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Claudio Ferrari (Buenos Aires, Argentina) |
Ante la inquietante pregunta del poeta argentino, Rolando Revagliatti:
¿En los universos de qué artistas te agradaría perderte (o encontrarte)? O bien, ¿a qué artistas elegirías para que te incluyeran en cuáles de sus obras como personaje o de algún otro modo?
CLAUDIO FERRARI
responde...
Alonso Quijano es el Quijote, y también Pierre Menard de alguna manera lo es, y en esta confesión, también quisiera serlo yo. Así seríamos los cuatro, creados a imagen y semejanza de esa prefiguración llamada Cervantes: personajes que surgiríamos, en un enigma atemporal, de un único y misterioso personaje llamado Borges. Pertenecer a la dinastía de Emma Zunz o Funes o Benjamín Otárola o Rosendo Juárez o Beatriz Viterbo también me tienta. No me creo especial por querer integrar esa lista que me garantizaría la hazaña de la inmortalidad. Para Borges, siempre y cuando él mismo no haya sido el personaje de otro escritor, crearlos fue inevitable, y que le hubiese sido inevitable crearme, aunque sea en una breve mención, habría transformado mi vida. Sugiero personajes con características complejas y diversas, y por eso tan fascinantes: sin la pretensión de suponer si puede el Arte modificar la vida, acepto halagado y sin merecerlo, que habría modificado la mía. El Arte es siempre un espejo ante el cual, a veces, hay quien mira; cuando refleja suele mostrar complacido al curioso: raramente vemos como somos. Cuando se determina que una obra es un clásico universal -o sea algo parecido a la admisión de un Dios-, sucede que esa obra se ha legitimado de manera casi unánime, sea en la época que sea. Tomo el caso de Hamlet, personaje al que me hubiera encantado acompañar, no como esos que pretenden avisparlo de locuras, sino para darle la razón, porque razón tenía: el fantasma de su padre existió y seguirá existiendo: cambian las miradas e interpretaciones de la tragedia, pero coinciden teatristas, críticos, lectores y público en que hay allí algo que se ha organizado y que trasciende generaciones, conflictos y circunstancias, logrando el poeta el milagro de que lo sucesivo se haga también simultáneo. Hay en esa obra, otra vez aparentemente, múltiples temperamentos: el íntimo de Shakespeare, el de su tiempo, el de todos los personajes (principales y secundarios, todos fundamentales para que la trama se lleve a cabo), los de la historia y los temas que trata, los de cada uno de los espectadores que la vieron, los de quienes la actuaron, leído o incluso la ignoran, pero conocen su prestigio. De este modo estas peculiaridades difusas de la tragedia son desde hace siglos aceptadas haciéndola imprescindible, pero nada de esto sería posible sin la actitud enrevesada y certera de Hamlet, tal como Menard, ambos con la infinita grandeza de sus obstinaciones.
copyrigth©claudioferrari
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