Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

jueves, 1 de julio de 2021

Metanoia

 

Young Man de Gerda Wegener (Dinamarca, 1886 - 1940)

 

Metanoia

Autor: Gilberto Aranguren Peraza 

Una mirada inconclusa, apostada y sin nombre, se alojaba en la sábana fantasmal que hacia el denuncio del recodo invisible que daba a la ventana. En lo oculto el crucifijo de madera, resignado a las horas que desaparecían. Una estancia distraída y mal pintada, un juego de cortinas por donde deambulaban simulaciones de viejas carreteras, empolvada y aventajada de años. El miedo acalambrado ante la intolerancia y perplejidad de lo patético se recluía acongojado en la habitación. No sabía enfrentar la retahíla de expresiones que la mujer postrada decía con su rostro. Había llegado de tan lejos para descubrir un espanto colocado en la cama, y una serie indescifrable de vías y utensilios propios de la enfermería: una inyectadora, frascos de innumerables colores y un escarabajo pernotando entre el sucio y el polvo de la mesita que se adjuntaba a un lado de la enferma.

Apresurada, una joven se acerca y revisa con cuidado la bolsa abombada que cuelga dejando caer, lentamente, la sustancia: un líquido cristalino que se derrumba, suavemente, en un minúsculo depósito y que, por acción misteriosa de la gravedad, recorría unas diminutas mangueras hasta depositarse; sin querer, él se imaginaba recorrer las venas, mientras pensaba que los hospitales hacían a la gente buena, en cambio a los que visten de blanco las emociones se le adornaban.

La enfermera lo miró con sumo cuidado, se inmiscuyó en la mueca pueril que fijó al entrar, era vana e innecesaria, prácticamente estúpida, como si hubiera salido de una película de navidad. Una mirada asombrosa se producía al arquear las cejas, pobladas y perfectamente diseñadas. Su rostro pálido denotaba una tranquila y serena angustia. La perfección del continente hacía de aquel ser un terrible monstruo consumido en la necesidad. Así, sus labios, su nariz, sus ojos, sus mejillas y su frente eran un grito forzoso de afecto. Era hermoso, pero a la vez la belleza se difuminaba en un color aparatoso refugiado en el dolor y en la incertidumbre, y de este modo se acuclillaba ante los ojos de la enferma que observaba con un recelo maldito y desesperado.   

Buscó la mano, caía de un lado cubierta de una serie de vías y moretones. Miró a la enfermera como pidiendo respuesta: ¿Es su hijo? – preguntó de forma directa y sin tapujo. ¡Sí! – respondió sin miramientos. ¿Quién la cuida en las noches? – preguntó, mientras acariciaba la mano cubierta de oscuridad. ¡Nadie, viejo! – respondió algo entristecida – en las noches sólo duerme. Se queda íngrima y sola. Sin compañía alguna, siempre es bueno que alguien se quede con ella – dijo la enfermera demostrando una sensibilidad algo inusual en las artistas de esta profesión. - ¿Me podré quedar yo? – preguntó un algo inquieto. ¡No! – Dijo la enfermera de forma tajante y sin miramientos como lo expresan todas las enfermeras del mundo – ¡En las noches sólo se pueden quedar mujeres! A veces vienen las damas de la Legión. Vienen y se quedan, acompañándola a ella y a otras. ¿Tiene usted un familiar femenino que la pueda acompañar?

No sabía que responder ante aquella peculiar interrogante, sostenida en nada más y nada menos en incongruentes estímulos sociales que fueron pervirtiéndose con el tiempo ¿Quién inventó esa norma? ¿De dónde sale la idea para estimar una norma de este calibre? Nadie piensa en la posibilidad de los hijos. Se ha creído que las hijas, las hermanas, las madres son las verdaderas nodrizas de los enfermos. Con una sonrisa en la boca y una cálida piel en los labios la enfermera se embrujaba al oír decir: ¡Sí, mi hermana Doris!... Ella va a venir a partir de esta noche. Dijo con una breve solemnidad. ¡Doris! – exclamó algo asombrada. ¡No sabía que la señora tenía una hija! pero bien… lo importante es que una mujer venga y la acompañe… - dijo en forma melancólica.

 

Aún el reloj no daban las siete, cuando por la puerta entraba una mujer con una tez bronca, pero de una sonrisa que dejaba la extraña sensación de la duda. El olor de los cabellos y el de la piel eran contenidos perfectos de aromas extraídos de frutas múltiples. La estancia se aromatizó hasta cubrir cada rincón. La enfermera sedujo la mirada de la dama y entre las dos colgaron el secreto.

La naranja y la vainilla se entremezclaron asentándose en configuraciones del aire. La habitación se convirtió en una masa estupefacta. La enfermera miraba extrañada a la breve mujer que aparecía ante sus ojos. Era sencilla, amable. Elegante, sobria. Era perfecta. Las miradas de las tres mujeres violaron la presencia de la araña que se posaba en una pared. La enferma divisó la grieta transparente que se hizo entre ella y la joven mujer que apareció de repente. ¡Era su hija Doris! la misma que ella un día anhelaba, pero que perdió en el rostro del hijo.

Su hija era fina ¿Se habrá casado? ¿Tendrá hijos? ¿Habrá amado? ¿Se habrá deleitado en la pubertad con la fragancia del primer amor? ¿Habrá poseído la fiebre inquebrantable que trastoca el débil corazón de las niñas? ¿Habrá entendido a tiempo que el amor posee un carácter imaginario y trastornado? ¿Sabrá que el sexo no ocurre entre cuerpos sino que es una rendija que se destapa en las metáforas? ¿Se le habrá ocurrido que el sexo es una simple metáfora y que a veces se convierte en una fatua idea de un punto inverosímil de la vida? ¿Dónde y con quién habría tenido su primera experiencia? ¿Quién era Doris? ¿Quién era aquella mujer sublime que decía ser su hija? ¿En dónde estaba ella como madre cuando nació? ¿Dónde estaba ella como mujer cuando esa hija, salida de la nada y entregada en su ausencia, aparecía sin máscara en el escenario de la vida? ¿Dónde estuviste Doris estos años?

Para Doris el instante representaba la totalidad de la vida. Era un momento único e inesperado. Aunque había suficiente para la transformación en lo sensible y en la ternura, no tuvo la oportunidad de constituir en ella los mitos de virginidad, esposa, enamorada y amante. Todo aquello fue una breve ilusión de una mujer que contuvo las ganas. Toda su oportunidad como fémina fue no sólo una fantasía. Hasta ese día que convirtió lo ficticio en una adecuada realidad. Aquí era el momento para el uso de la máscara. Se escondería de la madre para no sentir el desprecio y de la imagen del padre terrible que siempre ahuyentó lo femenino del hijo. Hoy era mujer y atendería a su madre desde la condición liberada. En ella había un principio que estimaba que el cuerpo aprendía lo que el alma anhelaba. Por lo que su intento femenino de exaltarse ante la sociedad no había sido del todo un fracaso. Su cuerpo era el de una verdadera mujer.

 

Día y noche, silenciosamente, se mantuvo una tranquila compañía, que generó una relación mágica y fascinante. En sus adentros, la madre dejaba que el odio disminuyera, y la afectación hacia Doris se convertía en una gracia experimental. Se transformaba a medida que la realidad cambiaba y se deshacía, y el caos en la percepción se asomaba, convirtiendo el estado amoroso, donde la comprensión del significado era un acto sacrificial, en instantes donde se perpetuaban sensaciones de afectos jamás vividos. De modo, que en la mente de la anciana comenzaron a huir las diversas constelaciones nemotécnicas de episodios del pasado, mientras tanto las miradas tiernas de Doris, en conjunto con sus palabras suaves, hicieron posible un breve discurso silencioso del amor. Tanto las palabras como las miradas, incomprendidas por los demás, se resbalaban como el lenguaje adquirido en soledad, de acuerdo al motor engendrado en el dolor. Todo se difuminaba y empezaba de nuevo y la transformación se presentaba como una nueva oportunidad.

Doris anhelaba la recuperación de la madre, estaba de acuerdo que algo inusitado se había desarrollado en su vida, estaba de acuerdo que la mirada distorsionada era mejor que cualquier realidad fantasiosa. Las miradas surgieron como el único recurso de atracción y aguardaban el instante para obtener el reconocimiento como la mujer del mundo, la auténtica amante.

Entre ellas se inició el viaje fantástico del amor. Sintiendo en el cuerpo el hálito extraño de estar sin remordimientos. Sentían pasión mutua al abordar el cuerpo con la suavidad de la esponja en el momento del baño, de la comida y cuando el infausto detalle de la hora en que el cuerpo avisaba de la llegada de lo innecesario. Para ello, Doris se entregaba hasta asear la piel, sus nalgas, su intimidad. El color de la madre se aclaraba y una tenue sonrisa cómplice se deslizaba por la mejilla. Había reconquistado el espacio vacío de su maternidad y la hija había aparecido para entusiasmar al destino con su obra.

Doris llegaba a oscura a la casa y ahí se acobijaba en la sombra del hermano inventado. Él nunca existió, ni en la memoria materna, ni en la vista larga de su imaginación. La muerte temprana del hermano la hacía una mujer delicada en el tiempo y austera en el espacio. No era la mujer, porque nada de lo vivido podía asentar la feminidad anhelada. Susurraba en la almohada cualquier idiotez de su masculinidad como vehículo del recuerdo de lo que intentaba alcanzar sin premio. Más fácil era ser mujer en la dicotomía, ahí era sensible y esperanzada.

La madre murió una tarde en que el sol se escondía para atravesar la lluvia. A su lado condujo las lágrimas de la anciana hasta un pañuelo sedoso y seco. La despedida fue austera y marginal. No hubo perdón, ni seducción, sólo un tenue delicado abrazo que subyugaba la tragedia de haber sido un hijo de la menopausia.

Convertida, definitivamente en mujer, salió y abrazó el día liberándose para siempre de las amarras de la vergüenza. No hacía falta del sexo para sentir, ella era la integración genuina de un sexo único e inventado que la llevó a sentarse en la orilla del camino y llorar hasta cansarse.

 

domingo, 27 de junio de 2021

El delirio de la vergüenza

 

Lady Godiva de John Collier (Reino Unido, 1850 - 1934)

 El delirio de la vergüenza

Autor: Gilberto Aranguren Peraza 

 

La vergüenza

camina despacio por el río

se lava la cara

del horror


pálida viene

cruza 

mueve sus dientes


esconde la risa


de regreso sin nada entre las manos

espinosa

lleva en sus hombros

la carga más estúpida: la soberbia.


Mientras los versos de amor

lloran desesperados

en un rincón y en silencio


un día en las cavernas

hogar de las fibras sagradas

de la humanidad

se recordarán los susurros de alcohol

en los oídos

evaporados en el respeto entre las pieles

 

a tientas va la pobre

escurrida a través de esta colmena.

 

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En nuestro día a día, perdemos de vista las cosas sencillas de la vida, el autor Gilberto Aranguren, a través del género poético, construye imágenes que conforman la interioridad de su mundo, le da importancia a cada aspecto de su vida y elige con cuidado aquello que le parece valioso y que pueda marcar totalmente la diferencia, él sabe que hay un mundo en su interior invisible para los demás y que cada evento exterior representa una ventana a su interior, ¡sus poemas son su reflejo!

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”