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Louise Glück (USA, 1943 - 2023) |
Louise Glück
PRIMOGÉNITA
Traducción de Andrés Catalán
Para mi profesor
I
EL HUEVO
El tren de Chicago
Frente a mí durante todo el trayecto
apenas se movieron: un señor sin más con su cráneo
pelado sobre el apoyabrazos mientras el niño,
con la cabeza entre las piernas de su mamá, dormía.
La ponzoña
que reemplaza al aire invadió el lugar.
Y se sentaban… como si la parálisis que precede a la
muerte
los hubiera dejado ahí clavados. Las vías torcieron hacia
el sur.
Vi la entrepierna palpitante de ella… los piojos hozaban
en el pelo del bebé.
El huevo
I
Todo metido en el coche.
Dormíamos en el coche, dormíamos
como ángeles en los dunosos cementerios,
ausentes. Una semana de carne
echada a perder, los guisantes
reían en sus vainas: nos
escabullíamos. Y luego en Edgartown
escuché cómo mis entrañas
formaron una cuna…
Al lavar la ropa interior en el Atlántico
toqué el mar del sol
mientras brotaba una luz
capaz de devorar el agua.
Tras Edgartown
tomamos la dirección contraria.
II
Hasta que en lo alto más allá
el esterilizador sus manos enormes
hizo pulular, carnívoras,
en busca de una presa. Bajo las cuales,
de blanco chorreante, desnuda
y expuesta al instrumento,
vi las lámparas
converger en sus lentes.
Dramamine. Dejaste
que me atracara. ¿Pero
cuánto? ¿Durante cuánto tiempo?
Tras la cubertería vi
mi cuerpo alargarse como un desgarrón
a lo largo del papel.
III
De noche siempre siento el océano
morder mi vida. Por
la ensenada, en esta red
de bahías, y más. Insalubre.
Y más, entumecida
en las oleadas de burbon
de tu aliento
me hago un nudo…
A lo largo de la playa llegan
los peces. Sin piel,
sin aletas, las desnudas
moradas de sus cráneos
aún fijas, se apilan
con el resto de desechos.
Cáscaras, cáscaras. Lunas
silban en sus bocas,
a través de jadeantes mejillones.
Carne arrancada. Y moscas
como planetas, conchas cerradas
tintinean a ciegas a través
de las verónicas del oleaje…
La cosa
eclosiona. Mira. Los huesos
ceden para dejar paso.
Está oscuro. Oscuro.
Ha traído un cuenco para recoger
los trocitos del bebé.
Día de Acción de Gracias
De habitación en habitación, rodeada por un
anónimo chico sureño de Yale,
iba mi hermana pequeña cantando un tema de Fellini
y haciendo llamadas
mientras los demás íbamos apartando las botas que se
había
quitado o nos sentábamos y bebíamos. Fuera, a un
grado bajo cero, un gato abandonado
comisqueaba en nuestra entrada,
buscando desperdicios. Arañaba el cubo.
No había más sonidos.
Pero la preparación de esa inmensa comida
consoladora se aproximaba cada vez más al horno.
Mi madre
tenía las brochetas en las manos.
Yo la miraba remeter la piel,
como si echara de menos a su prole, mientras pedacitos
de cebolla
cubrían de nieve la trinchada muerte.
Dudar en llamar
Viví para ver cómo te deshacías
de mí. Bregaba eso en mí interior
como peces atrapados en una red. Te vi palpitar
en mis jarabes. Te vi dormir. Y viví para ver
cómo todo eso se iba
al garete. ¿Se acabó?
Vive en mí.
Tú vives en mí. Maligno.
Amor, si alguna vez me deseas, no lo hagas.
Mi prima en abril
Bajo el cerúleo, entre el ruibardo nudoso de su patio se
acuclilla
mi prima para reír con su bebé, para acariciar
su pelada cabecita. Desde una ventana alcanzó a verlos
pulverizar albahaca,
brillante sílice, sirena entre el brocado de estragón
de la tierra o detenerme bajo la sombra alargada
del garaje. El nerviosismo abanico esmeralda
de algún rizoma roza la rodilla de mi prima
mientras una y otra vez se agacha hacia el bebé.
Yo tricoto jerséis para su segundo hijo.
Como si, a lo largo de miles de cenas, no la hubiera oído
mecer su cama
con rabia y pensando en los años que se pasó echada,
atrapada en ese berrinche…
Ah, pero una agitación corporal como la suya tenía que
volver. Entre violetas,
azaleas, alrededor de todo el inminente jardín
ahora con su hijo pasa junto a lo que yo me detuve
a admirar, las primeras fases de las yemas, en la hierba
que brota.
Devolver un niño perdido
Nada se mueve. En su armazón, la flor
rota de un ventilador oscila
lánguidamente, arrastrando su cable, mientras los brazos
delgados de la mujer se enroscan como un atrapamoscas
sobre el niño…
Más tarde, bloqueando la entrada, pegada la lengua
a la porción más ancha de su helado, el niño observa
mientras descubro la otra habitación, el padre ensartado
en unas muletas, esperando a que lo despierten…
Ahora exprimida en agradecimiento la limonada de la
mujer descansa
en mi copa. Mientras, desmenuza incesantemente
su clínex usado hasta hacerlo polvo, sin dejar
de mirar a ese hombre, oyendo el clic,
clic del giratorio huso vacío de ese cerebro…
Día del trabajo
A falta de algo hermoso de su brazo,
me llevó a Stamford, Connecticut, a una granja casi,
la de su familia; luego a recoger a la novia
mastodóntica de Charlie, mientras intentaba
encasquetarme
a un tercer tipo también de vacaciones.
Pero el sábado seguíamos emparejados; lo pasamos
tumbados en aquella enorme área cultivada
hasta que el rocío dejó
mustia la hierba. Como a mí. Johnston, nene, aun puedo
ver
el trébol acribillado, el pelaje de pinchos de abrojo y los
atiborrados
pastos que vomitaban infinitas campanillas. Menudo
chulo.
La herida
El aire forma una costra.
Desde la cama observo
coágulos de moscas, retozos
y risitas de grillos. Ahora
el aire está lleno de grasa.
Me paso el día oliendo los asados
como presencias. Tú
hurgas en tus libros.
Te dedicas a tus cosas.
Las paredes de mi cuarto tienen
un estampado Paisley, como una trama
de embriones. Me acuesto aquí,
esperando su parada.
Mi amor. mi inquilino.
A medida que los arbustos se
aterciopelan, florecen y granan.
Los setos se aterciopelan
y granan y la luz de la luna
borbotea por la gasa.
Cortinas pegajosas. Fingiendo jugar
al Scrabble con la pareja vecina
vi cómo agarrabas tu pieza en blanco.
Ambos están puestos de Nembutal,
la pastilla asesina.
Yo soy inamovible. Con más prudencia,
implorando el gesto de asentimiento,
te ciernes fielmente sobre mí. Cierro
los ojos. Y ahora
la prisión encaja:
cosas en sazón se mecen bajo la luz,
partes de plantas, fragmentos
de hojas…
Cubres el catre
con sábanas. No veo
final. No hay final. Se estanca
en mí. Aún sigue vivo.
Silverpoint
Mi hermana, junto a los pliegues repiqueteantes
del océano Atlántico, absorbe la luz.
Más allá, enguirnaldadas de algas, cadenas y cadenas
de olas se encuentran y desconectan, espuman entre
brazaletes
de aves marinas. Decae el viento. No percibe el cambio
de inmediato. Le llevará tiempo. Mi hermana,
que se revuelve brevemente para colocar
la toalla, se dora como un pollo, al fuego.
Primero de diciembre en Croton – on – Hudson
Acallado el sol. El Hudson
tallado por el hielo.
Escucho el chasquido de los dados óseos
de la grava esparcida. Pálida
como un hueso, la nieve reciente
se ajusta como una piel al río.
Un paréntesis. Íbamos de camino a entregar
los regalos de Navidad cuando el neumático reventó
el año pasado. Sobre las válvulas muertas los pinos pelados
por una tormenta se alzaban con las ramas desnudas…
Te deseo.
II
EL FILO
El filo
Una y otra vez, una y otra vez ato
mi corazón a ese cabecero
mientras mis acolchados gritos
se endurecen contra su mano. Me doy cuenta:
se aburre. ¿Acaso no me trago sus dádivas, no pongo sus
flores
en agua? Sobre el encaje de mi madre lo veo trinchar el
asado
sanguinolento, repartir tajadas a su merced … Siento sus
muslos
pegados a mí por los niños. ¿Recompensa?
Por las mañanas, traumatizada por esta casa,
lo veo tostar sus tostadas y probar
su café, con evasivas. Las sobras son mi desayuno.
Una abuela en el jardín
La hierba bajo el sauce
de la colada de mi hija está encrespada
de lombrices, y el mundo
se mide en filas y filas
de casas insípidas, pintadas para que parezcan reales.
El sol narcotizado del verano en Long Island saca
dibujos de esas mangas vacías, detrás de mi nieto
que chilla en su redil. He sobrevivido a mi vida.
La luz amarilla de la mañana guarnece la hoja del roble
y las nervudas enredaderas se funden con las inalterables
alteraciones
del bebé. Mis hijas tienen las manos de sus maridos.
El mío está enmarcado, apoyado, calvo como un bebé,
sobre sus pianos,
mi hombre formidable. Cierro los ojos. Y todos los vestidos
que he desechado en mi vida regresan a mí, los huecos
de las enaguas de mis hijas… se amontonan; veo flotar
los puros algodones del verano, equivalentes al aire.
Fotografías de la gente en la guerra
Más tarde bajaré la persiana
y dejaré que este fluido extraiga vida del papel.
Te explicaré cómo. Sólo que en lugar
de mostrarte el equipamiento primero compartiré
mi visión del asunto: el ángulo de esa cabeza
sumergida aquí en el fijador, el alma
desnuda en su conjunto; ves, se hace con velocidad
e iluminación pero a lo que me refiero es a que uno nunca
se acerca tanto a alguien a través de la experiencia. Saqué
estas fotografías de la gente en la guerra
hace alrededor de un año: sus manos se abrían hacia mí
como lenguaje; viviendas y tanques borrosos mientras
tanto al fondo.
La viuda del piloto de carreras
Los elementos han desembocado en inquietud.
Espasmos de violetas se alzan sobre el lodo
y las hierbas y pronto los pájaros y los ancianos
empezarán a llegar, desolando
el sur. Pero no me importa. No es doloroso hablar
de su muerte. Me llevo preparando para esto,
para la separación, desde hace mucho. Pero su rostro aún
me asalta, vuelvo a oír a ese coche descontrolarse, al
gentío coagularse sobre el asfalto
en sueños. Y mientras lo miro, siento las piernas como
una nieve
que por fin deja por fin que se vaya
mientras yace desangrándose. Y veo
cómo ni siquiera él logró conservar ese hermoso cuerpo.
Retrato de la reina entre lágrimas
Tal y como mi padre, la difunta estrella, me dijo una vez,
hijo, me dijo, hijo, y mientras tanto
esa fortuna esmeralda maullaba en su meñique,
se regodeaba en el satén sobre sus hombros
con su última esposa, gorda
inadaptada, tan sumamente convencional
que se me echó encima en su Rolls
al tiempo que Muriel, mi madre, desplegaba en la escalera
el acceso de su vestido
antes de que esa fiesta terminara en el jardín.
Donde - ¡a mí, a mí!, negro, recién salido
del horno de México – me dejaban
por mi cuenta hasta el mismo amanecer
cuando los músicos acababan y, muy lejos,
la piscina espumaba de ebrias y tontas muchachillas…
Más allá, en aquella hierba inmóvil
tras los toldos, la exproductoras de
mi padre amontonaba pétalos en su túmulo elevado
mientras mamá sostenía el cuerpo de gasa de alguna
chica sobre sus rodillas… No siempre he vivido así,
¿sabes? Y sin embargo mi trascendental pasado de
lentejuelas
me permite soportar tantas noches chirriantes
y desastres. No me refiero a ti. No, tú, amor,
tienes tanto encanto como esas parejas de bailarines
colocadas
como utilería de mano en el jardín trasero
de mi antigua mansión,
dondequiera que estuviera, o como estaba yo
cuando los mozos de mi madre se alzaban y
emocionaban
como perros ante mí, hacían ofrecimientos,
y las mujeres de corsés rezumantes
se desmadraban… yo también era una propiedad muy
valiosa por entonces.
Poema nupcial
En nuestra luna de miel
nos depositó junto
al agua. Era marzo. La luna
daba bandazos como un reflector, como
los murmullos de él en mi cabeza:
tenía que salirse con la suya. Mientras abajo
en la playa el viento húmedo
roncaba… Quiero
mi inocencia. Veo
a mi familia congelada en la puerta
ahora, inalterada, inalterada. El arroz cuaja
alrededor del coche. Guardo nuestro saco de dormir
en el maletero por diversión, luego, en la parte
más profunda. Rockaway. Dormido trata de abrazarme.
Mi vecino en el espejo
M. le professeur con eminente senilidad
al otro lado del pasillo pone orden a su obra completa
de poesía y prosa. A la vuelta de un día de compras
no hace tanto, lo sorprendí parándose a posar
ante el espejo del rellano en un pomposo medio perfil.
Dado lo inevitable de un encuentro en la escalera
pensé que lo mejor sería sonreír
abiertamente, como si la indiscreción fuera
mutua. Pero la ejecución de su gesto de asentimiento
fue forzada y fraudulenta la infinita politesse de la palma
rosada
enarbolada en forma de saludo.
En cualquier caso, últimamente se han producido ciertos
cambios en su horario. Recibe sin entusiasmo
ahora, y, a juzgar por su basura, apenas come nada salvo
avena.
Mi vida antes del amanecer
A veces por la noche pienso en cómo lo
hacíamos, yo clavado en ella como acero, ella
excesivamente entusiasta sobre la sábana bajera
de rayas (luego la quemé), y me alegró de haberle
dicho – en la cocina mientras cortaba pan casero
(siempre hacía demasiado) –, de haberle dicho: Lo
siento, nena, hasta aquí
hemos llegado. (Descubrí que su mancha se me había
secado en el pelo).
Lloró. Lo que sigue sin explicar mis pesadillas:
igual que su masa fermentada surge a través de la puerta
y chilla: Soy yo, cariño, otra vez a todo color
después de tantos años.
La dama en la habitación individual
Enclaustrada cual caracol y caracola
en Edgartown donde el Atlántico
se levanta para depositar basura
sobre la felpa extensa de la arena y los pedantes
toman el té, en medio de la barahúnda
he conseguido esta quietud periférica,
vadeando solo algunos pasos más abajo
los montones del exceso:
medusas. Pero he visto
el regreso resbaladizo de una que volvía
viscosamente en una ola. Un brillo comercial.
El hotel repleto. Un marinero tímido
y miope me amó hace tiempo, cerca de aquí.
La casa de verano que alquilamos para julio
era blanca aquel año, de tablones
sencillos: él apenas tenía ojos
para los besos, aún trataba de jugar
al cróquet con la familia: como una niña casi,
con el pelo suelto sobre su ramillete
de flores compensatorias. Creí haber superado
el recuerdo. Y aun así su fantasma
tomó cuerpo en el humo del guiso.
Cinco años. In tenebris el corazón catapultado zumba
como Andrómeda. Nadie llama por teléfono.
La tullida del metro
Durante un tiempo pensé que me había
acostumbrado a ella (a la pierna) y apenas oía
ese tocotó, tocotó
sobre madera, cemento, etc., de los arreos
metálicos y me dije que los recuerdos
también desaparecerían, el tictac
de las combas y la bici, la bici
que voló bajo mi hermana, congeló
la luz, retorció su
escozor en un destello de cromo rojo más brillante
que mi aparato ortopédico o más brillante
que la mañana girando más allá se este agujero
inflamado de horror precipitado y de sus finas
botas que pasan centelleando, toda esa cómoda piel de
cabritillo.
Canción de la nodriza
Me toma por tonta. Ese cuerpo de encaje se las arregló
para olvidar
que tengo oídos, ojos; se atreve a soltar a sus novios sobre
su retoño.
Esta tarde me ordenó: «Ponlé al bebé su vestido
de ganchillo», y sonrío. Sin más. Sonrió sin más,
de pasada. Nunca está aquí. Ah, inocencia, tu bañerita
está atascada de cotilleos y ella es un barco a la deriva,
tu madre. No quiere estropearse los pechos.
Escucho a tu papá sordo y entumecido quejándose del té.
Duerme,
duerme, angelino mío, acurrucado con tu osito naranja.
Grita cuando el amante de tu madre te atuse el pelo.
Segundos
Ansiaba, tras tanto tiempo
vacía, lo que tenía él, una frialdad
que (mi niño casi ya un muchacho)
aun me arrastraba hacia ese anillo, esa
bendición. Aunque sabía qué clase
de enfermo era: empapado en ginebra
anuda una amenaza aterciopelada hasta
que retuerce mi brazo, mis palabras; mi niño
está paralizado en la puerta, sin perder detalle,
y luego ese puño veloz pasa volando delante de mi único
hijo, mi vida… me preocupo, me preocupo.
Observo a las vecinas acudir a mí
con sus opiniones. Ahora llena de pastel su
cara blanca flota sobre su taza; sonríen,
mujeres hundidas mientras sorben su té…
por este fuego dejaría que mi casa fuera pasto de las llamas.
Carta de nuestro hombre en época de floración
A menudo un viento del este zarandea
plumosos helechos esmeralda
evocando el decrépito abanico enmarcado
de la tía Rae tal y como
debió agitarse en sus buenos tiempos.
Margaritas amarillas cercan los arándanos. El alarde,
no obstante, es todo exterior. Permíteme que describa la
absoluta
simplicidad de nuestro ámbito doméstico. El agua
barbotea a trompicones en ambos fregaderos, donde
queda
como fiable hielo puro; veteando
el techo, una convención de goteras
hace que nuestra casa acoja cualquier clima. Todo cruje:
el suelo, las persianas, la puerta. Aun así,
tenemos el paisaje más idóneo para mantener nuestra
moral
a flote. Y hasta Margaret se toma las ratoneras en las
molduras
con bastante aplomo. Pero, oh, amigo mío estoy
postergando la epifanía. Anoche,
más agudamente que en cualquier primera vez, sus
blancos
antebrazos, arremangados en encarnizada
batalla con la cena, me traspasaron; lo que vi
fue a Venus entre esas almejas, un puro
Botticelli: jamás conocí una felicidad tan basada en la
verdad.
La celda
(Joanne de Anges, prioresa de las monjas
ursulinas. Loudun, Francia, 1635)
Siempre está ahí. Mi espalda
sobresale bajo el lino: Dios
me dañó; me incapacitó
para guiar, que es lo que hago.
Ellas trabajan, sin embargo, en silencio.
Recorro
el jardín por la tarde, que escondió
delirios en mis hábitos
pues mi ser estaba vacío… pero ÉL lo
hizo, sí.
Padre mío,
echada aquí, escucho
crujir el sol al pasar por el granito
hasta el aire, dentro aún es de noche.
Me escondo y rezo. Y al amanecer,
sola como siempre, puedo sentir los dedos
moverse otra vez sobre mí como una
bendición y el desnudo
monte de la joroba, sereno en la oscuridad.
El isleño
Cariño, te estoy LLAMANDO a ti. No
viajé todos estos años para esto:
tú acechando pollos en los subterráneos,
noches encogidos en los callejones solo para conseguir
ese pellizco… Ah, corazón,
atado a la silla.
La cena se congela en la oscuridad.
Mientras yo, mi príncipe, mi príncipe…
Tu fruto se enciende.
Veo cómo tus manos tiran del racimo.
Carta de Provenza
Junto al fotogénico salto
del puente en el aire
encontrarás un material más interesante.
En julio el sol
realza tu delicada ciudad de los
Papas como siempre, convirtiendo el granito
en oro. El arrabal está en calma entonces,
ahogado de excrementos. Aún así,
sus hijos no son del todo hostiles;
brindan sonrisas
a intervalos con el mayor de los encantos. Les ofrecí
chocolate, ablandado por el calor,
al que se negaban
a acercarse. Oímos que vivían a base de amor.
Memorándum desde la cueva
Oh, amor, pájaro irrebatible,
mis coartadas parduzcas
cuelgan bocabajo
encima del estante
del que penden las ollas
para las que no tengo pollos;
mis mentiras se arrastran por el suelo
como familias pero sus larvas no
abandonarán este nido. He dejado
que la desesperación se acueste
en tu lugar
y mojado
nuestra colcha
de modo que el olor
a podrido de sus dedos
cautelosos persiste, cuando acaba.
Primogénito
Pasan las semanas. Las archivo,
son todas iguales, como latas de sopa sin etiqueta…
las alubias se agrian en su cazo. Observo una cebolla
solitaria
flotar como Ofelia, recubierta de grasa:
tú apáticamente jugueteas con la cuchara.
¿Ahora qué? ¿Echas de menos mis cuidados? En tu jardín
brota
un pabellón de rosas, como hace un año cuando las
monjas
empujaban mi silla de ruedas por el pasillo…
No eras capaz de mirar. Vi
el amor transformado, tu hijo,
babeando bajo el cristal, hambriento…
Estamos comiendo bien.
Hoy mi carnicero maneja su adiestrado cuchillo
sobre la ternera, tu favorita. Con mi vida pago.
La Force
Me hizo ser lo que soy.
Gris, pegada a la cocina
de sus sueños, entre huesos, entre estos
sauces empapados, agachada para enterrar
un bulbo: yo le cuido el terreno. Su orgullo
y su alegría, dijo. Yo de orgullo carezco.
El césped ralea; sobrealimentadas,
sus rosas tardías se ahogan en fertilizantes tras la caseta
de las herramientas. La suerte ya está echada.
No puede comer, no puede subir las escaleras…
mi vida está decidida. La mujer con el sabueso
se presenta pero no saldrá lastimada.
Yo me ocupo de ella.
El juego
Y sin embargo he vivido así durante años.
Todo desde que me dejó: vislumbré la luna redonda
como una aspirina
mientras, por toda la sala, los sinceros murmullos
de los maricas… Veo a mi castigo revolverse en su cubil:
girando sin parar. Sin parar. En algún sitio
debía haber una lección. En Ginebra, la despiadada puta
local
yacía despellejada para la absolución con una membrana
de punto
pegada a la piel. No recuerdo
cómo sucedió lo que vi. El sitio era una pocilga. Se
sentaba
y se hurgaba los pies hasta que llamaban. Como en la
aduana. Esperaba sin más.
III
EL PAÍS DE LA BOCA DE ALGODÓN
El país de la boca de algodón
Espinas de pescado acompañaban las olas frente a
Hatteras.
Y hubo otras señales
de que la Muerte nos cortejaba por agua, nos cortejaba
por tierra: entre los pinos
una boca de algodón desenroscada que pasaba sobre el
musgo
se irguió en el aire contaminado.
El nacimiento y no la muerte es la verdadera derrota.
Lo sé. Yo también me dejé allí una piel.
Vestigios fenoménicos de la muerte en Nantucket
I
Es aquí en Nantucket donde el alma diminuta
se enfrenta al agua. Pero este elemento no es terreno
desconocido;
veo el agua como una extensión de mi mente,
la parte atormentada, y las olas como las olas de la mente
cuando en Nantucket se desplomaban epilépticas
sobre la costa desierta. Veo
una figura embozada cuando estoy dormida que dice:
«Nuestras vidas
son orillas entre el milagro del nacimiento
y el de la muerte. Soy Santa Isabel.
Tengo la cesta llena de cuchillos».
Despierta veo Nantucket, la tierra familiar.
II
Despierta veo Nantucket pero con la campana
de esta voz puedo ofrecerte tañidos de regiones invisibles:
la tercera noche llegó
un huracán; mi Santa Isabel no
vino y nada pudo impedir que la embarcación
alquilada alcanzará su fin predestinado. Olas melladas
de relámpagos hicieron volar mi mástil
desarbolado y yo detrás. No te lo dicen
pero los huesos convertidos en coral aún hieden
entre los tesoros olvidados. He ido más allá
de lo que se oye en una caracola.
III
Más allá de lo que se oye en una caracola, el rugido,
se encuentra el verdadero fondo: una calma infame.
El doctor
tras cerrar la puerta me hizo sentarme, puso lejos de mi
alcance
sogas, armas, y con grandes esperanzas
prometió que Santa Isabel llevaba solamente
alimentos o algunas flores para la caridad, y que yo no
estaba enterrada
bajo la isla de veraneo de Nantucket donde
los animales de la playa habitan en relativa afinidad y paz.
Moscas, caracoles. Despierta veía a esos
seres como ángeles displicentes de la tierra y el aire.
Cuando el amanecer llegue al vasto
IV
y resplandeciente cuerpo blanco del mar en Nantucket
no lo recordaré de otro modo sino que llevaré un
relicario
con el cabello de mi amante en su interior
y caminaré como una novia, y lo llevaré dentro.
Desde estos bajíos se extiende
la merced del mar.
Mi primera casa se construirá sobre estos arenales,
la segunda en el mar.
Temporada de Pascua
No hay apenas sonidos… solo la repetitiva agitación
de los arbustos mientras fragantes temperaturas
embalsaman
nuestra costa. Vi el disperso torrente de gente con sus
palmas.
En Westchester, el azafrán se extiende como un cáncer.
Esto será mi muerte. Siento cernerse las hojas,
prometer amenazas por todos y cada uno de los frentes.
No es real. Descienden la verde vaina de semillas, la
escamosa
paloma del brote. Lo demás se alza.
Recortes
Teníamos códigos
en nuestra casa. Como
con las puertas; dijeron:
Nunca te encontrarás
nuestra puerta cerrada.
Y nunca la cerraron.
Allí estaba su cama,
impoluta como una bañera…
Pasé por delante cada día
durante veinte años, hasta
que seguí mi camino. Mi tarea
era marcar el tiempo. Pegando
reliquias en unos álbumes me vi
a mí misma a los siete aprendiendo
qué era la distancia en el regazo de mi madre.
Mi favorita entre todas las fotos
de mi padre lo muestra rondando los cuarentas
y lleno de lirismo
sobre la cara vacía de su primogénita.
El típico milagro.
La casa en el árbol
De la cadena languidece el cubo, podrido,
donde el pozo fue
enjuagado con turba, mientras alrededor
los juncos crecen desaforadamente por Deer Island
entre esferas congeladas de ácido: recogíamos
bayas. Me pasé el día viendo cómo la tierra
se deshacía en el océano. Sucedió hace tiempo,
y perdidos - ¿qué no lo está? – pedazo del muelle
se van por sus caminos particulares, o se hunden, tras el
agua.
Poco queda. Más allá de esta ventana donde
la albahaca de mi madre se ahogaba
en la ensalada, puedo ver nuestro huerto, con los abetos
tupidos alrededor de sus pájaros. La albahaca florecía
abandonada. Abrid mi cuarto, árboles. La niña ha llegado.
Meridiana
El estrecho de Long Island está
dormido: ningún viento
susurra por la ensenada
bajo la luz mortecina
mientras, estancados
en el horizonte, dos veleros de recreo
aguardan,
la parálisis, o la paz
sea lo que sea, y el sol agotado
se hunde entre insectos que forman
una neblina, mosquitos
que se mecen sobre el océano de fango.
Nieve tardía
Me pasé siete años observando a la vecina
de al lado pasear a su vacía pareja. En mayo él se giró
para ver
a una crisálida dar a luz a su criatura de clínex:
no recordaba lo que eran. Pero cuando hacía bueno ella
lo paseaba de aquí para allá. Y le cantaba con voz suave.
Él gorjeaba desde su silla de ruedas, finalmente
murió el otoño pasado. Creo que los pájaros han vuelto
demasiado pronto este año. Las babosas
han muerto todas en una nevada. Aun así, a pesar de todo,
tampoco ella era joven. Tenían que dolerle las piernas
de empujar su peso de esa forma. Una nieve tardía abraza
el árbol de petirrojo. La vi venir. La mamá se agosta en
su nidada.
A Florida
Rumbo al sur a flote sobre
las maliciosas casitas, a lo largo
de la tierra. Al pasar Carolina, donde
la floración daba comienzo
bajo sus nubes palpitantes, nos dieron de comer
fiambres, gratis. Podíamos elegir.
Más abajo, las estaciones giran; los años
vuelven a enrollarse en el carrete
como una película, y el error aparece,
a escala, silenciosamente. Los letreros
se encienden. Por el pasillo
un anciano tiembla en sueños. Su mente
se recuperará a tiempo. Su salud
lo encontrará en la eternidad.
El barco de esclavo
Señor mío: la navegación con fines lucrativos
cerca de Portsmouth no ha
dado frutos. Los vientos
parecieran reñir con nuestro rumbo y a diario la
tripulación
lloriquea por carne fresca
de mujer o por más sangre. Ninguna ganancia
acumulamos; esta vez temo con razón. No hay
más noticias. Hace una semana
atacamos un mercante repleto de africanos que reconocí
de la realeza, pero su piel llenó de terror los ojos
de mis hombres: contra mi voluntad lo abordaron y en el
lento amanecer de Georgia robaron todo
el oro de su bodega y pasaron a cuchillo al cargamento.
Solsticio
Confines de junio. El sol es
más amable. Los pájaros se deleitan en el sollozo de aire
puro,
embalado desde la costa… Irreal.
Irreal. Veo cómo el remedio
se desvanece en la mosquitera. Fuera, dormitando
en su chiquero, el crío de los vecinos
chuperretea su monstruo de peluche, en el
momento dado. Y ahora empieza el final:
palabras empaquetadas. Él vuelve a musitar su ansia.
El resto está vacío. Drogada, ciega
como un topo ella se tambalea hacia el cerrojo
entre una maraña de pañales. Es Navidad en el reloj,
el preciso, terrible
ascenso de un año, que culmina en hielo.
La ensenada
Me faltan las palabras. La piedra ambulante del océano
regresa turquesa; pequeños animales titilan en una nube
de algas al tiempo que esta o aquella secuencia
de vainas matraquea con total delicadeza en la parra
podrida.
Sé lo que se me escapa entre los dedos.
En Hatteras las piedras estaban adobadas de fango.
Al atardecer el sol goteaba como sangre de un filete,
se hundió, y mi compañero entrelazó sus dedos
con los míos. Wood’s Hole,
Edgartown, el Viñedo con lluvia,
el Viñedo sin lluvia, la lluvia
humeante como nieve en Worcester, como gasolina en la
región
del carbón. Hierba y varas de oro acuden a mí,
el algodoncillo me cubre del todo, y los juncos. Pero este
acertijo
carece de nombre: vi a un bebé ciego intentar
afianzar sus puños en los bucles
del pelo de su madre, y tomar aire. El aire quema,
los sargazos sisean en su cisterna…
Junto a las olas, al borde de la tierra,
frente a la voltereta del sol hacia la muerte,
soñé que tenía miedo y entre la bulla
de las aves, la bulla, el huracán de juncias separadas
dio paso a la tregua del peligro.
Las blancas algas, las blancas cabelleras de las blancas
olas se disuelven en la luz arrasadora.
Y solo yo, Shadrach, regreso sano y salvo.
Saturnales
El año llega a su fin. La loba retira su teta
mientras la guerra carcome el imperio,
más allá de este museo de cera, la ciudad eterna.
Nuestro tiempo pasó. No son
de Roma los señores que se alzan: ahora hacia el norte
algún Vercingétorix de tres al cuarto afila su voluntad.
Una estrella
ha nacido. César
ronca en su pedestal sobre el Senado.
Esto es historia. El hielo atasca los conductos; amigo mío,
me despierto ante la escarcha
sobre el mármol y un frío que los hombres aquí
confunden
con augurios. El mito se contrae. Confiándolo todo
al consuelo, eluden sus labores para orar,
acicalándose para el Juicio. El Juicio fracasa. Un año,
veinte… estamos perdidos. Este mes dan comienzo las
fiestas.
Esclavos designados chupan esas aves chorreantes que
ofrecemos
para asegurarnos la propiedad.
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