Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Poemas de PRIMOGÉNITA de Louise Glück

 

Louise Glück (USA, 1943 - 2023)

Louise Glück

PRIMOGÉNITA

Traducción de Andrés Catalán

 Para mi profesor

I

EL HUEVO

 

El tren de Chicago

 

Frente a mí durante todo el trayecto

apenas se movieron: un señor sin más con su cráneo

pelado sobre el apoyabrazos mientras el niño,

con la cabeza entre las piernas de su mamá, dormía.

La ponzoña

que reemplaza al aire invadió el lugar.

Y se sentaban… como si la parálisis que precede a la

muerte

los hubiera dejado ahí clavados. Las vías torcieron hacia

el sur.

Vi la entrepierna palpitante de ella… los piojos hozaban

en el pelo del bebé.

 

El huevo

I

 

Todo metido en el coche.

Dormíamos en el coche, dormíamos

como ángeles en los dunosos cementerios,

ausentes. Una semana de carne

echada a perder, los guisantes

reían en sus vainas: nos

escabullíamos. Y luego en Edgartown

escuché cómo mis entrañas

formaron una cuna…

Al lavar la ropa interior en el Atlántico

toqué el mar del sol

mientras brotaba una luz

capaz de devorar el agua.

Tras Edgartown

tomamos la dirección contraria.

 

II

 

Hasta que en lo alto más allá

el esterilizador sus manos enormes

hizo pulular, carnívoras,

en busca de una presa. Bajo las cuales,

de blanco chorreante, desnuda

y expuesta al instrumento,

vi las lámparas

converger en sus lentes.

Dramamine. Dejaste

que me atracara. ¿Pero

cuánto? ¿Durante cuánto tiempo?

Tras la cubertería vi

mi cuerpo alargarse como un desgarrón

a lo largo del papel.

 

III

 

De noche siempre siento el océano

morder mi vida. Por

la ensenada, en esta red

de bahías, y más. Insalubre.

Y más, entumecida

en las oleadas de burbon

de tu aliento

me hago un nudo…

A lo largo de la playa llegan

los peces. Sin piel,

sin aletas, las desnudas

moradas de sus cráneos

aún fijas, se apilan

con el resto de desechos.

Cáscaras, cáscaras. Lunas

silban en sus bocas,

a través de jadeantes mejillones.

Carne arrancada. Y moscas

como planetas, conchas cerradas

tintinean a ciegas a través

de las verónicas del oleaje…

La cosa

eclosiona. Mira. Los huesos

ceden para dejar paso.

Está oscuro. Oscuro.

Ha traído un cuenco para recoger

los trocitos del bebé.  

 

Día de Acción de Gracias

 

De habitación en habitación, rodeada por un

anónimo chico sureño de Yale,

iba mi hermana pequeña cantando un tema de Fellini

y haciendo llamadas

mientras los demás íbamos apartando las botas que se

había

quitado o nos sentábamos y bebíamos. Fuera, a un

grado bajo cero, un gato abandonado

comisqueaba en nuestra entrada,

buscando desperdicios. Arañaba el cubo.

No había más sonidos.

Pero la preparación de esa inmensa comida

consoladora se aproximaba cada vez más al horno.

Mi madre

tenía las brochetas en las manos.

Yo la miraba remeter la piel,

como si echara de menos a su prole, mientras pedacitos

de cebolla

cubrían de nieve la trinchada muerte.

 

Dudar en llamar

 

Viví para ver cómo te deshacías

de mí. Bregaba eso en mí interior

como peces atrapados en una red. Te vi palpitar

en mis jarabes. Te vi dormir. Y viví para ver

cómo todo eso se iba

al garete. ¿Se acabó?

Vive en mí.

Tú vives en mí. Maligno.

Amor, si alguna vez me deseas, no lo hagas.

 

Mi prima en abril

 

Bajo el cerúleo, entre el ruibardo nudoso de su patio se

acuclilla

mi prima para reír con su bebé, para acariciar

su pelada cabecita. Desde una ventana alcanzó a verlos

pulverizar albahaca,

brillante sílice, sirena entre el brocado de estragón

de la tierra o detenerme bajo la sombra alargada

del garaje. El nerviosismo abanico esmeralda

de algún rizoma roza la rodilla de mi prima

mientras una y otra vez se agacha hacia el bebé.

Yo tricoto jerséis para su segundo hijo.

Como si, a lo largo de miles de cenas, no la hubiera oído

mecer su cama

con rabia y pensando en los años que se pasó echada,

atrapada en ese berrinche…

Ah, pero una agitación corporal como la suya tenía que

volver. Entre violetas,

azaleas, alrededor de todo el inminente jardín

ahora con su hijo pasa junto a lo que yo me detuve

a admirar, las primeras fases de las yemas, en la hierba

que brota.   

 

Devolver un niño perdido

 

Nada se mueve. En su armazón, la flor

rota de un ventilador oscila

lánguidamente, arrastrando su cable, mientras los brazos

delgados de la mujer se enroscan como un atrapamoscas

sobre el niño…

Más tarde, bloqueando la entrada, pegada la lengua

a la porción más ancha de su helado, el niño observa

mientras descubro la otra habitación, el padre ensartado

en unas muletas, esperando a que lo despierten…

Ahora exprimida en agradecimiento la limonada de la

mujer descansa

en mi copa. Mientras, desmenuza incesantemente

su clínex usado hasta hacerlo polvo, sin dejar

de mirar a ese hombre, oyendo el clic,

clic del giratorio huso vacío de ese cerebro…

 

Día del trabajo

 

A falta de algo hermoso de su brazo,

me llevó a Stamford, Connecticut, a una granja casi,

la de su familia; luego a recoger a la novia

mastodóntica de Charlie, mientras intentaba

encasquetarme

a un tercer tipo también de vacaciones.

Pero el sábado seguíamos emparejados; lo pasamos

tumbados en aquella enorme área cultivada

hasta que el rocío dejó

mustia la hierba. Como a mí. Johnston, nene, aun puedo

ver

el trébol acribillado, el pelaje de pinchos de abrojo y los

atiborrados

pastos que vomitaban infinitas campanillas. Menudo

chulo.

 

La herida

 

El aire forma una costra.

Desde la cama observo

coágulos de moscas, retozos

y risitas de grillos. Ahora

el aire está lleno de grasa.

Me paso el día oliendo los asados

como presencias. Tú

hurgas en tus libros.

Te dedicas a tus cosas.

Las paredes de mi cuarto tienen

un estampado Paisley, como una trama

de embriones. Me acuesto aquí,

esperando su parada.

Mi amor. mi inquilino.

A medida que los arbustos se

aterciopelan, florecen y granan.

Los setos se aterciopelan

y granan y la luz de la luna

borbotea por la gasa.

Cortinas pegajosas. Fingiendo jugar

al Scrabble con la pareja vecina

vi cómo agarrabas tu pieza en blanco.

Ambos están puestos de Nembutal,

la pastilla asesina.

Yo soy inamovible. Con más prudencia,

implorando el gesto de asentimiento,

te ciernes fielmente sobre mí. Cierro

los ojos. Y ahora

la prisión encaja:

cosas en sazón se mecen bajo la luz,

partes de plantas, fragmentos

de hojas…

Cubres el catre

con sábanas. No veo

final. No hay final. Se estanca

en mí. Aún sigue vivo.

 

Silverpoint

 

Mi hermana, junto a los pliegues repiqueteantes

del océano Atlántico, absorbe la luz.

Más allá, enguirnaldadas de algas, cadenas y cadenas

de olas se encuentran y desconectan, espuman entre

brazaletes

de aves marinas. Decae el viento. No percibe el cambio

de inmediato. Le llevará tiempo. Mi hermana,

que se revuelve brevemente para colocar

la toalla, se dora como un pollo, al fuego.

 

Primero de diciembre en Croton – on – Hudson

 

Acallado el sol. El Hudson

tallado por el hielo.

Escucho el chasquido de los dados óseos

de la grava esparcida. Pálida

como un hueso, la nieve reciente

se ajusta como una piel al río.

Un paréntesis. Íbamos de camino a entregar

los regalos de Navidad cuando el neumático reventó

el año pasado. Sobre las válvulas muertas los pinos pelados

por una tormenta se alzaban con las ramas desnudas…

Te deseo.

 

II

EL FILO

 El filo

 

Una y otra vez, una y otra vez ato

mi corazón a ese cabecero

mientras mis acolchados gritos

se endurecen contra su mano. Me doy cuenta:

se aburre. ¿Acaso no me trago sus dádivas, no pongo sus

flores

en agua? Sobre el encaje de mi madre lo veo trinchar el

asado

sanguinolento, repartir tajadas a su merced … Siento sus

muslos

pegados a mí por los niños. ¿Recompensa?

Por las mañanas, traumatizada por esta casa,

lo veo tostar sus tostadas y probar

su café, con evasivas. Las sobras son mi desayuno.

 

Una abuela en el jardín

 

La hierba bajo el sauce

de la colada de mi hija está encrespada

de lombrices, y el mundo

se mide en filas y filas

de casas insípidas, pintadas para que parezcan reales.

El sol narcotizado del verano en Long Island saca

dibujos de esas mangas vacías, detrás de mi nieto

que chilla en su redil. He sobrevivido a mi vida.

La luz amarilla de la mañana guarnece la hoja del roble

y las nervudas enredaderas se funden con las inalterables

alteraciones

del bebé. Mis hijas tienen las manos de sus maridos.

El mío está enmarcado, apoyado, calvo como un bebé,

sobre sus pianos,

mi hombre formidable. Cierro los ojos. Y todos los vestidos

que he desechado en mi vida regresan a mí, los huecos

de las enaguas de mis hijas… se amontonan; veo flotar

los puros algodones del verano, equivalentes al aire.

 

Fotografías de la gente en la guerra

 

Más tarde bajaré la persiana

y dejaré que este fluido extraiga vida del papel.

Te explicaré cómo. Sólo que en lugar

de mostrarte el equipamiento primero compartiré

mi visión del asunto: el ángulo de esa cabeza

sumergida aquí en el fijador, el alma

desnuda en su conjunto; ves, se hace con velocidad

e iluminación pero a lo que me refiero es a que uno nunca

se acerca tanto a alguien a través de la experiencia. Saqué

estas fotografías de la gente en la guerra

hace alrededor de un año: sus manos se abrían hacia mí

como lenguaje; viviendas y tanques borrosos mientras

tanto al fondo.

 

La viuda del piloto de carreras

 

Los elementos han desembocado en inquietud.

Espasmos de violetas se alzan sobre el lodo

y las hierbas y pronto los pájaros y los ancianos

empezarán a llegar, desolando

el sur. Pero no me importa. No es doloroso hablar

de su muerte. Me llevo preparando para esto,

para la separación, desde hace mucho. Pero su rostro aún

me asalta, vuelvo a oír a ese coche descontrolarse, al

gentío coagularse sobre el asfalto

en sueños. Y mientras lo miro, siento las piernas como

una nieve

que por fin deja por fin que se vaya

mientras yace desangrándose. Y veo

cómo ni siquiera él logró conservar ese hermoso cuerpo.

 

Retrato de la reina entre lágrimas

 

Tal y como mi padre, la difunta estrella, me dijo una vez,

hijo, me dijo, hijo, y mientras tanto

esa fortuna esmeralda maullaba en su meñique,

se regodeaba en el satén sobre sus hombros

con su última esposa, gorda

inadaptada, tan sumamente convencional

que se me echó encima en su Rolls

al tiempo que Muriel, mi madre, desplegaba en la escalera

el acceso de su vestido

antes de que esa fiesta terminara en el jardín.

Donde - ¡a mí, a mí!, negro, recién salido

del horno de México – me dejaban

por mi cuenta hasta el mismo amanecer

cuando los músicos acababan y, muy lejos,

la piscina espumaba de ebrias y tontas muchachillas…

Más allá, en aquella hierba inmóvil

tras los toldos, la exproductoras de

mi padre amontonaba pétalos en su túmulo elevado

mientras mamá sostenía el cuerpo de gasa de alguna

chica sobre sus rodillas… No siempre he vivido así,

¿sabes? Y sin embargo mi trascendental pasado de

lentejuelas

me permite soportar tantas noches chirriantes

y desastres. No me refiero a ti. No, tú, amor,

tienes tanto encanto como esas parejas de bailarines

colocadas

como utilería de mano en el jardín trasero

de mi antigua mansión,

dondequiera que estuviera, o como estaba yo

cuando los mozos de mi madre se alzaban y

emocionaban

como perros ante mí, hacían ofrecimientos,

y las mujeres de corsés rezumantes

se desmadraban… yo también era una propiedad muy

valiosa por entonces.    

 

Poema nupcial

 

En nuestra luna de miel

nos depositó junto

al agua. Era marzo. La luna

daba bandazos como un reflector, como

los murmullos de él en mi cabeza:

tenía que salirse con la suya. Mientras abajo

en la playa el viento húmedo

roncaba… Quiero

mi inocencia. Veo

a mi familia congelada en la puerta

ahora, inalterada, inalterada. El arroz cuaja

alrededor del coche. Guardo nuestro saco de dormir

en el maletero por diversión, luego, en la parte

más profunda. Rockaway. Dormido trata de abrazarme.

 

Mi vecino en el espejo

 

M. le professeur con eminente senilidad

al otro lado del pasillo pone orden a su obra completa

de poesía y prosa. A la vuelta de un día de compras

no hace tanto, lo sorprendí parándose a posar

ante el espejo del rellano en un pomposo medio perfil.

Dado lo inevitable de un encuentro en la escalera

pensé que lo mejor sería sonreír

abiertamente, como si la indiscreción fuera

mutua. Pero la ejecución de su gesto de asentimiento

fue forzada y fraudulenta la infinita politesse de la palma

rosada

enarbolada en forma de saludo.

En cualquier caso, últimamente se han producido ciertos

cambios en su horario. Recibe sin entusiasmo

ahora, y, a juzgar por su basura, apenas come nada salvo

avena.   

 

Mi vida antes del amanecer

 

A veces por la noche pienso en cómo lo

hacíamos, yo clavado en ella como acero, ella

excesivamente entusiasta sobre la sábana bajera

de rayas (luego la quemé), y me alegró de haberle

dicho – en la cocina mientras cortaba pan casero

(siempre hacía demasiado) –, de haberle dicho: Lo

siento, nena, hasta aquí

hemos llegado. (Descubrí que su mancha se me había

secado en el pelo).

Lloró. Lo que sigue sin explicar mis pesadillas:

igual que su masa fermentada surge a través de la puerta

y chilla: Soy yo, cariño, otra vez a todo color

después de tantos años.      

 

La dama en la habitación individual

 

Enclaustrada cual caracol y caracola

en Edgartown donde el Atlántico

se levanta para depositar basura

sobre la felpa extensa de la arena y los pedantes

 

toman el té, en medio de la barahúnda

he conseguido esta quietud periférica,

vadeando solo algunos pasos más abajo

los montones del exceso:

 

medusas. Pero he visto

el regreso resbaladizo de una que volvía

viscosamente en una ola. Un brillo comercial.

El hotel repleto. Un marinero tímido

 

y miope me amó hace tiempo, cerca de aquí.

La casa de verano que alquilamos para julio

era blanca aquel año, de tablones

sencillos: él apenas tenía ojos

 

para los besos, aún trataba de jugar

al cróquet con la familia: como una niña casi,

con el pelo suelto sobre su ramillete

de flores compensatorias. Creí haber superado

 

el recuerdo. Y aun así su fantasma

tomó cuerpo en el humo del guiso.

Cinco años. In tenebris el corazón catapultado zumba

como Andrómeda. Nadie llama por teléfono.

 

La tullida del metro

 

Durante un tiempo pensé que me había

acostumbrado a ella (a la pierna) y apenas oía

ese tocotó, tocotó

sobre madera, cemento, etc., de los arreos

metálicos y me dije que los recuerdos

también desaparecerían, el tictac

de las combas y la bici, la bici

que voló bajo mi hermana, congeló

la luz, retorció su

escozor en un destello de cromo rojo más brillante

que mi aparato ortopédico o más brillante

que la mañana girando más allá se este agujero

inflamado de horror precipitado y de sus finas

botas que pasan centelleando, toda esa cómoda piel de

cabritillo. 

 

Canción de la nodriza

 

Me toma por tonta. Ese cuerpo de encaje se las arregló

para olvidar

que tengo oídos, ojos; se atreve a soltar a sus novios sobre

su retoño.

Esta tarde me ordenó: «Ponlé al bebé su vestido

de ganchillo», y sonrío. Sin más. Sonrió sin más,

de pasada. Nunca está aquí. Ah, inocencia, tu bañerita

está atascada de cotilleos y ella es un barco a la deriva,

tu madre. No quiere estropearse los pechos.

Escucho a tu papá sordo y entumecido quejándose del té.

Duerme,

duerme, angelino mío, acurrucado con tu osito naranja.

Grita cuando el amante de tu madre te atuse el pelo.

 

Segundos

 

Ansiaba, tras tanto tiempo

vacía, lo que tenía él, una frialdad

que (mi niño casi ya un muchacho)

aun me arrastraba hacia ese anillo, esa

bendición. Aunque sabía qué clase

de enfermo era: empapado en ginebra

anuda una amenaza aterciopelada hasta

que retuerce mi brazo, mis palabras; mi niño

está paralizado en la puerta, sin perder detalle,

y luego ese puño veloz pasa volando delante de mi único

hijo, mi vida… me preocupo, me preocupo.

Observo a las vecinas acudir a mí

con sus opiniones. Ahora llena de pastel su

cara blanca flota sobre su taza; sonríen,

mujeres hundidas mientras sorben su té…

por este fuego dejaría que mi casa fuera pasto de las llamas.    

 

Carta de nuestro hombre en época de floración

 

A menudo un viento del este zarandea

plumosos helechos esmeralda

evocando el decrépito abanico enmarcado

de la tía Rae tal y como

debió agitarse en sus buenos tiempos.

Margaritas amarillas cercan los arándanos. El alarde,

no obstante, es todo exterior. Permíteme que describa la

absoluta

simplicidad de nuestro ámbito doméstico. El agua

barbotea a trompicones en ambos fregaderos, donde

queda

como fiable hielo puro; veteando

el techo, una convención de goteras

hace que nuestra casa acoja cualquier clima. Todo cruje:

el suelo, las persianas, la puerta. Aun así,

tenemos el paisaje más idóneo para mantener nuestra

moral

a flote. Y hasta Margaret se toma las ratoneras en las

molduras

con bastante aplomo. Pero, oh, amigo mío estoy

postergando la epifanía. Anoche,

más agudamente que en cualquier primera vez, sus

blancos

antebrazos, arremangados en encarnizada

batalla con la cena, me traspasaron; lo que vi

fue a Venus entre esas almejas, un puro

Botticelli: jamás conocí una felicidad tan basada en la

verdad.

 

La celda

 

(Joanne de Anges, prioresa de las monjas

ursulinas. Loudun, Francia, 1635)

 

Siempre está ahí. Mi espalda

sobresale bajo el lino: Dios

me dañó; me incapacitó

para guiar, que es lo que hago.

Ellas trabajan, sin embargo, en silencio.

Recorro

el jardín por la tarde, que escondió

delirios en mis hábitos

pues mi ser estaba vacío… pero ÉL lo

hizo, sí.

Padre mío,

echada aquí, escucho

crujir el sol al pasar por el granito

hasta el aire, dentro aún es de noche.

Me escondo y rezo. Y al amanecer,

sola como siempre, puedo sentir los dedos

moverse otra vez sobre mí como una

bendición y el desnudo

monte de la joroba, sereno en la oscuridad.

   

El isleño

 

Cariño, te estoy LLAMANDO a ti. No

viajé todos estos años para esto:

tú acechando pollos en los subterráneos,

noches encogidos en los callejones solo para conseguir

ese pellizco… Ah, corazón,

atado a la silla.

La cena se congela en la oscuridad.

Mientras yo, mi príncipe, mi príncipe…

Tu fruto se enciende.

Veo cómo tus manos tiran del racimo.

 

Carta de Provenza

 

Junto al fotogénico salto

del puente en el aire

encontrarás un material más interesante.

En julio el sol

realza tu delicada ciudad de los

Papas como siempre, convirtiendo el granito

en oro. El arrabal está en calma entonces,

ahogado de excrementos. Aún así,

sus hijos no son del todo hostiles;

brindan sonrisas

a intervalos con el mayor de los encantos. Les ofrecí

chocolate, ablandado por el calor,

al que se negaban

a acercarse. Oímos que vivían a base de amor.   

 

Memorándum desde la cueva

 

Oh, amor, pájaro irrebatible,

mis coartadas parduzcas

cuelgan bocabajo

encima del estante

del que penden las ollas

para las que no tengo pollos;

mis mentiras se arrastran por el suelo

como familias pero sus larvas no

abandonarán este nido. He dejado

que la desesperación se acueste

en tu lugar

y mojado

nuestra colcha

de modo que el olor

a podrido de sus dedos

cautelosos persiste, cuando acaba.     

 

Primogénito

 

Pasan las semanas. Las archivo,

son todas iguales, como latas de sopa sin etiqueta…

las alubias se agrian en su cazo. Observo una cebolla

solitaria

flotar como Ofelia, recubierta de grasa:

tú apáticamente jugueteas con la cuchara.

¿Ahora qué? ¿Echas de menos mis cuidados? En tu jardín

brota

un pabellón de rosas, como hace un año cuando las

monjas

empujaban mi silla de ruedas por el pasillo…

No eras capaz de mirar. Vi

el amor transformado, tu hijo,

babeando bajo el cristal, hambriento…

 

Estamos comiendo bien.

Hoy mi carnicero maneja su adiestrado cuchillo

sobre la ternera, tu favorita. Con mi vida pago.

    

La Force

 

Me hizo ser lo que soy.

Gris, pegada a la cocina

de sus sueños, entre huesos, entre estos

sauces empapados, agachada para enterrar

un bulbo: yo le cuido el terreno. Su orgullo

y su alegría, dijo. Yo de orgullo carezco.

El césped ralea; sobrealimentadas,

sus rosas tardías se ahogan en fertilizantes tras la caseta

de las herramientas. La suerte ya está echada.

No puede comer, no puede subir las escaleras…

mi vida está decidida. La mujer con el sabueso

se presenta pero no saldrá lastimada.

Yo me ocupo de ella.

 

El juego

 

Y sin embargo he vivido así durante años.

Todo desde que me dejó: vislumbré la luna redonda

como una aspirina

mientras, por toda la sala, los sinceros murmullos

de los maricas… Veo a mi castigo revolverse en su cubil:

 

girando sin parar. Sin parar. En algún sitio

debía haber una lección. En Ginebra, la despiadada puta

local

yacía despellejada para la absolución con una membrana

de punto

pegada a la piel. No recuerdo

 

cómo sucedió lo que vi. El sitio era una pocilga. Se

sentaba

y se hurgaba los pies hasta que llamaban. Como en la

aduana. Esperaba sin más.

 

III

EL PAÍS DE LA BOCA DE ALGODÓN

 

El país de la boca de algodón

 

Espinas de pescado acompañaban las olas frente a

Hatteras.

Y hubo otras señales

de que la Muerte nos cortejaba por agua, nos cortejaba

por tierra: entre los pinos

una boca de algodón desenroscada que pasaba sobre el

musgo

se irguió en el aire contaminado.

El nacimiento y no la muerte es la verdadera derrota.

Lo sé. Yo también me dejé allí una piel.

 

Vestigios fenoménicos de la muerte en Nantucket

 

I

 

Es aquí en Nantucket donde el alma diminuta

se enfrenta al agua. Pero este elemento no es terreno

desconocido;

veo el agua como una extensión de mi mente,

la parte atormentada, y las olas como las olas de la mente

cuando en Nantucket se desplomaban epilépticas

sobre la costa desierta. Veo

una figura embozada cuando estoy dormida que dice:

«Nuestras vidas

son orillas entre el milagro del nacimiento

y el de la muerte. Soy Santa Isabel.

Tengo la cesta llena de cuchillos».

Despierta veo Nantucket, la tierra familiar.

 

 

II

 

Despierta veo Nantucket pero con la campana

de esta voz puedo ofrecerte tañidos de regiones invisibles:

la tercera noche llegó

un huracán; mi Santa Isabel no

vino y nada pudo impedir que la embarcación

alquilada alcanzará su fin predestinado. Olas melladas

de relámpagos hicieron volar mi mástil

desarbolado y yo detrás. No te lo dicen

pero los huesos convertidos en coral aún hieden

entre los tesoros olvidados. He ido más allá

de lo que se oye en una caracola.

 

III

 

Más allá de lo que se oye en una caracola, el rugido,

se encuentra el verdadero fondo: una calma infame.

El doctor

tras cerrar la puerta me hizo sentarme, puso lejos de mi

alcance

sogas, armas, y con grandes esperanzas

prometió que Santa Isabel llevaba solamente

alimentos o algunas flores para la caridad, y que yo no

estaba enterrada

bajo la isla de veraneo de Nantucket donde

los animales de la playa habitan en relativa afinidad y paz.

Moscas, caracoles. Despierta veía a esos

seres como ángeles displicentes de la tierra y el aire.

Cuando el amanecer llegue al vasto

 

IV

 

y resplandeciente cuerpo blanco del mar en Nantucket

no lo recordaré de otro modo sino que llevaré un

relicario

con el cabello de mi amante en su interior

y caminaré como una novia, y lo llevaré dentro.

Desde estos bajíos se extiende

la merced del mar.

Mi primera casa se construirá sobre estos arenales,

la segunda en el mar.

 

Temporada de Pascua

 

No hay apenas sonidos… solo la repetitiva agitación

de los arbustos mientras fragantes temperaturas

embalsaman

nuestra costa. Vi el disperso torrente de gente con sus

palmas.

En Westchester, el azafrán se extiende como un cáncer.

 

Esto será mi muerte. Siento cernerse las hojas,

prometer amenazas por todos y cada uno de los frentes.

No es real. Descienden la verde vaina de semillas, la

escamosa

paloma del brote. Lo demás se alza.

 

Recortes

 

Teníamos códigos

en nuestra casa. Como

con las puertas; dijeron:

Nunca te encontrarás

nuestra puerta cerrada.

Y nunca la cerraron.

Allí estaba su cama,

impoluta como una bañera…

Pasé por delante cada día

durante veinte años, hasta

que seguí mi camino. Mi tarea

era marcar el tiempo. Pegando

reliquias en unos álbumes me vi

a mí misma a los siete aprendiendo

qué era la distancia en el regazo de mi madre.

Mi favorita entre todas las fotos

de mi padre lo muestra rondando los cuarentas

y lleno de lirismo

sobre la cara vacía de su primogénita.

El típico milagro.

 

La casa en el árbol

 

De la cadena languidece el cubo, podrido,

donde el pozo fue

enjuagado con turba, mientras alrededor

los juncos crecen desaforadamente por Deer Island

entre esferas congeladas de ácido: recogíamos

bayas. Me pasé el día viendo cómo la tierra

se deshacía en el océano. Sucedió hace tiempo,

y perdidos - ¿qué no lo está? – pedazo del muelle

se van por sus caminos particulares, o se hunden, tras el

agua.

Poco queda. Más allá de esta ventana donde

la albahaca de mi madre se ahogaba

en la ensalada, puedo ver nuestro huerto, con los abetos

tupidos alrededor de sus pájaros. La albahaca florecía

abandonada. Abrid mi cuarto, árboles. La niña ha llegado.  

 

Meridiana

 

El estrecho de Long Island está

dormido: ningún viento

susurra por la ensenada

bajo la luz mortecina

mientras, estancados

en el horizonte, dos veleros de recreo

aguardan,

la parálisis, o la paz

sea lo que sea, y el sol agotado

se hunde entre insectos que forman

una neblina, mosquitos

que se mecen sobre el océano de fango.

 

Nieve tardía

 

Me pasé siete años observando a la vecina

de al lado pasear a su vacía pareja. En mayo él se giró

para ver

a una crisálida dar a luz a su criatura de clínex:

 

no recordaba lo que eran. Pero cuando hacía bueno ella

lo paseaba de aquí para allá. Y le cantaba con voz suave.

Él gorjeaba desde su silla de ruedas, finalmente

 

murió el otoño pasado. Creo que los pájaros han vuelto

demasiado pronto este año. Las babosas

han muerto todas en una nevada. Aun así, a pesar de todo,

 

tampoco ella era joven. Tenían que dolerle las piernas

de empujar su peso de esa forma. Una nieve tardía abraza

el árbol de petirrojo. La vi venir. La mamá se agosta en

su nidada.  

 

A Florida

 

Rumbo al sur a flote sobre

las maliciosas casitas, a lo largo

de la tierra. Al pasar Carolina, donde

la floración daba comienzo

bajo sus nubes palpitantes, nos dieron de comer

fiambres, gratis. Podíamos elegir.

Más abajo, las estaciones giran; los años

vuelven a enrollarse en el carrete

como una película, y el error aparece,

a escala, silenciosamente. Los letreros

se encienden. Por el pasillo

un anciano tiembla en sueños. Su mente

se recuperará a tiempo. Su salud

lo encontrará en la eternidad.

 

El barco de esclavo

 

Señor mío: la navegación con fines lucrativos

cerca de Portsmouth no ha

dado frutos. Los vientos

parecieran reñir con nuestro rumbo y a diario la

tripulación

lloriquea por carne fresca

de mujer o por más sangre. Ninguna ganancia

acumulamos; esta vez temo con razón. No hay

más noticias. Hace una semana

atacamos un mercante repleto de africanos que reconocí

de la realeza, pero su piel llenó de terror los ojos

de mis hombres: contra mi voluntad lo abordaron y en el

lento amanecer de Georgia robaron todo

el oro de su bodega y pasaron a cuchillo al cargamento.   

 

Solsticio

 

Confines de junio. El sol es

más amable. Los pájaros se deleitan en el sollozo de aire

puro,

embalado desde la costa… Irreal.

Irreal. Veo cómo el remedio

 

se desvanece en la mosquitera. Fuera, dormitando

en su chiquero, el crío de los vecinos

chuperretea su monstruo de peluche, en el

momento dado. Y ahora empieza el final:

 

palabras empaquetadas. Él vuelve a musitar su ansia.

El resto está vacío. Drogada, ciega

como un topo ella se tambalea hacia el cerrojo

entre una maraña de pañales. Es Navidad en el reloj,

 

el preciso, terrible

ascenso de un año, que culmina en hielo.   

 

La ensenada

 

Me faltan las palabras. La piedra ambulante del océano

regresa turquesa; pequeños animales titilan en una nube

de algas al tiempo que esta o aquella secuencia

de vainas matraquea con total delicadeza en la parra

podrida.

Sé lo que se me escapa entre los dedos.

En Hatteras las piedras estaban adobadas de fango.

Al atardecer el sol goteaba como sangre de un filete,

se hundió, y mi compañero entrelazó sus dedos

con los míos. Wood’s Hole,

Edgartown, el Viñedo con lluvia,

el Viñedo sin lluvia, la lluvia

humeante como nieve en Worcester, como gasolina en la

región

del carbón. Hierba y varas de oro acuden a mí,

el algodoncillo me cubre del todo, y los juncos. Pero este

acertijo

carece de nombre: vi a un bebé ciego intentar

afianzar sus puños en los bucles

del pelo de su madre, y tomar aire. El aire quema,

los sargazos sisean en su cisterna…

Junto a las olas, al borde de la tierra,

frente a la voltereta del sol hacia la muerte,

soñé que tenía miedo y entre la bulla

de las aves, la bulla, el huracán de juncias separadas

dio paso a la tregua del peligro.

Las blancas algas, las blancas cabelleras de las blancas

olas se disuelven en la luz arrasadora.

Y solo yo, Shadrach, regreso sano y salvo.   

 

Saturnales

 

El año llega a su fin. La loba retira su teta

mientras la guerra carcome el imperio,

más allá de este museo de cera, la ciudad eterna.

Nuestro tiempo pasó. No son

de Roma los señores que se alzan: ahora hacia el norte

algún Vercingétorix de tres al cuarto afila su voluntad.

Una estrella

ha nacido.           César

ronca en su pedestal sobre el Senado.

 

Esto es historia. El hielo atasca los conductos; amigo mío,

me despierto ante la escarcha

sobre el mármol y un frío que los hombres aquí

confunden

con augurios. El mito se contrae. Confiándolo todo

al consuelo, eluden sus labores para orar,

acicalándose para el Juicio. El Juicio fracasa. Un año,

veinte… estamos perdidos. Este mes dan comienzo las

fiestas.

Esclavos designados chupan esas aves chorreantes que

ofrecemos

para asegurarnos la propiedad.

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Los ruidos de la casa

LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”

Libro de Cuentos: Un Ojo en la Luciérnaga

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Autor: Gilberto Aranguren Peraza

Libro: Un Ojo en la Luciérnaga

“Un ojo en la luciérnaga” es un libro que reúne diez cuentos del escritor venezolano Gilberto Aranguren Pedraza, escritos desde su exquisito inconsciente colectivo popular y el folklore centroamericano y una pluma creativa que delata su talento, oficio y años de escritura, le permite desarrollar relatos enigmáticos bien armados, con toda la picardía, el misterio y la ironía que caracterizan a la actual narrativa latinoamericana y obviamente la suya. Los protagonistas en sus cuentos, escapan muchas veces al papel del héroe urbano, la opulencia del novio o la elite post colonial que disfrutan algunas familias republicanas en nuestras ciudades mestizas, sino más bien los enfoca en aquellos muchas veces relegados a un segundo nivel del hilo dramático de nuestra realidad cotidiana, a esa América morena del bullying, las crisis familiares, la pobreza escondida por el estado o las trifulcas sociales y políticas, que al final nos hablan de una realidad actual en el continente. Personajes entremezclados en lo más bajo del lumpen y/o las andanzas infantiles pueblerinas a veces inocentes y otras que rallan en el morbo de los mitos del campo o marginales, convierten a este libro en un entretenido encuentro con el pasado y presente latinoamericano, que además descansa en el rico lenguaje del autor, su vocabulario y acento caribeño y el aleteo de su luciérnaga bien domada. Los editores A quienes quieran adquirir un ejemplar de "Un ojo en la luciérnaga", escribir a editorialletraclara@gmail.com o enviar mensaje por interno. Valor $12.000.- más gastos de envíos o por pagar en destino vía Starken.

Libro: PANDORA. Todo está escodido en el baúl

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PANDORA. Todo está escodido en el baúl

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Pandora es un viaje a la oscuridad guardada en el pasado, donde el alma, como baúl, esconde los retratos de cada evento vivido. Un pasado tanto verdadero como imaginario, que se va revelando en cada una de sus páginas y textos. Es el encuentro con la memoria que a veces es guardada como reliquia en una caja y cuando se destapa salen de ella un sinfín de recuerdos atrapados y singularizados, porque son propios del autor quien sin miedo se atreve a compartir. Son como pequeñas franjas de sombras que se arrastran en las faldas de la niñez del autor, quien los va revelando uno a uno con un estilo propio, a veces trágico y en otras sarcástico. Es un libro escrito desde la defensa de la autonomía, porque en él se ofrecen verdades incómodas que se pierden en la memoria, por el simple hecho de olvidar por olvidar. Pero no, aquí se trata de recordar para olvidar y de dar paso a los sentimientos más genuinos y bondadosos del ser humano. Escrito con una poesía que tiende a ser conversacional y reflexiva, matiz que hace de Pandora un libro diferente y auténtico.