Playa Pedro González. Isla de Margarita. Venezuela |
“Lejos
de la ciudad,
esta
luz me devuelve el cuerpo postergado...”
Paisaje solar. N.S
Cuando llegué un mar
inmóvil se desperezaba en luciérnagas solares, llevadas a la orilla por la leve
brisa. El sol lo ocupaba todo: mar y arena, árboles y personas, montañas y
casas, todo era parte de un gran espejo blanco reverberante.
Estaba en la playa de
Pedro González, destino escogido por mí para cortejar al silencio, en una
soledad buscada que me concediera el ejercicio sosegado de algunos pequeños
ritos que me sustentan en el día a día.
Procuraba así un
espacio-tiempo que hiciera posible que la letra de algún poema se manifestara,
o que esa otra forma de escritura que es una postura de yoga se revelara en mi
cuerpo-alma. Buscaba, en fin, un poco de gracia en la mirada interior.
Es que creo que a veces
sentimos una profunda necesidad de permanecer en silencio, en la plenitud de
nuestra presencia; esos auspiciosos momentos permiten una expansión creativa y
espiritual que al estar distanciada de la cotidianidad pueden derivar en
experiencias únicas y, como tales, memorables.
En esa ocasión tal
espacio-tiempo lo encontré en la isla de Margarita, en una semana que viví (no
digo pasé) en la calidez de una posada enfrentada al mar, y que forma parte del
llamado bulevar del valle de Pedro González, una media luna que sabiamente
sigue la forma de la bahía.
El bulevar está
constituido por casas concebidas con esa arquitectura tradicional nuestra,
generosa en las proporciones, con zaguanes largos que florecen en verdores, y
que en esta geografía oriental son construcciones hermanadas con el sol. Así,
las amplias ventanas acogen aquel descaro de luz, cuyo influjo sobre los
intensos colores en paredes, puertas y postigos, hacen que reverbere en verdes,
turquesas, rosas y naranjas.
Siempre ha llamado mi
atención el uso dispendioso de los colores que hacemos en este trópico; creo
que los pueblos de sol le rinden una perpetua ofrenda en muchas de sus
manifestaciones vitales y en la cotidianidad de la existencia.
Como siempre sucede
cuando dejamos nuestros patios habituales, el inicio es de descubrimiento: un
ubicar nuestra humanidad en el paisaje, un comenzar a sentirnos parte, al menos
temporalmente, de esa geografía y modos de vida.
Al primer amanecer, me
encontré con una playa solitaria, un arco azul acogido por la blancura de la
arena, solo limitado en los extremos por un entretejido de rocas y arbustos,
inicio de las estribaciones del valle allá lejos dibujado.
Hacia el horizonte, el
cielo y el mar conjugaban el azul en todos sus tonos creando a cada instante lo
infinito.
En el bulevar, en
bendito silencio en esos días no feriados, los puestos de venta de empanadas,
unos perros que luego supe eran omnipresentes, y los visitantes esporádicos,
completaron la imagen en ese primer vistazo expectante de la playa.
En los días
subsiguientes, aquel inicial esbozo se fue llenando de los múltiples matices
que da la convivencia con la naturaleza y los pobladores, a medida que aquella
deviene en vía regia hacia la contemplación.
Lentamente comencé a
sentir que mi ritmo interno se acoplaba a ese paisaje de mar y sal, de melodía
perfecta en sus silencios y rumores, y aun en sus estridencias; así, en esos
días pude acompasar también mis pequeños ritos a los de los elementos.
En ocasiones como estas
comienza uno a vivir ralentizados los minutos, que se alargan milagrosamente a
la par que el vocerío interior se va acallando por la llamada contundente del
entorno.
Cada día en Pedro
González comenzaba con el silencio primordial que es una playa solitaria: no es
difícil imaginar entonces los orígenes del mundo, siente uno la propia
pertenencia a todos los reinos naturales que aprendimos en la escuela.
Con los albores de la
mañana, asentaba mi particular reinado en un extremo de la playa, en la
blancura de una toalla sobre la arena aún azulosa de amanecer; sentía una sutil
alegría de comenzar a dibujarme en el espacio, en formas que, lo sé, me
pacifican, me religan con algo superior y sí, creo que me acercan más a Dios.
Frente al sol naciente, un guerrero afianza sus pies con
firmeza en el terreno, abre sus brazos en cruz apuntando su imaginaria espada
de luz hacia el infinito, en el este, en tanto la mirada se funde con la punta
del estoque; luego el guerrero se transmuta y se hace uno con la luna, trazando
ahora con su cuerpo un medio arco: una mano reconoce su terrenalidad y se apoya
en la arena, la otra sabe de lo eterno y se eleva recta hacia el cielo.
Voy siendo luego árbol, grulla o águila, danza silente en la
brisa marina.
Pero el sol ya viaja
alto en el cielo, y es hora del otro imprescindible alimento; en el bulevar, ya
las señoras alientan con empeño el fuego de calderos humeantes, donde flotan en
un mar, este de aceite, unas empanadas que son el condumio favorito de la
mañana.
Hace un momento también
comenzaron a llegar algunos visitantes a la bahía. Toldos, sillas y demás
enseres, van armando transitorios aposentos desde donde lanzarse a la ventura
marina. Los menos sedentarios o de ánimo expedicionario inician de inmediato el
reconocimiento de rigor; los más contemplativos, al llegar se instalan en su
atalaya.
Cumplimentado el cuerpo
en su requerimiento, mis pasos me llevan siguiendo el borde de la playa, hasta
sus extremos de verdor, pequeñas enramadas blanqueadas de sal, como todo lo que
habita el paisaje.
La sal, metáfora de la
vida, crea su señorío en todo lo que toca; llevada en carros de mar y viento,
nada ni nadie escapa a su bautizo.
En las casas, una sutil
y paciente veladura duerme en puertas y ventanas, hasta que un día el cuchillo
salado abre las venas de la madera o suelta con algún chillido los goznes que
la sujetan.
Si es en la playa, el
maridaje de la sal y el agua crea materias diversas para sencillos goces
estéticos: ramas caídas o lanzadas al mar devienen en pequeñas esculturas;
conquistadas por el asedio pertinaz del oleaje, se hacen dúctil objeto de
sinuosas oquedades, formas oblongas y suaves al tacto, docilidad ahora devuelta
a la orilla.
A su lado, por la misma
rutina del mar, es posible encontrar también vidrios multicolores convertidos
en elemento amable, de bordes ahora afines a la piel, pequeñas joyas de
artificio.
Ah, pero sobre todo, en
su cercanía nuestra total humanidad es bautizada: la piel en todos sus poros y
oquedades recibe el mineral sacramento, y lo salobre de la lengua adereza las
palabras y los besos.
En mi camino, paso luego
por un islote de miríadas de conchas y caracoles que forman pequeños
promontorios, torrecillas y terrazas, especie de diminuta ciudad de nácar al
borde de la playa.
Nunca he sabido si estos
espacios para el asombro son cementerios o más bien viveros; si esos frágiles
cuerpos calcáreos nacen en las profundidades de alguna nebulosa marina, y al
final son llevados a la costa, o más bien son concebidos en la ardorosa unión
del mar y la arena en las riberas.
Cerca de la urbe
iridiscente, me tumbo mirando al cielo, y siento en mi espalda los registros
que la mar más alta dejó en el arenal, huellas escalonadas de la subrepticia
incursión oceánica cada noche.
Al contacto con mi piel
cada grano húmedo de arena se individualiza en su dura redondez, y es posible
escuchar el sonido que hacen en su trueque entre ellos, galaxia en movimiento
adosada a mi cuerpo.
Arriba en el techo del
mundo, las nubes oficiosas diseñan su bestiario del día.
Más tarde me asomo
cautelosa al agua, que alebresta de inmediato al cuerpo acalorado; mientras
tanto, la carne tan viva de los pies reconoce el lecho marino de donde un día,
en un tiempo ya inmemorial, salió en jugos y materia de vida.
Con premura soy
convocada a todos los juegos del desenfado: del retozo recuperado en cabriolas
con el agua, hasta la suma placidez que es acoplarse a su ritmo; así, flotando
en mansedumbre, mi cuerpo ligero sigue la cadencia rítmica de la ola, verso
rimado en clave de agua.
De cara al sol, el mundo
es entonces un leve rumor, un vaivén acompasado y una mirada naranja bajo la
cúpula cerrada de los párpados.
Pacificada, colmada de
todos los elementos, sé ahora que en mis huesos y mi sangre anidan esta misma
sal y la arena que en este instante hace una moldura de mi cuerpo; cuesta
pensar que soy distinta a lo que me rodea... En este mar titilante de sol deshilachado/el mundo se me expande,
recuerdo mi origen./En la espuma y la sal que la hace encaje sonoro/ soy
azulillo con la ola./En mi mano un vitral minúsculo de arena me refleja/y
conmigo a todo el universo./ La brisa arisca que me disuelve/ahora mismo
estremece a otras galaxias/...
Transcurrida la mañana,
llega la pura incandescencia de la tarde; se paraliza la brisa y con ella el
mar, que ahora semeja una lámina radiante.
Con el latido inexorable
del sol, es menester perseguir la sombra de toldos y matas de almendrones, que
cobijan la languidez de los cuerpos cansados; yo me adormezco bajo la sombra
acida de un uvero de playa.
Avanza el atardecer, y
ya cercano el final del día, salen del agua los últimos visitantes que dan por
finalizada la jornada marina; las voces giran de nuevo en el aire, como cuando
llegaron a Pedro González, pero ahora acompañando al gesto de recoger avíos y
preparar la partida.
Rápidamente el sol
dibuja en su descenso una ceja flameante, solo segundos dura su ruta de alumbre
hasta el mar; ya en su cercanía, el horizonte suelta sus hilos dorados.
La bahía entra así en
ese momento indefinido que es un atardecer maduro, cuya magia obedece a no
saber si amanece o anochece; es un raro paréntesis atemporal. Siento que este
es un tiempo de inflexión también para mí, especie de compás de unión entre la
naturaleza, su creador y la criatura que soy.
Pero la hora gloriosa
tiene nuevos dueños. Los niños del pueblo llegan en grupo, y en un solo
alboroto se lanzan al oleaje. En pertenencia natural al agua, hacen de ella un
parque de diversiones: ahora bravos jinetes sobre las olas, más tarde jugando
al escondite en los oscuros rincones marinos o buscando en afán a la víbora de
la mar.
Con los niños reaparecen
los perros, que se arrojan y salen del agua siempre en una loca carrera, los
ojos desorbitados en una extraña mezcla de espanto y júbilo. Siempre me ha
parecido curiosa su forma tan humana de vivir la experiencia marina.
Más adelante con el
avance de la noche, solo ellos, los perros, permanecerán rondando la playa en
sus juegos con la luna. Me gusta imaginar que bajo la luz plateada se
transmutan en aquellos otros canes de que nos habla Camus «.. .los perros
blancos que hace rodar el mar...», en la idílica Tipasa.
Además de los niños y
sus perros, otros seres afines en la alegría comparten el imperio del
atardecer. Precedidos por la algarabía, grupos de pájaros ciegos se
entrecruzan, en un vuelo caótico al inicio, que alguna inteligencia organiza
gradualmente hasta que encuentran su destino en ese fin del día.
Los árboles cercanos
esconden murmullos que se acallan poco a poco, a medida que los grises
decoloran al paisaje y la sombra creciente nivela todas las cosas; a lo lejos,
la silueta juguetona de los niños retirándose, pone fin al jolgorio en la
bahía.
Al mismo tiempo, la
lámpara de la luna se enciende en lentitud y su luz comienza a labrar caminos
en el agua.
Descubro luego que ya el
bulevar es también soledad: como obedeciendo a una orden, se han cerrado todas
las puertas, y apenas unas luces aquí y allá hablan de sus habitantes.
En ese temprano
recogimiento el silencio se derrama sin contención: hasta los pájaros han
enmudecido y solo de vez en cuando se escucha el zuás rasante de algún
murciélago; a la luz de un lejano farol su sombra alada se agiganta en el piso
de cemento del bulevar.
A pesar de esa y otras
sombras inquietantes, aún me quedo descifrando el silencio; necesito sentir la
densidad oscura de este momento frente al mar.
Instantes después, el
rumor de las olas se prende definitivo a la noche; si durante el día su
presencia sonora era perenne telón de fondo, ahora es omnipresencia
contundente.
La noche-mar ya es el
mundo.
Mientras, la oscuridad
en su vientre de ónix guarda todo y, no sin cierta pesadumbre, me retiro a la
posada a buscar otros resguardos, otras certezas.
Ah, pero a pesar de la
fatiga, los párpados aún preñados de luz se niegan al descanso, aunque la piel
hinchada de sol y de sal, busca ahora el reposo.
Al final mis ojos se
cierran en cabalgadura de sueño, que me llevará hasta otro amanecer en la playa
de Pedro González.
Mientras tanto respiro
la oscuridad, respiro en el vaivén de la ola. Respiro.
Me duermo en paz.
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