Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cuento: Al pie de la ciudad de: Manuel Mejías Vallejo

 

 

Manuel Mejías Vallejo (Colombia, 1923 - 1998)

 

Al pie de la ciudad

 

de: Manuel Mejías Vallejo

 

(1956)

- ¡Trae la cabra, muchacho! – se oye una voz que rueda hasta el cauce lleno. Y otra voz, ahora infantil, sube tropezando por los barrancos:

- ¡Ya voy!

El niño soba con la palma de una mano los ijares del animal, cuyos ojos lamen con suavidad las cosas, largo rato. Su paso trepa los riscos, y la ubre roza las hierbas untándolas de leche y vaho tibio.

En un descanso de la loma se detiene la cabra para comer hojas de una rama. El niño aguarda que los belfos escojan los retoños recién brotados para que ella rumie después mientras la ordeñan. Siempre fue así. Y más ahora, cuando el recental murió ahogado al arrastrarlo las aguas crecidas por el invierno.

“—Estas lluvias nos ayudan — dijo el padre, días antes—; cuando merme la corriente pescamos la mercancía que arrastre”

Así dijo el padre, y el niño saldría con él a buscar baratijas entre las piedras y en los hoyos de los desagües. También asegurarían los enormes canastos que sirven de cernidor. Luego, en el fondo, hallarían lo que una ciudad grande tiene para perder: monedas que se le caen a los transeúntes por los enrejados de las alcantarillas, anillos, o aretes, o prendedores que dejan ir por lavamanos y baños las señoras. En una ocasión él, mientras arrebata la cabra, encontró una piedra fina que dio de sonreír al padre. Desde entonces ejercieron con mayor empeño la profesión de buscadores de desperdicios. Por eso el padre estuvo alegre con las lluvias torrenciales, y exclamó: “Cuando merme el raudal hallaremos buena mercancía”.

Pero el niño estuvo triste porque ese raudal ahogó al cabrito, y ahora las ubres revientan de leche sin el espumoso afán de aquella trompa punteada. Por eso ahora quiere más a la cabra y siéntese un poco hijo de ella. A veces mascaba hierba y caminaba en cuatro patas, y arrimaba el rostro a la ubre, deseoso de balar para decir al animal que se sentía en algo hijo de él y así consolarlo por el recental muerto en los desagües crecidos.  

Cuando la cabra termina de mascar las hojas de la rama, vuelve su cabeza para mirar suavemente al niño. El niño se llena de ternura, y acaricia a la cabra bajo los ijares. La cabra permanece quieta, asequible su posición junto al niño. El niño se le arrima y habla en lenguaje inventado por él, mitad voz, mitad balido. La cabra mira barranco abajo, hacia los desagües con mirada que apacigua la loma. El niño recuesta su cabeza en los ijares. Son tibios y se hinchan con la respiración apacible. Una mejilla da a la ubre y la salpica la leche al gotear de las tetas blandas. El niño sonríe al calor de esas entrañas, pero se entristece al recordar al cabrito ahogado en los desagües. Le gustaba verlo raboteando alegremente aferrado a los pezones henchidos. Y cuando su padre le dijo: “El cabrito se ahogó en el Río”, él lloró, y fue a buscar inútilmente el pequeño cadáver, como hacía cuando, con su padre, iba a buscar alguna joya o monedas en el fondo del cauce y en los pedregales orilleros.

De los desagües para arriba quedan los barrancos. Y cauce arriba, tras los barrancos, está la ciudad. Para él, ciudad es edificios altos, mucha gente, muchos carros. A veces acompañaba a su padre cuando éste subía a vender el producto de su trabajo: un anillo, chispas de arete, eslabones de cadenitas de oro, medallas descurtidas. Los compradores miraban con desconfianza, y, sin muchas preguntas, de mala gana, pagaban a su padre con qué obtener un par de pantalones, dos o tres libras de carne y arroz, unos kilos de frijol y maíz.

“Por aquí se van las monedas cuando la gente pierde”, explicó cierto día su padre señalando una reja de la alcantarilla. Sabía que, al llover, el agua arrastraba por los caños tales objetos. Por eso comprendió la alegría de su padre, cuando dijo:

“Estas lluvias nos traerán buena mercancía”.

Pero también sintió irá dolorosa porque esas lluvias, al aumentar el caudal, habían ahogado al cabrito, y ahora la leche rociaba las malezas, y la ubre se veía sola sin aquella trompa punteada. Sin embargo, a su manera quería esas aguas turbias que venían de tantos rincones de la ciudad y traían baratijas u objetos finos para la familia. El mismo ayudó a su padre a cavar nuevos canales, zanjas cruzadas; así podían hurgar en el fondo y sacar todo lo que relucía. En ocasiones era necesario atarse pañuelos a la nariz, pero de esa brega dependían todos, no sólo su familia, sino otras cuyos ranchos trepaban por los barrancos hasta mucho más abajo de la ciudad. Era un trabajo honrado y difícil. Otros robaban. Es verdad que a veces, cuando hundían sus pies en las aguas sucias, sentían vagamente que eran desperdicios de la ciudad, que de pronto salían al aire de las alcantarillas, que rodaban botados a la inclemencia de los barrancos. Arriba estaba la ciudad, ellos más abajo, arrojados por ellas. Sin embargo, la ciudad daba de comer, daba trabajo, y no la maldecían. Pero el mundo del niño eran los matojales de la loma, esos deslizadores de tierra amarilla, y su cabra. Antes también era el cabrito. Pero el cabrito desapareció en una de las zanjas que labrara con su padre en el desemboque de las aguas negras.

Era una labor dura y honrada. Sin embargo, nunca decían que trabajaban en eso. Algo les hacía callar. Únicamente lo comentaban entre las familias que vivían en los barrancos, en la tierra de nadie, abajo de la ciudad. Su familia y otras más. El Río lo llamaban. Si alguien decía: “aguas negras”, guardaban un silencio enojoso. Nunca hablaban de las rachas insufribles que a veces traía el viento. Esa corriente era el Río, y de él vivían, y a sus orillas crecía después, allá arriba, el producto de la búsqueda incansable entre las aguas y en las piedras ribereñas.

-¡Apúrate con la cabra, muchacho! – le repite su padre desde el patio de la casucha, encima, a mitad de la falda.

-¡Vamos ya! – contesta despegando su cabeza y su rostro de los ijares y de la ubre. La cabra mira a los desagües y bala con ternura, su cabeza extendida hacia la ausencia del crío. El niño dice: “Se ahogó el cabrito allá, en las zanjas que yo y mi papá hicimos. Se lo llevaron las aguas crecidas, por eso está sola, sin el crío” – y vuelve a acariciarle la ubre, sintiéndose otra vez algo hijo de ella, un poco recental con ganas de leche. Entonces arriba su boca a una teta y empieza a chupar. La cabra se deja, y aparta los remos traseros para dar más libertad a la ubre y al niño. La leche fluye tibia y amorosa del pezón, resbala por las comisuras. Es sabrosa la leche de cabra, suave la ubre plena, amables los ijares que se hinchan dulcemente con la respiración. Ella permanece inmóvil, otra vez madre de un pequeño ahí, aferrado suavemente a la ubre llena de leche.

La voz del padre se deja oír, brava, allá sobre el barranco:

-¿Qué pasa, muchacho? ¿Traes la cabra o bajo yo?

-Voy, papá ¡Ya vamos! – responde el niño, irguiéndose y azuzando delicadamente a la cabra, que reemprende camino hacia el estrecho patio de la casa.

Así sucedió meses atrás. Porque un día la cabra apareció mascando hierbas de la loma. “Mire lo que encontré en los desagües”, dijo en ese entonces el niño cuando llegó a la casucha empujando al animal. Pensaba que era un ternero barrigón, manso y un poco extraño.

“Es una cabra. La perdería su dueño”, dijo el padre; “en cualquier rato viene a llevársela, o ella misma regresará”.

Desconcertado, el niño giró su cabeza de la cabra al padre, del padre a la cabra.

“Le pediré al Niño Dios una cabrita igual”, dijo, pero rectificó, insinuando otra posibilidad.

“Mejor, pediré al Niño Dios y Papá Noel dos cabras para el que la perdió y así me quedo con ésta. ¿No te parece?”.

Era un trato justo. El padre no quiso decir nada. Vio a su hijo salir abrazado al animal, que parecía a gusto con él, tomando pala, azada y canastos, se dirigió a los desagües.

Todas las tardes pasaron junto cabra y niño. El niño miraba azorado a los rodaderos de gente por sí el dueño volvía. “De noche no vendrá” se tranquilizaba, pero temía que el animal se perdiera en la oscuridad, barrancos abajo, o regresara al sitio de donde vino.

Se rascaba la cabeza sentado en una piedra, hasta que se vacío la oscuridad y él mismo formó parte de la noche. Cuando volvió a la casucha, la madre estaba inquieta. Y el padre. El niño también, con aire de culpabilidad. Nadie dijo nada. Después el niño se revolvía en su rincón, bajo la colcha de retazos, sin conciliar el sueño. Algo le remordía. Al fin, ya muy entrada la noche, preguntó a su padre:

“¿Se embravaría Dios si yo amarrara un lacito a la pata de la cabra?”.

“No se embravaría Dios por eso”.

“¿Y si también amarrara el lacito en una estaca?”

 En medio de la oscuridad de su cuarto, el padre imaginó a la cabra allá abajo en la loma, imposibilitada para huir; entonces sintió ganas de llorar. Sólo dijo, abiertos los ojos al techo:

“Dios no se enojaría, muchacho”.

Y nunca averiguarían de dónde vino la cabra. Simplemente un día apareció mascando ramas en los barrancos y se quedó en la familia.

En lo alto, contra el cielo gris, se destaca la figura del padre: alta, flaca, impresionante. El sombrero de paja oscurece el rostro y mancha de sombra la camisa remendada. El hombre – lo sabe el niño – ha estado huraño desde la víspera, cuando llegaron a la ciudad unos extraños. Alegó, protestó, rabió hasta la noche. Después se juntaron muchas familias del barranco. Los niños jugaban, ajenos a la preocupación de los mayores.

-No podremos defendernos – había dicho el padre la víspera.  

-¡Diablos! – comentaron otros, echando hacia atrás los sombreros raídos.

-Es el último anuncio – dijeron los extraños -. Lo ordena el juez, es la ley, aquí están los títulos de propiedad. Ahora pregunto: ¿a quién hacemos daño? ¿Robamos, pues?

“¡Diablo! Nadie podía imaginarse que estos barrancos tuvieran dueños. Los ocupamos años atrás, y a nadie hacemos mal con los ranchos, ni con las cabras. Las aguas negras no pertenecen. De nadie era el Río”.

Volverán los extraños. Los extraños también era la ciudad. Por los barrancos trepan ahora otros hombres, hacia el rancho del padre. Difícilmente van llegando y se paran a conversar exaltados. El niño dice a uno de ellos, señalando imprecisamente el raudal de aguas negras:

-Allá se ahogó el cabrito. Era mío y tenía orejas pardas.   

El otro mira el cauce y calla. “Todos nos ahogaremos”, dice para sí, y vuelve con los demás a planear la fuga hacia otros barrancos, más abajo todavía.

-Años atrás – dice el viejo – yo tenía mi pedazo de tierra sembrada con maíz y plátano. Maldita la hora en que abandoné las montañas. ¡Maldita la hora en que todos nacimos!

El niño se arrima al viejo y quiere hablar aunque nadie lo oiga, minúsculo en el grupo de tantos amargados:

-Tenemos un pato y una gallina – dice -, y juego con ellos cuando estoy en los caños con mi papá. Yo quiero mucho a los patos y a las gallinas. La gallina pone huevos, pero son para mi mamá enferma. Mi papá dice que algún día se aliviará, y le lleva más huevos de gallina. A veces también le lleva leche de vaca, si puede, y hasta avena en tarros muy bonitos. Yo juego después con el tarro sin avena. El último tarro se lo llevó el Río. Yo estaba triste por haber perdido mi tarro sin avena. El Río también se llevó el cabrito.

Y vuelve a señalar imprecisamente cauce abajo. Otros hombres más suben por los barrancos hasta la covacha. Las voces forman un raudal de ira negra.

-¡Nos echan, pues!

Una ruda solidaridad los aprieta. A veces, cuando se trataba de discutir qué caño tocaba a cada cual, qué desemboque de aguas debía explotar cada uno, se peleaban, y llegaron hasta la riña violenta. Ahora quieren defender su derecho contra la ciudad. Se apretujaban con impotencia rabiosa, ahí, en el patio, en los desfiladeros que dan al Río.

-Allá vienen – dice alguien que acaba de juntarse al grupo y señalando hacia unas callejuelas enmalezadas, hacia las covachas que más arriba desafían los derrumbes. Los hombres se ponen agresivamente nerviosos. El padre hablará a nombre de ellos. Aunque nada queda por hacer, se reprocharían si más tarde no pudieran decirse: “Luchamos hasta lo último”.  

Arde ya en sus rostros la expresión del esfuerzo fallido. También les molesta que extraños vengan y se pregunten: “¿Es posible tanta miseria? Viven como animales, como gusanos del lodo”. Algo de vergüenza se les enreda en su ira el inevitable despojo. Y cuando asoman por uno de los desfiladeros que hacen de camino a la ciudad, se paga el murmullo de voces en agrio silencio que les chisporrotea.

-Cuando yo tenía mi pedazo de tierra, allá, tras aquellas montañas… - comienza el viejo, pero no termina la frase. Nadie escucharía su recordación de greda querendona. Tampoco él desea hablar. Simplemente dijo algo para no callarse ante la proximidad de los extraños, cuyas voces se escuchan y cuyos gestos de incredulidad se tienden hacia los vericuetos de los barrancos. Frente a la silenciosa agresividad del grupo, merman su paso y toman rostros de cumplir un deber.

-Se nos vienen encima – dice el padre, cerrados los puños y los caminos.

-¿Adónde llevamos la cabra?

-A la ciudad, hijo.

El hombre y el niño van, uno junto al otro, por las calles bulliciosas. En cada esquina se detiene el chico y pregunta señalando las rejas del alcantarillado:

-¿Por aquí también caen monedas, papá? Es mucho rodar hasta los desagües de los barrancos. Hasta el Río, allá abajo.

-Es mucho rodar.

La cabra estremece nerviosa los pasos ante buses y motocicletas. No hay ramas en la ciudad, ni barrancos para trepar sin peligro. No hay paisaje. Hay rejas para los alcantarillados, hay monedas que ruedan por las cañerías, hay eslabones de cadenas de oro, hay anillos y aretes que después brillan húmedamente abajo, entre el agua sucia de los barrancos. El niño mira las vitrinas con joyas y alhajas. No hay agua turbia entre ellas. Brillan secas y limpias tras los vidrios, sobre tapetes aterciopelados, en estuches cromados hasta lo increíble.  

-Apúrate, muchacho – dice el padre.

Los pies descalzos del niño dan contra el pavimento. Resbalan las pezuñas bifurcadas de la cabra. El padre hala la cuerda que la aprisiona, y azuza:

-Por aquí, pues.

El sol ha comenzado a arde. Relumbra en los vidrios altos de las ventanas, en las azoteas, en el metal de los automóviles. Cuando pasa un heladero, la sed del niño se le queda mirando.

-Cómprate uno, muchacho – dice el padre y rebusca en sus bolsillos una moneda. El niño sonríe. Le gusta la ciudad. Le gusta los helados. Despapela el suyo y empieza a chuparlo, como si se aferrara a la ubre de la cabra. También sabe a leche dulce y el frío agrada a su lengua. En los barrancos no hay helados para su sed.

El padre se ha sentado en un escaño de la acera, una mano sobre el lomo de la cabra. El niño se acomoda junto a ellos. Con voz endulzada, lamiendo palabras y labios, pregunta:

-¿Adónde llevamos la cabra?

El hombre agacha la cabeza, aprieta la mano sobre el lomo, y rehúye:

-No vamos a tener dónde guardarla. Nos echaron los dueños de los barrancos.

-¿Adónde la llevamos, papá?

El hombre levanta la cabeza, una mano sobre el lomo de la cabra, otra sobre el cabello, enmarañado de su hijo.

-A la carnicería, muchacho.

-¿Hay barrancos en ella?

-No. No hay barrancos en la carnicería.

El niño saca de su boca la punta del helado, se limpia con el brazo, y la pregunta se silencia en la lengua azucarada. Aún no piensa en que lo pueden separar de la cabra. De su cabra. La quiere más desde que ella le dio la leche tibia de sus ubres. Le gusta recordar cómo la blandura del pezón entre paladar y lengua. Le gusta pensar que puede volver barranco abajo, y consolarla del cabrito ahogado en las zanjas que labrara con su padre. Le gusta sentirse un poco hijo de ella, y arrimar el rostro a la ubre henchida, y mamar en la falda, entre las ramas verdes. Pero los echaron de los barrancos, y la cabra no estará con ellos.

-¿Es buen hombre el carnicero? – se resigna bordeando un extremo del helado en el escaño de la acera. El padre calla. Su hijo nunca comprendería.  

-Cuando estemos en otra parte, por ahí – y con amplio gesto de brazos señala todos los suburbios -, tendrás otra cabra, y riscos para que saltes por ellos.

Sabe que nunca habrá otra cabra, ni riscos para ella y el hijo. Ignora dónde se acomodarán después. Ignora dónde se acomodarán todas las familias de los barrancos, allá abajo, donde ruedan los suburbios. Su mundo tendrá una cabra menos, unas ramas menos, un cauce sucio menos. La ciudad habrá de extenderse a su costa, y nadie puede contra ella. La ciudad son hombres firmes que lotifican y cubren cauces de aguas negras y arrojan desperdicios en las afueras. Habrá que buscarse otras covachas, apretujarse con nuevas familias en algún extramuro. La ciudad crece, y los arroja. No habrá barrancos, ni cabras para su hijo. No habrá monedas, ni aretes, ni eslabones de cadenas de oro.

-Mire, papá – reclama el niño -; así hacía él antes de ahogarse – y frunce un ala de la nariz y las comisuras labiales en remedo cariñoso del cabrito. Luego, señalando con brazo curvo el alto volar de los zamuros más allá de las torres:

-Vienen del Río.

-Del Río – habla sin gana el padre hacia el firmamento rayado por el negror de las aves de rapiña. El niño sigue mirándolas, y al recordar el cabrito muerto, su ira infantil adquiere plumas y vuela a las altas alas hasta alguna nube, arriba, hasta el azul más lejano. Pero la ira se endulza en el helado llevado a la lengua, se difuma en los ojos grandes que se abren a los automóviles. Entonces exclama:

-¡Tantos aparatos, papá! En los barrancos no pueden andar carros ni bicicletas.

-No pueden.

Se ahogarían. No lo dicen. Simplemente lo piensan con vaguedad. Nerviosa por el tránsito y el crepitar de vehículos, la cabra tiembla adherida al hombre. Su ubre se ha llenado de nuevo. El niño piensa en ramas verdes a mitad de la falda y el pezón tibio y blando.

-Vamos, muchacho. ¡Vamos, cabra! – dice el padre abandonando el escaño. Aún dista la carnicería, y arde el sol en las espaldas, en el cemento, en los metales.

-Vamos, cabra – trata de aquietar el brío estremecido del animal ante los enormes autobuses y el traqueteo de las motocicletas. Se templa la cuerda que la dirige, se blanquean los nudillos en la mano del hombre. La otra mano aprieta un brazo del pequeño.

-¡Vamos, cabra! – azuza en mitad de la calle, en veleta el rostro ante los vehículos que le chirrían dentro.

-Apártese, bruto! – grita el conductor de un camión rojo, al compás de un seco ruido de llantas y frenos. Apenas tiene tiempo el hombre para salvar al niño. La cabra patalea y puja bajo los hierros del parachoques.

-¡Demonios! ¿No sabe por dónde camina? – vuelve el conductor aventando su cabeza por la ventanilla.

-¡Vea, pues! – dice uno de los curiosos que ya rodean el sitio - . ¿Le tumba la cabra y todavía está reclamando?

En apurado silencio el padre brega por sacar el animal. Un policía se arrima para ayudarlo, sereno ante la argumentación del conductor. El niño ensancha sus ojos oscuros, detenida la respiración en el sollozo. Las bocinas de otros vehículos ensordecen la calle.

-¡Retroceda! – ordena al del carro el policía, sus manos y las del padre en prensa sobre los músculos desmadejados del animal que echa un balido ensangrentado. Cuando se libera, es inútil su esfuerzo por andar. Los remos traseros se han zafado de la paleta.

-Le destrozaron el caderamen – dice alguien, exprimiendo en el ceño su conmiseración. Toma el policía el número de la patente y habla al gentío que se apretuja:

-Circulen. Nada ha pasado…

El pequeño se contorsiona por el dolor de la cabra, siente ganas de balar a lo alto. Algo grande ha muerto dentro de él, bajo el parachoques. No quiere la ciudad. A los barrancos no van camiones, ni motocicletas. Allá hay pájaros sobre las ramas. Hay lomas empinadas por donde subía su cabra. Hay nidos y pichones, y grillos verdes y árboles.

-Nada ha pasado. Circulen – repite el policía a los transeúntes en corrillo. El padre lo mira con resignado asombro mientras levanta la cabra y con ella en brazos se abre camino por los desagües secos de la calle, tras de él su hijo y la mirada de los curiosos.

-Ya no podrá subir los barrancos – solloza la voz del niño.

-En la carnicería la curarán – responde la voz amarga del padre -. Vamos muchacho.

Con miedo arrastran sus sombras, ciudad adentro.

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