lo que tengo consigo recordar.

 

Nunca he sido capaz de confiar en los recuerdos.

Ni en los míos ni en los de otros.

Me gusta saber que en la tierra

hay estas extrañas galas.

Es mi amigo el trigo - esto es cierto.

Y justo ahora, el perro hace la muestra.

 

Tess se opone a matar por deporte

o por cualquier otro motivo. Sin embargo no hace tanto

que amenazó con matarme. El perro avanza muy despacio.

Dejo de moverme. No veo ni oigo

mi respiración.

 

Paso a paso, el día avanza. De repente

el aire explota en pájaros.

Tess duerme entre ellos. Cuando despierta, octubre

ha terminado. Armas y conversaciones

sobre la caza a nuestras espaldas.   

 

LA PLUMA

 

La pluma que contaba la verdad

se metió en la lavadora

para su desazón. Salió

una hora después, y fue introducida

en la secadora con pantalones vaqueros

y una camisa azul. Pasaron los días

mientras seguía tranquilamente en la mesa

bajo la ventana. Estaba allí

creyendo que se había estropeado.

No tenía voluntad para seguir, aunque ella quisiera.

Pero una mañana, una hora o así

antes de salir el sol, volvió a la vida

y escribió:

«Los campos anegados duermen a la luz de la luna».

Luego volvió a quedarse quieta.

Su utilidad en esta vida evidentemente concluida.

 

La sacudió y golpeó

contra la mesa. Luego renunció

a ella, o casi.

Una vez más pensó, con grandísimo

esfuerzo, he agotado la última

de sus reservas. Esto fue lo que escribió:

«Un ligero viento, y al otro lado de la ventana

los árboles se agitan en el dorado aire de la mañana».

 

Trató de escribir algo más

pero eso fue todo. La pluma

dejó de funcionar para siempre.

Al cabo de un tiempo la tiró

al cubo junto a la demás

basura. Y mucho después

fue otra pluma,

una pluma desconocida

que todavía no se había probado

a sí misma, la que escribió fácilmente:

«La oscuridad se reúne en las ramas.

Quédate dentro. Mantente quieto.»  

 

DESNUDOS DE BONNARD

 

Su mujer. La pintó cuarenta años.

Una vez y otra. El desnudo del último cuadro

tan joven como el desnudo del primero. Su mujer.

 

Él la recordaba joven. Cuando ella era joven.

Su mujer en el baño. En el tocador

delante del espejo. Desnuda.

 

Su mujer con las manos bajo los pechos

mirando al jardín.

El sol dispensando calidez y color.

 

Todas las cosas vivas florecen allí.

Ella es joven y trémula y muy deseable.

Cuando murió, el pintó un poco más.

 

Unos cuantos paisajes. Luego murió.

Y fue colocado a ella.

Su joven esposa.  

 

UN CHUBASCO

 

Hoy, poco después de las tres de la tarde, un chubasco

salpicó las tranquilas aguas del Estrecho.

Una nube muy oscura, que se desplazaba rápido,

y traía lluvia, empujada por vientos de las alturas.

 

El agua se agitó y se puso blanca.

Luego, a los cinco minutos, estaba como antes -

azul. Se me ocurre que era el mismo tipo de chubasco

que cayó sobre Shelley y su amigo,

Williams, en el golfo de la Spezia, un

hermoso día por otra parte. Allí estaban,

corriendo cara a la intensa brisa,

gritándose uno al otro,

quiero creer, en plena exuberancia.

En los bolsillo de la chaqueta de Shelley, poemas de Keats,

¡y un volumen de Sófocles!

Luego una nube muy oscura que se desplaza rápido,

y traía agua, empujada por vientos de las alturas.

 

Una nube muy oscura

que acelera el final

del primer período romántico

de la poesía inglesa. 

 

MI CUERVO

 

Un cuervo voló hasta el árbol del exterior de mi ventana.

No era el cuervo de Ted Hughes, ni el cuervo de Galway,

ni el cuervo de Frost, Pasternak, o Lorca.

Ni uno de los cuervos de Homero, harto de sangre

después de la batalla. Era solo un cuervo.

Que jamás encajó en parte alguna,

ni hizo nada digno de mención.

Estuvo posado allí en la rama durante unos cuantos minutos.

Luego alzó el vuelo y desapareció bellamente

de mi vida.   

 

LECTURA

 

La vida de cada hombre es un misterio, como lo es

la tuya, y la mía. Imagínese

un château con una ventana abierta

al lago Ginebra. Allí, en la ventana,

los días cálidos y soleados hay un hombre

tan enfrascado en la lectura que no levanta

la vista. O si la levanta, señala por donde va

con un dedo, alza los ojos, y mira atentamente

más allá del agua, al Mont Blanc,

y más allá aún, a Selah, Washington,

donde está con una chica

y se emborracha por primera vez.

Lo último que recuerda, antes

de quedar fuera de combate, es que ella le escupe.

Sigue bebiendo

y sigue escupiéndole durante años.

Pero hay gente que te dirá

que sufrir es bueno para el carácter.

Eres libre de creer en lo que quieras.

En cualquier caso, el hombre vuelve

a leer y no

sentirá culpabilidad porque su madre

navegue a la deriva en su barco de tristeza,

ni piensa en sus hijos

ni en sus problemas que siguen y siguen.

Ni siquiera intenta pensar

en la mujer de ojos claros a la que amó una vez

y que fue derrotada a manos de las religiones orientales.

Su pena no tiene ni comienzo, ni fin.

Que se adelante cualquiera del château, o Selah,

capaz de pretender que mantiene parentesco con el hombre

que sentado en la ventana lee,

como una foto de un hombre leyendo.

Que el sol se acerque.

Que el propio hombre se acerque.

¿Qué demonio estará leyendo?       

 

SORTILEGIO

 

Esta mañana entre las cinco y las siete,

estaba hundido en el cauce del sueño. Ligado

a este mundo por nada más que la esperanza,

giraba yo en una corriente de negros sueños.

Fue durante esos momentos cuando el tiempo

experimentó una metamorfosis.

Se volvió desconcertante. Lo que antes había sido

vil y miserable, pero comprensible,

se volvió hinchado e

irreconocible. Algo absolutamente maligno.

 

En mi desesperación, no

necesitaba algo  así. Era lo último del mundo

que quería. Con que toda la fuerza que pude reunir,

lo despaché. Lo despaché costa abajo

hasta un gran río del que sabía. Un río

capaz de entendérsela con un mal tiempo

como éste. ¿Y qué si el río tiene que huir

a tierras más altas? Dénsele unos días.

Encontrará su cauce.

 

Luego todo será como antes. Juro

que no será más que un mal recuerdo, si acaso.

Pues la semana que viene no recordaré

lo que sentía al escribir esto.

Habré olvidado que dormí mal

y durante unos momentos soñé que esta tarde…

al despertar a las siete, miré

la tormenta y, después del primer sobresalto -

me armé de valor. Pienso mucho e intensamente

en lo que quiero, en lo que podría conservar

o deshacerme de ello. ¡Y luego hazlo!

Así, con palabras y signos.    

 

ONDAS DE RADIO

 

para Antonio Machado

 

La lluvia ha cesado, y la luna ha salido.

No entiendo nada de las ondas de

radio. Pero creo que se transmiten mejor justo

después de llover, cuando el aire está húmedo.

En cualquier caso, ahora puedo coger Ottava, si quiero,

o Toronto. Últimamente, de noche, me sorprendo

ligeramente interesado por la política canadiense

y sus asuntos internos. Es verdad. Pero normalmente

lo que buscaba eran sus emisoras con música. Me siento

aquí en la butaca y escucho, sin tener nada que hacer,

o pensar. No tengo televisor, y dejé de leer

los periódicos. De noche pongo la radio.

 

Cuando escapé aquí trataba de alejarme

de todo. Especialmente de la literatura.

De lo que ella entraña, y de lo que trae a rastras.

Hay en el alma un deseo de no pensar.

De estar quieto. Emparejado con éste,

un deseo de ser estricto, sí, y riguroso.

Pero el alma también es una afable hija de puta

no siempre de fiar. Y olvidé eso.

Escuché cuando dijo: Mejor cantar a lo que se ha ido

y nunca volverá que a lo que aún sigue

con nosotros y estará con nosotros mañana. O no.

Y si no, también está bien.

 

Tampoco importa demasiado, dijo, si un hombre nunca

canta.

Esa es la voz que escuché.

¿Puede imaginarse que alguien piense cosa así?

¡Qué absurdo!

Pero tengo estas estúpidas ideas de noche

cuando me siento en la butaca y oigo la radio.

 

Entonces, Machado, ¡su poesía!

Era como un hombrecillo mayor que se vuelve

a enamorar. Una cosa digna de observar,

y embarazosa, además.

Y llevo tu libro a la cama conmigo

y me duermo con él a mano. Un tren pasó

en mis sueños una noche y me despertó.

Y lo primero que pensé, el corazón acelerado

allí en el dormitorio a oscuras, fue esto:

Todo es perfecto, Machado está aquí.

Entonces me volví a dormir.

 

Hoy llevé tu libro conmigo cuando salí

a dar mi paseo. «¡Presta atención!» - decías,

cuando alguien preguntó qué hacer con su vida.

Conque miré alrededor y tomé nota de todo.

Luego me senté al sol, en mi sitio

de junto al río desde donde puedo ver las montañas.

Y cerré los ojos y escuché el sonido

del agua. Luego los abrí y me puse a leer

«Abel Martín».

Esta mañana pensé mucho en ti, Machado.

Y espero, incluso cara a lo que sé de la muerte,

que recibirás el mensaje que pretendo enviarte.

Pero está bien aunque tú no lo recibas. Que duermas bien.

Descansa. Antes o después espero que nos veamos.

Y entonces yo podré decirte estas cosas directamente.        

 

EL CORREO

 

Sobre la mesa, una postal de mi hijo

en el sur de Francia. El Midi,

lo llama él. Cielos azules. Casas hermosas

cargadas de begonias. Y sin embargo

él está en la ruina, necesita dinero enseguida.

 

Junto a su tarjeta, una carta

de mi hija hablándome del que vive con ella,

el colgado de la anfeta. Está destrozando

una moto en el cuarto de estar.

Subsisten a base de harina de avena,

ella y sus hijos. Por el amor de Dios,

necesita alguna ayuda.

 

Y está la carta de mi madre

que está enferma y pierde la cabeza.

Me cuenta que no quiere quedarse aquí

mucho más. ¿No la podría ayudar

en este último traslado? ¿No puedo pagar

para que tenga casa propia?

 

Salgo. Pensando en pasear

hasta el cementerio en busca de consuelo.

Pero el cielo está agitado.

 

Las nubes, enormes e infladas de oscuridad

a punto de abrirse.

Entonces el cartero llama.

Su cara es de reptil. Echa la mano atrás,

¡como si fuera a golpear!

Es el correo.    

 

MIGRACIÓN

 

Un día a finales del verano, y mi amigo en la cancha

con su amigo. Entre juegos, el otro señala

que los pies de mi amigo parecen no tener nervio.

Su servicio tampoco tiene fuerza.

«¿Te encuentras bien?» - pregunta -. «¿Te has hecho

un chequeo últimamente?» Verano, y la vida es plácida.

Pero mi amigo fue a ver a un médico amigo suyo.

El cual le cogió del brazo y le dio tres meses de vida

ni uno más.

 

Cuando le ví un día después,

era por la tarde. Estaba viendo televisión.

Parecía el mismo, pero… ¿cómo lo diría?

diferente. Bajó el sonido un poco. Pero no podía

estarse quieto. Daba vueltas por la habitación,

una y otra vez.

«Es un programa sobre las migraciones animales» - dijo,

como si con ello lo explicara todo.

Le dí un abrazo y una palmadita en la cara.

No la palmada más fuerte de la que era capaz.

Tenía miedo de que uno de nosotros, o los dos,

nos hiciéramos pedazos.

Y surgió el pensamiento fugaz, loco e infamante -

podría ser contagioso.

 

Le pedí un cenicero, y se mostró contento

de tener que recorrer la casa hasta encontrar uno.

No hablábamos. No entonces. Terminamos de ver

el programa juntos. Renos, osos polares, peces, zancudas,

mariposas y muchos más animales. A veces iban

de un continente u océano a otro. Pero era difícil

prestar atención a lo que tenía lugar en la pantalla.

Mi amigo se pasó en pie, según recuerdo, todo el tiempo.

 

¿Se encontraba bien? Se encontraba bien. Lo que pasaba

es que no podía estarse quieto, eso era todo. Algo pasó

por sus ojos y se volvió a ir. «¿De qué demonio hablan?»

- quería saber. Pero no esperó la respuesta.

Se puso a hablar algo más. Le seguí torpemente

de habitación en habitación mientras él hablaba del tiempo,

su trabajo, su ex mujer, sus hijos. Pronto, suponía él,

tendría que decirles… algo.

«¿Voy a morir de verdad?

 

Lo que más recuerdo de aquel espantoso día

es su inquietud, y mis cautelosas palmaditas - hola, adiós.

Siguió moviéndose hasta

que llegó a la puerta delantera y se detuvo.

Miró hacia afuera y retrocedió como asombrado 

de la luz que había fuera. Una mancha de sombra

de su cerca partía el camino. Una sombra

del garaje caía sobre su césped. Me acompañó al coche.

Nos estrechamos la mano, le dí otra palmadita. Suavemente.

Entonces se dio la vuelta y se alejó

entrando rápidamente, cerrando la puerta.

Su cara apareció detrás de la ventana, luego desapareció.

 

De ahora en adelante no parará. Viaja día y noche,

sin cesar. Hasta que llegue a un sitio que sólo él conoce.

Un lugar del Ártico, frío y gélido. Donde piensa:

Esto será lo bastante lejos. Este es el sitio.

Y se tumba, porque está cansado.              

 

UN INFORME

 

Empezó a escribir el poema en la mesa de la cocina,

una pierna cruzada por encima de la otra.

Escribió durante un rato, como

si el resultado sólo le interesara a medias.

No era como si en el mundo no hubiera suficientes poemas.

En el mundo había poemas en abundancia. Además,

había estado meses fuera.

Ni siquiera había leído un poema en meses.

¿Qué modo de vivir era este? ¿Un modo de vivir

donde un hombre está tan ocupado que ni puede leer

poemas?

Eso no es vivir. Luego miro por la ventana,

hacia la casa de Frank, colina abajo.

Una casa bonita situada cerca del agua.

Recordó a Frank abriendo su puerta

todas las mañana a las nueve en punto.

Salía a dar uno de sus paseos.

Se volvió acercar a la mesa, y no cruzó las piernas.

 

La noche anterior le contó

la muerte de Frank, Ed, otro vecino.

Un hombre de la misma edad que Frank,

y buen amigo de Frank. Frank y su mujer

veían Canción triste de Hill Street,

el programa de televisión favorito de Frank.

Cuando Frank dio un par de boqueadas,

y un salto en su butaca - «como si le hubieran

electrocutado».

Así de rápida fue su muerte.

Se quedó sin color. Estaba gris, se ponía negro.

Betty salió de la casa corriendo en bata. Corría

a casa de un vecino donde una chica estudiaba

para enfermera. ¡La chica estaba viendo el mismo

programa! Volvieron corriendo

a casa de Frank. Frank ya estaba totalmente negro,

en su butaca, delante del televisor.

Los policías y otros personajes desesperados

se movían en la pantalla, alzando la voz,

gritándose unos a otros, mientras esta vecina

tumba a Frank en el suelo. Le abre la camisa. Hace su

trabajo.

Frank era la primera víctima de verdad

que tenía que atender.

Sitúa sus labios

en los gélidos labios de Frank. Los labios de un muerto.

Labios negros. Negras su cara y manos. Negros sus brazos.

Negro también su pecho donde estaba abierta la camisa,

exponiendo los escasos pelos que allí crecían.

Tiempo después sabría hacerlo mejor, pero ahora seguía

apretando sus labios a los del muerto. Luego dejó de

golpearle

con los puños muy cerrados. Aprieta sus labios de nuevo

a los de él, una vez y otra y otra. Hasta cuando

estaba claro que no se iba a recuperar, seguía haciéndolo.

Esta chica, les golpeaba con sus puños, llamándole

todo lo que se le ocurría. Lloraba

cuando se lo llevaron. Y alguien apagó

el aparato, desapareciendo las imágenes inquietas.         

 

SENCILLO

 

Un claro entre las nubes. El perfil

azul de las montañas.

El amarillo oscuro de los campos.

El negro del río. ¿Qué estoy haciendo aquí,

solo y lleno de remordimientos?

 

Continúo como quien no quiere la cosa terminando

el tazón de frambuesas. Si estuviera muerto,

me acordaría de mí, y no las podría

terminar. No es tan sencillo.

Es así de sencillo.   

 

A LA ESCUCHA

 

Era una noche como todas las demás. Vacía

de todo excepto de recuerdos. Creía que

iba a llegar al otro lado de las cosas.

Pero no llegaba. Leyó un poco

y oyó la radio. Miró por la ventana

durante un rato. Luego subió. En la cama

se dio cuenta de que había dejado la radio encendida.

Pero de todos modos cerró los ojos. Dentro de la

profunda noche, cuando la casa navegaba rumbo al oeste,

se despertó al oír murmullo de voces. Y se estremeció.

Luego comprendió que sólo era la radio.

Se levantó y bajó. De todos modos

tenía que mear. Afuera llovía un poco.

Las voces de la radio murieron y luego volvieron

como desde muy lejos. Ya no era la misma emisora.

La voz de un hombre dijo algo de Borodin

y de su ópera El príncipe Igor. La mujer

a la que se lo dijo estuvo de acuerdo, y se rió.

Empezó a contar de qué trataba la obra.

La mano del hombre se apartó del mando.

Una vez más se encontraba en presencia del

misterio. Lluvia. Risas. Historia.

Arte. La hegemonía de la muerte.

Se quedó allí, a la escucha.      

 

CIERRAS LA PUERTA POR FUERA LUEGO TRATA DE ENTRAR

 

Muy sencillo. Saliste y cerraste la puerta

sin pensarlo. Y cuando te das cuenta de

lo que has hecho es demasiado tarde.

Si esto suena como la historia de una vida, estupendo.

 

Llovía. Los vecinos que tenían

una llave no estaban. Intenté y volví a intentar

abrir las ventanas. Miré hacia dentro,

al sofá, las plantas, la mesa

y las sillas, el estéreo.

La taza de café y el cenicero me esperaban

en la mesa de cristal, y mi corazón

iba a ellos. Dije: Hola, amigos,

o algo parecido. Después de todo,

no estaba tan mal.

Peores cosas habían pasado. Ésta

incluso era un tanto divertida. Encontré la escalera.

La cogí y la apoyé contra la casa,

Luego trepé bajo la lluvia a la terraza,

balanceándome sobre la barandilla

y probé la puerta. Que estaba cerrada,

claro. Pero de todos modos miré dentro.

Mi mesa, algunos papeles, y mi silla.

Era por la ventana del otro lado

de la mesa por donde miraba

cuando me sentaba a aquella mesa.

Esto no es como abajo - pensé.

Esto es otra cosa.

Y había algo que mirar, nunca visto,

desde la terraza. Estar allí, dentro, y no estar allí,

ni siquiera pienso en cómo puedo hablar de eso.

Pegué la cara al cristal

y me imaginé allí dentro

sentado a la mesa. Alzando la vista

de mi trabajo de cuando en cuando.

Pensando en otro sitio

y otra época.

En las personas a las que entonces quería.

 

Me quedé allí durante un momento bajo la lluvia.

Considerándome el más afortunado de los hombres.

Incluso cuando me atravesó una oleada de pena.

Incluso cuando me sentí violentamente avergonzado

por lo que iba a hacer.

Rompí aquella hermosa ventana.

Y entré.  

 

VIEJOS TIEMPOS

 

Dormitabas delante del televisor

pero todavía no te habías ido a la cama

cuando llamaste. Yo estaba dormido,

o casi, cuando sonó el teléfono.

Querías contarme que habías celebrado

una fiesta. Y que me echaron de menos.

Era como en los viejos tiempos,

dijiste, y te reíste.

La cena fue un desastre.

Todos estaban borrachos perdidos a la hora

en que se sirvió la comida. La gente

lo estaba pasando bien, muy bien,

estupendamente bien, hasta

que alguien se llevó a la novia

de otro arriba. Entonces

alguien agarró un cuchillo.

 

Pero te pusiste delante del tipo

cuando iba a subir

y hablaste con él, calmándole.

Se evitó el desastre por poco,

dijiste, y volviste a reír.

No te acordabas de mucho más

de lo que pasó después.

La gente se puso sus abrigos

y empezaron a irse. Tú

te debes de haberte quedado unos minutos

delante del televisor.

 

De todos modos, tú estás en Pittsburgh,

y yo aquí en este pueblo del otro lado

del país. Te apeteció llamarme para decirme hola.

Dices que estabas pensando

en mí, y en los viejos tiempos.

Dices que me echas de menos.

 

Fue entonces cuando me acordé de

aquellos viejos tiempos y de cenas muy serias.

Cuchillos alrededor esperando.

Acostarse en la cama esperando no volver a despertar.

 

Te quiero, dijiste.

Y luego un sollozo.

Agarré el auricular como

si fuera el brazo de un amigo.

Y me apeteció abrazarte.

Yo también te quiero.

Dije eso, y luego colgamos.    

 

MESOPOTAMIA

 

Un despertar antes de la salida del sol,

en una casa que no es la mía.

Oigo la radio sonando en la cocina.

Jirones de niebla al otro lado de la ventana

mientras una voz de mujer lee las noticias, y luego el tiempo.

Oigo eso, y el sonido de carne

cuando ésta entra en contacto con mantequilla en la sartén.

Escucho un poco más, medio dormido. Es igual,

aunque no lo era, que cuando yo era niño y quedaba en

cama,

a oscuras, oyendo llorar a una mujer,

y una voz de hombre se alzaba enfadada, o desesperada,

mientras la radio no dejaba de sonar. En vez de eso,

lo que oigo esta mañana es al hombre de la casa

que dice: «Cuántos veranos me quedan?

A ver, respóndeme a eso» No hubo respuesta de la mujer,

o yo no la oí. ¿Pero qué podía responder,

dada la pregunta? En un minuto

oigo la voz de él hablando de alguien que creo

que se ha ido: «Ese hombre podía decir,

¡Ay, Mesopotamia!

y conseguir que el público se partiera de risa».

Me levanté y me puse los pantalones.

Suficiente luz en el cuarto para poder ver 

donde estoy, al fin. Soy un hombre mayor, después de todo,

y estas personas son amigos míos. Las cosas

no les van bien en este preciso momento. O

les van mejor que nunca

porque se han levantado temprano y hablan

de cosas importantes

como la muerte y Mesopotamia. En cualquier caso

me siento impulsado hacia la cocina.

Pues muchas cosas misteriosas e importantes

están pasando aquí esta mañana.  

 

DONDE EL AGUA SE UNE A OTRAS FUENTES

 

Adoro los arroyos y la música que crean.

Y las corrientes, entre prados y cañas, antes

de que tengan oportunidad de hacerse arroyos.

Incluso pueden gustarme por su misterio. ¡Casi olvidaba

decir algo de la fuente!

¿Hay algo más maravilloso que un manantial?

Pero las grandes corrientes también me encantan.

Las bocas abiertas de los ríos cuando se unen al mar.

Los sitios donde las aguas se unen

a otras aguas. ¡Esos lugares permanecen

en mi mente como lugares sagrados!

Los adoro como otros hombres adoran a los caballos

o a las mujeres atractivas. Me pasa una cosa

con esta fría agua veloz.

Con sólo mirarla se me acelera la sangre

y se me eriza la piel. Puedo estar sentado

mirando estos ríos durante horas.

Ninguno es igual que otro.

Hoy tengo 45 años.

¿Me creería alguien si dijera

que una vez tuve 35?

Tuvieron que pasar cinco años más

antes de que volviera a latir.

Me llevará todo el tiempo en que me complazco esta tarde

antes de dejar mi puesto a la orilla del río.

Me gustan, adoro los ríos.

Los adoro hasta su misma fuente.

Adoro todo lo que me hace crecer.        

 

CIRCULACIÓN

 

Y al fin todos están reunido

Louise Bogan

 

Para cuando empecé a notar dolor

y desperté, la luz de la luna

inundaba el cuarto. Tenía el brazo paralizado,

sujeto como un viejo ancla bajo

tu espalda. Estabas soñando,

dijiste luego, que llegabas pronto

a un baile. Pero después

de un momento de ansiedad, estabas perfectamente

porque en realidad era un mercado

callejero, y los zapatos que llevabas,

o no llevabas, eran los adecuados para eso.

 

«Ayúdame» - dije. Y traté de alzar

el brazo. Pero allí se quedó, doliéndome

incapaz de alzarse por sí solo. «¿Qué te pasa?»

- y me quedé mudo, inmóvil.

Le gritamos, y aumentó el miedo

cuando no respondió. «Se me ha dormido» -

dije, y al oír estas palabras

comprendí lo absurdo que era. Pero

no conseguía reír. Nos las arreglamos,

entre los dos, para levantarlo. Este no es mi brazo -

es lo que seguía pensando cuando

le dimos golpes, lo pellizcamos, y

lo devolvimos a la vida.

 

Nos dijimos pocas palabras uno al otro.

No recuerdo qué. Lo que suelen decir

para tranquilizarse las personas

que se quieren entre sí

dada la hora y la extraña

situación. Recuerdo

que señalaste que había suficiente

luz en la habitación cómo para que

distinguieras ojeras en mi cara.

Dijiste que necesitaba dormir de un modo más regular

y estuve de acuerdo. Fuimos uno detrás del otro

al cuarto de baño y volvimos a la cama

por nuestros sitios respectivos.

Nos tapamos. «Buenas noches». -

dijiste, por segunda vez aquella noche.

Y quedaste dormida. Quizá

dentro del mismo sueño, o de otro distinto.

 

Quedé tumbado hasta que rompió el día, manteniendo

los dos brazos sujetos encima del pecho.

Moviendo los dedos de cuando en cuando.

Mientras mis pensamiento hacían círculos,

volviendo siempre adonde habían partido.

Ese hecho ineludible: hasta cuando

emprendimos este viaje

había otro, mucho más extraño,

que todavía debíamos hacer.       

 

ASIA

 

Es bueno vivir cerca del agua.

Pasan los barcos tan cerca de tierra

que un hombre podría alargar la mano

y arrancar una rama de uno de los sauces

que aquí crecen. Corren caballos

por la orilla, en la playa.

Si los hombres de a bordo quisieran, podrían

hacer un lazo con una soga y lanzarlo y llevarse

uno de los caballos a cubierta.

Algo que les haga compañía

en su largo viaje a Oriente.

 

Desde mi terraza puedo observar las caras

de los hombres mientras miran los caballos,

los árboles y las casas de dos pisos.

Sé lo que piensan

cuando ven a un hombre saludando con la mano,

su coche rojo a la entrada.

Le miran y se consideran

felices. Qué misteriosos deseos

de buena suerte, piensan, les manda

cuando van rumbo a Asia. Estos años de hacer

trabajos ocasionales en almacenes o en los muelles,

o simplemente pasear por el puerto

se han olvidado. Esas cosas les pasaron

a otros, a hombres más jóvenes,

si es que pasaron a alguien

Los hombres de a bordo

alzan sus brazos y devuelven el saludo.

Luego se quedan quietos, sujetos a la barandilla

salen de debajo de los árboles al sol.

Permanecen como estatuas de caballos.

Observan cómo pasa el barco.

Contra la playa. Y en las mentes

de los caballos, donde

siempre es Asia.  

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Itinerario. LIbro de Poesía. De: Gilberto Aranguren Peraza

Itinerario. LIbro de Poesía. De: Gilberto Aranguren Peraza
En nuestro día a día, perdemos de vista las cosas sencillas de la vida, el autor Gilberto Aranguren, a través del género poético, construye imágenes que conforman la interioridad de su mundo, le da importancia a cada aspecto de su vida y elige con cuidado aquello que le parece valioso y que pueda marcar totalmente la diferencia, él sabe que hay un mundo en su interior invisible para los demás y que cada evento exterior representa una ventana a su interior, ¡sus poemas son su reflejo!

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Los ruidos de la casa

LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”