Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

La casa

Cintio Vitier

Sin sentirlo salí a la noche plena 
y comprendí ardiendo que era 
mía. 

¡Era mía, me llamaba
con sus brazos, ojos, labios, luminarias 
encendidas! 

Ahora sé que voy a ella, 
da lo mismo si con alma o con materia 
desasida.

Saldré de la distancia 
y el deseo. ¡Entraré en mí casa 
viva! 

José Emilio Pacheco 


(Una estación de amor)
Ha desaparecido, ella también, la casa en donde jamás entré y no  voy a ver nunca. No fue el escenario del amor sino su epílogo en un otoño a mitad de otra década sombría. Estaban prohibidas las relaciones entre adolescentes aún sin edad formal para ser novios. Sobre ellas pendía el terror de la sexualidad inmencionable.
El deseo era obra de Satanás. Su  cumplimiento alcanzaba un precio infernal: un embarazo a los catorce años, un matrimonio urgente en vano disimulo de la ignominia. Para la niña quedaba abolido el casamiento con alguien que iba a comprar tanta belleza a cambio de una gran fortuna y un buen apellido. Para mí, un consultorio o un  despacho posibles rodarían sepultados por  la necesidad de mantener a la nueva familia con el trabajo de urgencia en una tienda o en un taller mecánico, o bien la venta puerta a puerta de utensilios domésticos.
La moral infundida desde el bautismo se hundiría en el naufragio de las ilusiones familiares. Las esperanzas de la clase media quedarían arrasadas por la intervención diabólica del cuerpo. El cuerpo, la criatura estúpida y bestial a la que, como no cesaban de recordarnos en la escuela y en la iglesia, San Francisco llamó «el hermano asno».
El único recurso fue la  clandestinidad a plena luz del día. Gracias a las amigas de la niña era posible vernos unos minutos a la salida de la escuela. A veces lográbamos abrazarnos y besarnos en la calle sin nadie, atrás del paraíso cerrado lleno de árboles y flores. El edén fue abolido: hoy ocupa su lugar un monumento al gran fracaso mexicano.
 Nuestro mayor desafío era caminar tomados de la mano por Insurgentes. En ese tramo de la avenida no queda una sola piedra de entonces. Por todas partes hallábamos la mirada condenatoria de los adultos.
Al cumplirse el breve plazo nos despedíamos en la esquina. Jamás sabré cómo era su existencia tras la puerta de su casa. En diciembre sus padres se fueron y se la llevaron nadie sabe adónde. N sus amigas ni yo volvimos a  tener noticias de ella.  La Ciudad de México es el otro Cañón del Sumidero: sus aguas jamás devuelven lo que se precipita en sus abismos.
Me pregunto dónde estará la niña de entonces en este otro planeta de ahora, cómo habrá vivido segundo a segundo las décadas veloces y lentísimas que ancianizaron a los adolescentes de aquel otoño sin memoria.
Esa pareja irreal fue por una estación de amor la más nueva del mundo, la primera del mundo. Inmune a las devastaciones, la casa siguió en pie durante muchos  años como prueba de que todo aquello no fue una fantasía. Al ser demolida todo se ha afantasmado. Tanto tiempo después y ya cerca del fin, ahora sí he perdido a la niña para siempre. 
 
Ramón Palomares


Eternamente advertidos:
No permanecerías más, casa.
No tendrías más tus horcones en tierra.
No estarías como asentamiento de tierra.

La casa estaba girando, girando,
igual que viento;
cargada por aves.
Por las rojas gallinas,
el gallo de cola extensa y azul,
las perdices mínimas en la hierba,
los cardenales de encanto.
Toda removida la casa.
Desprendiéndose de la tierra,
subiendo, con alas, con vuelo.

Y lentamente, igual que alzada por un bebedor.
Su techo dando al muro del cielo,
Sus paredes para el límite de la luz.
Igual que el rapto de una mujer
arrancada de su asiento por un jinete celeste.
Contra los rayos
hurgando hacia arriba;
bella en su vuelo como si se asentara con lentitud.
Halada por las aves
huye.  Sus piernas más nunca aquí.
Asciende ligera, cruzando el sol,
internándose como un cuchillo,
como la piedra que rompe las telas al día.

Extraños penetrarán su zaguán,
pero si palpan sus piedras se volverán perros,
si tocan su zócalo se tornará sangre.
Los extraños, vestidos de telas  primorosas,
con amplios ojos para abrir las gladiolas,
con sueños para desenterrar las monedas allí habidas.
Pero las cortinas de la sala estarán quemadas,
azules de sombra las rejas.
Ni una rosa fresca. Ni una violeta dulce al corazón.

Sus techos allí, detenidos, en las frías estrellas,
a la llegada de los inviernos;
bajo lluvias o sobre los caballos de nube.
Las aves detenidas.

No ríe. No ama la noche. Las gentes
no comen allí. No están de protectoras.
Antes era un lago. Antes era
un amplio patio para jugar.
Donde se reía y lloraba.
Sus matas están cubiertas por trapo oscuro.
El altar está sin velas.

¿Qué fue de aquellos ojos, aquella mano
velada tras la celosía, encubierta por amor
al extraño, echada después al olvido?
¿Qué fue de aquel jarrón de regalo,
transportado desde tierras de otra maravilla,
cubierto por temor a su pérdida?
¿Qué fue de los domésticos?
¿Y el calor de los fogones, las llamaradas
cuyo gasto hizo algún claro del monte?
¿Qué del azar allí corrido,
jugado allí por fuertes y hambrientos?
¿Qué de los esplendores,
de los asesinatos de la pasión,
del roce del odio?
Los extraños abrirán la puerta, la de aldabas brillantes.
Penetrarán.

Allí la casa. Allí, huida.
Más triste que el humo de los vestidos del desposorio
quemados por el viudo.

Y de bandeja lanzada al aire,
de copa arrojada,
de pocilio alzado para tomar,
la casa de antes, arrastrada por las aves,
halada por otro poder,
subiendo.
Pero todo estaba advertido.
Todo  previsto.

La casa se fugaba
porque la casa era para no tenernos.
La casa para la huida, la huida de siempre.
Como una carreta. Como inventada
para desilusión.

Como un polvo que atraviesa con esplendor
e ilumina, hecho palmas, a la media noche.
Huye. Arrancada.
Llevada como un palio en lo alto.
No son las aves.
No son las estrellas.
Y tampoco se asentará más allá.
Todos advertidos:
Se va la casa. Huye.
No estará más asentada en tierra.
Es igual que humo.
Cruza, extraña al peligro,
igual que una lanza tirada para siempre,
fija en el vuelo hacia el blanco;
la casa que huye
como un esplendor hacia otras noches.

 
Juana de Ibarbourou 

Mi casa es vieja y amplía como un monasterio
Con un raro perfume de reposo y misterio;
Risueña de  jazmines y severa de pinos
Blanca  como una abuela tejedora de linos.

Cuantas veces me encuentro sedienta y fatigada
Torno a ella lo mismo que oveja descarriada,
En busca de descanso,  en  demanda de  abrigo
Contra el camino largo, contra el viento enemigo.

Mi casa es  un remanso  donde me lleno  de  oro
Las  manos  alocadas que tiran su tesoro
Por  todos los senderos.  Mi  casa es una  abuela
Que para darme alientos constantemente vela,

Y se aroma de nardos  y  enriquece de trigos
Y de jilgueros  nuevos y corderos amigos
Para decirme luego:—Olí, cansada, reposa
Que he  ungido ya tu cama con fragancia de rosa.

¡ Ah, loca, loca, loca que el tesoro desdeñas
Y siempre con las cosas inaccesibles sueñas!
¡Ah, loca, loca, loca
Que una miel inhallable buscas para tu boca.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”