Autor: Gilberto Aranguren Peraza
Una de las cosas que en la vida me ayudan a alimentar el espíritu es la cocina, y en este sentido traigo aquí, a este recinto virtual, una serie de crónicas que fueron escritas durante mi proceso de formación como cocinero en una escuela especializada en la ciudad de Los Teques, Venezuela.
Fueron textos que escribí en diálogo con las experiencias, y sobre todo con aquellas referidas a la Cocina Venezolana. Las traigo para compartirlas, no más, sabiendo que las mismas están sujetas a la crítica, como todo lo que aquí se expone, son solo escritos que recogen en algo mis memorias.
Cosechadoras de Maíz de Émile Bernard (Francia, 1868 - 1941) |
Texto escrito el 18 de mayo de 2019
Hoy fue día repleto de excepcionales informaciones y de inesperadas evocaciones. La cocina venezolana posee como característica fundamental su diversidad, una diversidad basada en el conjunto de regiones que conforman el país. Aun así, está diversidad se enlaza con una constante regida por las venas que constituyen lo que ha sido, y lo que es la América: el maíz. El maíz como constitución del hombre, el hombre en forma de maíz, visto desde Guatemala por Miguel Ángel Asturias en 1949, quien nos enamoró con “Hombres de Maíz”. Y resulta ser que el maíz, hoy día se convertido hasta en combustible, siendo uno de los cereales más cotizados del planeta. El maíz fue el oro prometido por los indígenas a los conquistadores, quienes pensaron que la ciudad mítica del Dorado no era más que una ciudad construida de oro y en oro, pero el oro de que hablaban los indígenas no era más que el maíz. La domesticación del maíz, a través de la historia de América nos ha dejado una variedad innombrable de granos, pasando por granos blancos, morados, amarillos, negros y rojos, permitiéndonos una serie de platos y de propuestas que matizan las mesas, y nos conducen a experimentarlo de distintas maneras, siendo que desde tiempos mantuanos nos hemos dado a la tarea de tratar de convertir el grano en algo más maleable, hasta mediados del siglo pasado que llegamos al extremo de hacerlo polvo con marcas sofisticadas.
Lo excepcional fue pensar en las arepas traídas del centro del grano del maíz. Todo esto me hizo recordar mi niñez y mi rechazo por las harinas de maíz metidas en aceite. Recuerdo que mi madre preparaba las arepas fritas y las empanadas en las mañanas, con el fin de que todos nos pudiéramos llevar esos alimentos ya sea para el trabajo o para la escuela, en mi caso, nunca pude llevarme a mi escuela una arepa frita, ni menos una empanada, el olor de la fritura de estos alimentos me ocasionaba una diversidad de sensaciones desagradables que no me permitían y no me permiten aun, hoy día, el consumir estos alimentos.
A veces veo en diferentes lugares a mucha gente consumir sus empanadas con alegría y satisfacción, pero en verdad a mí me cuesta su consumo, no queriendo decir con ello que no la consuma, pero en verdad trato de evitarlo. Cosa contraria me ocurre con la arepa asada, que, para mi entender, creo que es uno de los alimentos de mayor potencialidad que tiene el país. Recuerdo una vez que viajando por el Estado Monagas rumbo a Tucupita, por aquella recta interminable que hay desde Maturín hasta el Temblador, nos paramos a comprar unas arepas llamadas “peladas”, este tipo de arepas con un sabor algo extraño me llamó poderosamente la atención, no solo por su sabor, sino también por su textura, un poco más gruesa y algo apelmazada, nada como la arepa de la Abita (Una de las abuelas de la familia) quien se levantaba muy temprano en las mañanas, allá en el Llano, al sur del Estado Aragua, y después de moler el maíz, preparaba unas arepas que rayaba luego con un rayador que hacía con la tapa de un pote de leche, la cual le abría una cantidad enorme de huecos con un clavo y tomando el lado opuesto a aquel en que se levantaba la lata, dejando este lado tocar la arepa, comenzaba a rasparla. Eran unas arepas hechas en medio de un patio con un fogón milenario, el ganado paseando hasta perderse en las sabanas y en las laderas de las pequeñas montañas. Eran las arepas de la Abita, rellenas y entusiasmadas con un olor a leña difícil de olvidar.
Mi madre levantaba temprano a mis hermanos para que molieran el maíz, recuerdo que peleaban en sus camas para evitar levantarse temprano. Al final se levantaban los tres y uno de ellos lo molía. Del maíz salía la chicha que nos servían en horas del almuerzo, mi mamá agitaba con leche el agua que quedaba de la cocción del maíz, le agregaba azúcar y canela. No teníamos nevera para entonces, pero era ideal con la temperatura ambiental en horas del mediodía, ese era el refresco de la hora del almuerzo.
Esas son las arepas que me gustan y la relación más cercana que tengo con el maíz. Cuando llegó la Harina de Maíz a la casa, las cosas cambiaron, los muchachos pudieron dormir un poco más y mi madre dejó de hacer cocción todas las noches. Dejó de comprar maíz en el mercado, por cierto, era lo primero que compraba cuando llegaba al mercado de San Martín. Era como religión, pasaba y compraba el maíz y después la manteca de cochino. A veces creo que mi rechazo a las arepas fritas y a las empanadas se debía a la cocción en manteca de cochino. Con los años aprendimos a cocinar con el aceite, pero también había que recordar que el consumo de aceite estaba reservado para algunas familias en la ciudad, el pueblo más pobre no tenía acceso a este producto, y aunque nadie lo recuerde en aquel entonces una serie de empresas venezolanas se dispusieron a hacer accesible este producto a las familias más pobres, hoy esas empresas se han ido o han sido destruidas por los sistemas.
Otra de las arepas que vinieron a mi mente fueron las de la madre de un amigo mío en el Estado Mérida. La famosa telita, arepas muy, pero muy finas en lo que respeta el grosor, cocidas en hornos de leña y que, casi de manera inmediata, estaban listas. Me sorprendió la primera vez que estuve en su casa por allá en la ciudad de Tovar en un caserío de lo más lindo llamado La Playa, ya que el bello río Mocoties forma una breve ensenada en sus linderos haciendo un pequeño balneario en las afueras del pueblo. Mi sorpresa era ver en aquella mañana a la señora presentándonos las arepas de telitas, plátano verde cocido en agua con sal, huevos revueltos con tomates y cebollas, caraotas y carato de maíz, y colocadas bajo un paño limpio estaban las arepas de maíz mezcladas con las arepas de trigo, dándose una con otra, calor.
Todas estas cosas llegaron a mi mente con esta oportunidad en Cocina Venezolana, sin dejar de pasar los ratos agradables cuando hacíamos las hallacas y todo lo que significaba en casa moler el maíz para la elaboración de este plato. Recuerdo que mi madre las guindaba en un tendedero de alambre para que se escurrieran y cada, no sé cuántos días, las cocinaba de nuevo para que duraran. Éramos pobres, pero hacíamos más de trescientas hallacas. Siempre nos agarraba el 25 de enero, día de mi cumpleaños, comiendo hallacas que parecían que estuviesen recién hechas.
Unas de las cosas que me ayudan a sobrevivir en este mundo es la poesía, y hace ya mucho tiempo dedique un breve poema a la arepa, por su textura y por su gracia plena en contribuir en mi alimentación diaria y gustosa:
La arepa
En su masa viajan cuentos y años
de viscosas fantasías.
Como una sonrisa
arrancada de la tierra
anuncia su presencia
inclinándose con los vastos guisos
ante el altar gustativo.
Sus asuntos
son la de los hambrientos
de los madrugadores
sean estos amantes
o amados
o errantes como muchos en las avenidas.
Ellos
frente a su redonda
naturaleza caen sorprendidos
como una caña de bambú
en un río fuerte en la mañana.
De este modo hago honor al maíz como fuente de energía para la vida.