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Jesús en el arrabal de George Rouault (Francia, 1871 - 1958) |
El “Mártir del Calvario” no es Clase “A”
Por: Gilberto Aranguren Peraza
Durante
muchos miércoles santos, después de visitar al Nazareno de San Pablo todos
vestiditos de morados, mi madre y mi hermana llegaban apuradas a lavar la casa,
la ropa y a preparar la comida del jueves y viernes santo. Mi hermana lavaba
los pisos de la sala y del comedor, mientras mamá preparaba el pastel de
pescado con papas y suficiente salsa de tomate y ajíes. Al terminar de limpiar,
mi hermana se iniciaba con las hallaquitas de maíz, para entonces mis hermanos habían
pasado la mañana entera cocinando y moliendo el grano. Mi hermana se disponía
con el cuchillo y cortaba con rapidez el pimentón y los ajíes de todos los
colores, y majaba cabecitas de ajos que unía a la sal para amasar varios kilos
de masa, que luego de ser bien ultrajada, tomaba un trozo multicolor y
preparaba un bojotico en el hueco de su mano derecha, para guardarlo con celo en
una cuna hecha con hojas de maíz que envolvía y amarraba en un extremo y en el
centro formando un ocho; por último, las
hundía en agua hervida durante una hora.
Luego
de ser cocidas, las hallaquitas eran colgadas en el tendedero o se dejaban en
una bandeja grande en el fregadero del patio, ahí se escurrían y se enfriaban,
quedándose hasta el viernes santo o mejor dicho hasta que se acabaran, porque
todo lo que comíamos durante los días santos se acompañaba con hallaquitas. Mi
mamá y mi hermana preparaban más de cincuenta bollos para la familia.
Mi
madre preparaba la torta de pan y en algunos casos la de plátano con queso, el
dulce de arroz con leche y el inolvidable dulce de lechosa. Lo cierto era que
la tarde del miércoles santo se llenaba de aromas y sabores. Al finalizar el
día sahumereaban la casa con la mirra, el estoraque y los palitos de canela,
todos comprados en los alrededores de la Basílica de Santa Teresa en el
Silencio de Caracas. Aquellos aromas brindaban una ternura a la tarde, y pasado
el día quedaba esperar el jueves santo con su tranquilidad y buen calorcito.
En
la mañana del jueves santo mi hermana abría el periódico que guardaba del día
anterior para ver las carteleras de cine y entonces, al igual que el año
anterior, nos decía a mi sobrina y a mí que debíamos bañarnos y vestirnos
porque esa tarde era de cine, de igual modo mi madre se vestía elegante para
asistir a la visita de los siete templos. Eran dos días de una jornada diferente.
Ya pasado un poco el almuerzo salíamos todos, un grupo se dirigía a los templos
del centro de la ciudad y nosotros tres: mi hermana, mi sobrina y yo al cine
Diana que quedaba justo después de la Plaza Capuchinos en la avenida San Martín,
cerca de la esquina de Los Angelitos.
El
cine estaba al frente de otro cine llamado El Royal. Era un cine como los de
antes: con un famoso patio, el palco y el exclusivo. Mi hermana procuraba
cancelar el lado exclusivo que no costaba más allá de un medio más que la
entrada de patio, y desde ahí, durante varios años seguidos, fuimos testigos
del Mártir de Calvario con un actor español de nombre Enrique Rambal. Lo impactante
de la película era lo parsimonioso que era el Jesús de Nazareth: un hombre
sumamente tranquilo, con una voz suave, serena y calculada, y unos discípulos
que se conocían por completo cada uno de los Evangelios porque repetían
textualmente cada una de las frases de estos libros sagrados.
Me
llamaba poderosamente la atención ver cómo caminaba ese Jesús: avanzaba con lentitud
y hablaba con la misma, y a mitad de la película los diálogos desaparecían por
completo convirtiéndose en un eterno monólogo en la voz pausada de Rambal.
Fueron
varios años seguidos de visita al Diana para ver al Mártir del Calvario, lo
bueno de todo eran las golosinas ante de entrar al cine. Los bolsillos iban
repletos de chocolates, caramelos, no faltaban los salvavidas, los ping pon,
las cotufas. Mi hermana se compraba su cajetilla de cigarro y pasaba las dos
horas de cine prendiendo cada veinte minutos un cigarrillo, al igual que ella
se veían luces por todas las salas y un humo que al principio mareaba, pero
luego se convertía en la verdadera iniciación al cigarro. Yo aprendí a fumar en
el cine, no me queda la menor duda de eso.
Me acuerdo que durante mucho tiempo me quedó
grabado el escenario de la película, yo no sé por qué, pero siempre pensé que
la escenografía era muy parecida a la de los pesebres que se hacen en la
Navidad en conmemoración al nacimiento del Niño Dios; lo cierto es que los
personajes se me parecían a los muñequitos que mi mamá colocaba en el pesebre,
eso me causaba mucha impresión. Pero, por otra parte, me impactaba el
sufrimiento de Jesús: los latigazos que le daban al pobre y lo terrible que era
cuando le colocaban la corona de espinas en la frente. Mi hermana siempre terminaba
llorando y llegaba a casa diciendo que el actor de la película era bellísimo…
por supuesto yo con la boca abierta nunca entendí aquello.
Prácticamente
me conocía el guión de la película, la vi durante cinco años seguidos y todos
los años eran los mismos golpes, los mismos latigazos, los mismos gritos y las
mismas caras de la María Magdalena y de la Virgen María al pie de la cruz, todo
eso valía la pena por las golosinas y la fiesta que representaba el salir de
casa a pasear. Una cosa me llamó la atención durante muchos años y es que la
censura en los cines me impedían entrar a ver las películas de Clase B, mucho
menos las de C y D porque todas eran violentas y de escenas con sexo evidente.
Pero cinco años aguanté cómo le caían a golpes a un hombre, cómo le clavaban
grandes clavos en sus manos, cómo le introducían una lanza por su costado y cómo
sufrían un sinnúmero de mujeres por él, pero - “esa película era Clase A, porque trataba de la vida del hijo de Dios”
– esa fue la respuesta que me dio mi hermana años después.