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Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Introducción a la historia de la poesía mexicana de Octavio Paz

Octavio Paz (Ciudad de México, México 1914 - 1998)

(Prólogo a la Anthologie de la poésie mexicaine (Colección Unesco, París, 1952.)

España, palabra roja y amarilla, negra y morada, es pa­labra romántica. Devorada por los extremos, cartaginesa y remana, visigoda y musulmana, medieval y renacentista, casi ninguna de las nociones que sirven para señalar las eta­pa de la historia europea se ajusta completamente a su desarrollo. En realidad, no es posible hablar de una «evolu­ción» española: la historia de España es una sucesión de bruscos saltos y caídas, danza a veces, otras letargo. Así, no es extraño que se haya negado la existencia del Renaci­miento español. En efecto, precisamente cuando la revolu­ción renacentista emigra de Italia e inaugura el mundo mo­derno. España se cierra al exterior y se recoge en sí mis­ma. Más no lo hace sin antes darse plenamente a ese mis­mo espíritu que luego negaría con fervor tan apasionado como su entrega. Ese momento de seducción, en el que Es­paña recibe la literatura, el arte y la filosofía renacentistas, es también el del descubrimiento de América. Apenas el español pisa tierras americanas, trasplanta el arte y la poesía del Renacimiento. Ellos constituyen nuestra más antigua y legítima tradición. Los americanos de habla española nacimos en un momento universal de España. De allí que Jorge Cuesta sostenga que el rasgo más notable de nuestra tradición es el «desarraigo». Y es verdad: la España que nos descubre no es la medieval sino la renacentista; y la poesía que los primeros poetas mexicanos reconocen como suya es la misma que en España se miraba como descasta­da y extranjera: la italiana. La heterodoxia frente a la tra­dición castiza española es nuestra única tradición.
Al otro día de la Conquista los criollos imitan a los poe­tas españoles más desprendidos de su suelo, hijos no sólo de España sino de su tiempo. Si Menéndez y Pelayo afirma que la «primitiva poesía de América puede considerarse como una rama o continuación de la escuela sevillana», ¿no podría extremarse su dicho afirmando que ésta, a su vez, no es sino un brazo del tronco italiano? Situados en la pe­riferia del orbe hispánico, frente a un mundo de ruinas sin nombre y ante un paisaje también por bautizar, los prime­ros poetas novohispanos aspiran a suprimir su posición mar­ginal y su lejanía gracias a una forma universal que los haga contemporáneos, ya que no coterráneos, de sus maestros pe­ninsulares y de sus modelos italianos. Lo que nos queda de sus obras está muy lejos de las vacilaciones y videncias de un lenguaje que se hace y que, al hacerse, crea una lite­ratura y modela un espíritu. Dueños de una forma transpa­rente, se mueven sin esfuerzo en un universo de imágenes ya hechas. Francisco de Terrazas, el primer poeta apreciable del siglo XVI, no representa un alba sino un mediodía.
Si algo distingue a la poesía novohispana de la españo­la, es la ausencia o la escasez de elementos medievales. Las raíces de nuestra poesía son universales, como sus ideales. Nacida en la madurez del idioma, sus fuentes son las mis­mas del Renacimiento español. Hija de Garcilaso, Herrera y Góngora, no ha conocido los balbuceos heroicos, la ino­cencia popular, el realismo y el mito. A diferencia de todas las literaturas modernas, no ha ido de lo regional a lo na­cional y de éste a lo universal, sino a la inversa. La infan­cia de nuestra poesía coincide con el mediodía de la espa­ñola, a la que pertenece por el idioma y de la que durante siglos no difiere sino por la constante inclinación que la lleva a preferir lo universal a lo castizo, lo intelectual a lo ra­cial.[i]
La forma abstracta y límpida de los primeros poetas novohispanos no toleraba la intrusión de la realidad america­na. Pero el barroco abre las puertas al paisaje, a la flora y la fauna y aun al indio mismo. En casi todos los poetas ba­rrocos se advierte una consciente utilización del mundo na­tivo. Mas esos elementos sólo tienden a acentuar, por su mismo exotismo, los valores de extrañeza que exigía el arte de la época. El barroco no podía desdeñar los efectos esté­ticos que ofrecían casi en bruto todos esos materiales. «El vestido de plumas mexicano» de Góngora fue utilizado por muchos. Los poetas del siglo xvii, a semejanza de los román­ticos, descubren la naturaleza americana a través de sus mo­delos europeos. Las alusiones al mundo nativo son el fruto de una doctrina estética y no la consecuencia de una intui­ción personal.
En la obra de Bernardo de Balbuena se ha visto el naci­miento de una poesía de la naturaleza americana. Mas este docto y abundante poeta no expresa tanto el esplendor del nuevo paisaje como se recrea en el juego de su fantasía. En­tre el mundo y sus ojos se interpone la estética de su tiem­po. Sus largos poemas no poseen esqueleto porque no los sostiene la verdadera imaginación poética, que es siempre creadora de mitos; pero su inagotable fantasear, su amor a la palabra plena y resonante y el mismo rico exceso de su verbosidad tienen algo muy americano, que justifica la opinión de Pedro Henríquez Ureña: «Balbuena representa la porción de América en el momento central de la esplén­dida poesía barroca... Su barroquismo no es complicación de imágenes, como en los andaluces, sino profusión de adorno, con estructura clara del concepto y de la imagen, como en los altares barrocos de las iglesias de México.» La ori­ginalidad de Balbuena hay que buscarla en la historia de los estilos y no en la naturaleza sin historia. Él mismo nos ha dejado una excelente definición de su arte:
Si la escultura y el pincel consuelan
con sus primores los curiosos ojos
y en contrahacer el mundo se desvelan...
El arte barroco es imitación de la naturaleza, pero esa imi­tación es, asimismo, una recreación que subraya y exagera su imagen. Para Balbuena la poesía es un juego suntuoso y arrebatado, rico y elocuente. Arte de epígonos, la poesía co­lonial tiende a exagerar sus modelos. Y en ese extremar la nota no es difícil advertir un deseo de singularidad.
La exageración de lo español no era sino una de las for­mas en que se expresaba nuestra desconfianza ante el arte hispánico, él mismo excesivo y rotundo. La otra era la re­serva, encarnada por don Juan Ruiz de Alarcón. Este gran dramaturgo — y mediano poeta lírico — opone al teatro lo­pesco y a su deslumbrante facilidad una obra en la que no es gratuito ver un eco de Plauto y Terencio. Frente a Lope y Tirso, el poeta mexicano dibuja un teatro de caracteres más que de situaciones, un mundo de razón y equilibrio. Y sobre todo, un mundo de probabilidades razonables, por oposición al de razones imposibles de sus adversarios. La reserva de Alarcón subraya así el verdadero sentido de las exageraciones de poetas como Bernardo de Balbuena. La naciente literatura mexicana se afirma, ya como freno a lo español, ya como su exceso. Y en ambos casos como la desconfianza de un espíritu que aún no se atreve a ser él mismo, oscilante entre dos extremos.
La religión era el centro de la sociedad y el verdadero alimento espiritual de sus componentes. Una religión a la defensiva, sentada sobre sus dogmas, porque el esplendor del catolicismo en América coincide con su decadencia en Europa. La vida religiosa de la Colonia carece de ímpetu místico y de audacia teológica. Pero si es difícil encontrar fi­guras comparables a San Juan de la Cruz o fray Luis de León, abundan escritores religiosos de mérito. Entre todos destaca fray Miguel de Guevara, autor de algunos sonetos sagrados entre los que aparece el famoso: «No me mueve, mi Dios, para quererte...». Como ocurre con varias de las obras maestras del idioma español, es imposible afirmar con certeza si ese soneto es realmente de Guevara. Para Alfonso Méndez Plancarte la atribución es más que probable.[ii] Por lo demás, otros sonetos de Guevara, agrega este entendido crítico, «resisten la cercanía de esta composición, especial­mente el que empieza: Poner al Hijo en cruz, abierto el seno..., que recuerda al más profundo de los sonetos sagrados de Góngora, venciéndolo en emoción y aun en valen­tía».
No siempre la curiosidad que despierta el pasado indio debe verse como simple sed de exotismo. Durante el si­glo xvii muchos espíritus se preguntaron cómo el orden co­lonial podía asimilar al mundo indígena. La historia anti­gua, los mitos, las danzas, los objetos y hasta la religiosidad misma de los indios constituían un universo hermético, im­placablemente cerrado; y sin embargo, las creencias anti­guas se mezclaban a las modernas y los restos de las cul­toras indígenas planteaban preguntas sin respuesta. La Vir­gen de Guadalupe también era Tonantzin, la llegada de los españoles se confundía con el regreso de Quetzalcóatl, el an­tiguo ritual indígena mostraba turbadoras coincidencias con el católico. Si en el paganismo mediterráneo no habían fal­tado signos anunciadores de Cristo, ¿cómo no encontrarlos en la historia antigua de México? La Conquista deja de ser un acto unilateral de la voluntad española y se transforma en un acontecimiento esperado por los indios y profetizado por sus mitos y sus escrituras. Gracias a estas interpretacio­nes, las antiguas religiones se enlazan sobrenaturalmente con la católica. El arte barroco aprovecha esta situación, mezcla lo indio y lo español e intenta por primera vez asi­milar las culturas indígenas. La Virgen de Guadalupe, en la que no es difícil adivinar los rasgos de una antigua diosa de la fertilidad, constelación de muchas nociones y fuerzas psíquicas, es el punto de encuentro entre los dos mundos, el centro de la religiosidad mexicana. Su imagen, al mismo tiempo que encarna la reconciliación de las dos mitades ad­versarias, expresa la originalidad de la naciente nacionali­dad. México, por obra de la Virgen, se reclama heredero de dos tradiciones. Casi todos los poetas dedican poemas a su alabanza. Una extraña variedad del barroco — que no será excesivo llamar «guadalupano» — se convierte en el estilo por excelencia de la Nueva España.
Entre los poemas dedicados a la Virgen sobresale el que le consagra Luis de Sandoval y Zapata. Cada uno de los catorce versos de ese soneto — «alada eternidad del vien­to»— contiene una imagen memorable. Zapata representa mejor que nadie el apogeo del arte barroco y es cabal encar­nación del ingenio de la época, linaje que no carece de ana­logía con el wit de los poetas metafísicos ingleses. Apenas si conocemos su obra, durante siglos sepultada y negada por una crítica tan incomprensiva del barroco como perezosa. Los restos que han alcanzado nuestros ojos lo muestran como un talento sutil y grave, brillante y conceptuoso, per­sonal heredero de la doble lección de Góngora y Quevedo. De cada uno de sus poemas pueden desprenderse versos per­fectos, no en el sentido unánime de la corrección, sino ter­sos o centelleantes, grávidos o alados y siempre fatales. Su gusto por la imagen insólita tanto como su amor por la geo­metría de los conceptos lo lleva a construir delicadas cárceles de música para aves intelectuales. Y así, no sólo es po­sible extraer de los pocos poemas que nos quedan fragmen­tos extraños y resplandecientes, sino dos o tres sonetos ínte­gros y todavía vivos, torres aisladas entre las ruinas de su obra.
Sor Juana Inés de la Cruz no solamente es la figura más alta de la poesía colonial hispanoamericana sino que es tam­bién uno de los espíritus más ricos y profundos de nuestras letras. Asediada por críticos, biógrafos y apologistas, nada de lo que desde el siglo XVII se ha dicho sobre su persona es más penetrante y certero que lo que ella misma nos cuenta en su Respuesta a sor Filotea de la Cruz. Esta carta es la historia de su vocación intelectual, la defensa — y la bur­la de su amor al saber, la narración de sus trabajos y sus triunfos, la crítica de su poesía y de sus críticos. En esas páginas Sor Juana se revela como un intelectual, esto es, como un ser para quien la vida es un ejercicio del entendimiento. Todo lo quiere comprender. Allí donde un espíritu religioso hallaría pruebas de la presencia de Dios, ella encuentra oca­sión de hipótesis y preguntas. El mundo se le aparece más como un enigma que como un sitio de salvación. Figura de plenitud, la monja mexicana es también imagen de una so­ciedad próxima a escindirse. Religiosa por vocación intelec­tual — y asimismo, acaso, para escapar de una sociedad que la condenaba como hija ilegítima — prefiere la tiranía del claustro a la del mundo. En su convento sostiene, durante años, un difícil equilibrio y un diario combate entre sus de­beres religiosos y su curiosidad intelectual. Vencida, calla. Su silencio es el del intelectual, no el del místico.
La obra poética de Sor Juana es numerosa, variada y desigual. Sus innumerables poemas de encargo son testimonio de su “gracioso desenfado al mismo tiempo que de su descuido. Pero buena parte de su obra se salva de estos defectos no únicamente por la admirable y retórica construc­ción que la sostiene, sino por la verdad de lo que expresa. Aunque dice que sólo escribió con gusto «un papelillo que llaman el Sueño», sus sonetos, liras y endechas son obras de un gran poeta del amor terrestre. El soneto se transforma en una forma natural para esta mujer aguda, apasionada e irónica. En su luminosa dialéctica de imágenes, antítesis y correspondencias, se consume y se salva, se hurta y se entre­ga. Menos ardiente que Luisa Labbé, menos directa tam­bién, la mexicana es más honda y suelta, más osada en su reserva, más dueña de sí en su extravío. La inteligencia no le sirve para refrenar su pasión sino para ahondarla y, así, hacer más libre y querida su fatalidad. En sus mejores mo­mentos la poesía de Sor Juana es algo más que confesión sentimental o ejercicio afortunado de la retórica barroca. In­clusive cuando deliberadamente se trata de un juego — como en el turbador retrato de la Condesa de Paredes —, la sensualidad y el amor al cuerpo animan las alusiones eru­ditas y los juegos de palabras, que se convierten en un labe­rinto de cristal y de fuego.
Primero sueño es la composición más ambiciosa de Sor Juana. A pesar de que fue escrita como una confesada imi­tación de las Soledades, sus diferencias profundas son ma­yores que sus semejanzas externas: Sor Juana quiere penetrar la realidad, no trasmutarla en resplandeciente superficie, se­gún sucede con Góngora. La visión que nos entrega Prime­ro sueño es la del sueño de la noche universal, en la que el hombre y el cosmos sueñan y son soñados: sueño del cono­cimiento, sueño del ser. Nada más alejado de la noche amo­rosa de los místicos que esta noche intelectual de ojos y re­lojes desvelados. El Góngora de las Soledades, dice Alfonso Reyes, ve al hombre como «un bulto inerte en medio del pai­saje nocturno»; Sor Juana se acerca «al durmiente como un vampiro, entra en él y en su pesadilla, busca una síntesis entre la vigilia, el duermevela y el sueño». La substancia del poema no tiene antecedentes en la poesía de la lengua y sólo hasta fechas recientes ha encontrado un heredero en José Gorostiza. Primero sueño es el poema de la inteligen­cia, de sus ambiciones y de su derrota. Poesía intelectual: poesía del desengaño. Sor Juana cierra el sueño dorado del virreinato.
A pesar de que el barroco se prolonga hasta la mitad de la centuria, el siglo XVIII es una época de prosa. Nace el pe­riodismo; prosperan la crítica y la erudición; ciencia, his­toria y filosofía crecen a expensas de las artes creadoras. Ni el estilo dorado del siglo anterior ni las nuevas tendencias neoclásicas producen figuras de importancia. Los poetas más notables de la época escriben en latín. Mientras tanto las ideas de la Ilustración despiertan un mundo somnoliento. La revolución de la Independencia se anuncia. La esterili­dad artística del neoclasicismo contrasta con el hervor in­telectual de los mejores espíritus. Al finalizar el siglo apare­ce un poeta apreciable, Manuel de Navarrete, delicado dis­cípulo de Meléndez Valdés. En sus poemas el neoclasicismo y sus pastores se tiñen de una vaga bruma sentimental, anuncio del romanticismo.
El siglo XIX es un período, de luchas intestinas y de gue­rras exteriores. La nación sufre dos invasiones extranjeras y una larga guerra civil, que termina con la victoria del par­tido liberal. La inteligencia mexicana participa en la políti­ca y en la batalla. Defender el país y, en cierto sentido, ha­cerlo, inventarlo casi, es tarea que desvela a Ignacio Ramí­rez, Guillermo Prieto, Ignacio Manuel Altamirano y a mu­chos otros. En ese clima exaltado se inicia la influencia ro­mántica. Los poetas escriben. Escriben sin cesar, pero so­bre todo combaten, también sin descanso. La admiración que nos producen sus vidas ardientes y dramáticas — Acu­ña se suicida a los 24 años, Flores muere ciego y pobre — no impide que nos demos cuenta de sus debilidades y de sus insuficiencias. Ninguno de ellos — con la excepción, quizá, de Flores, que sí tuvo visión poética aunque careció de ori­ginalidad expresiva — tiene conciencia de lo que significaba realmente el romanticismo. Así, lo prolongan en sus aspec­tos más superficiales y se entregan a una literatura elocuen­te y sentimental, falsa en su sinceridad epidérmica y pobre en su mismo énfasis. La irracionalidad del mundo, el diálo­go entre éste y el hombre, los plenos poderes que confieren el sueño y el amor, la nostalgia de una unidad perdida, el valor profètico de la palabra y, en fin, el ejercicio de la poe­sía como aprehensión amorosa de la realidad, universo de escondidas correspondencias que el romanticismo redescu­bre, son preocupaciones y evidencias extranjeras a casi to­dos estos poetas. Se mueven en la esfera de los sentimien­tos y se complacen en contarnos sus amores y entusiasmos, pero apenas si rozan la zona de lo sagrado, propia a todo genuino arte romántico. La grandeza de estos escritores re­side en sus vidas y en su defensa de la libertad.
Es notable la persistencia de la poesía neoclásica en esta atmósfera de cambio y revuelta. Versificadores correctos casi siempre, los académicos preservan el lenguaje de las caí­das románticas. Ninguno es un verdadero poeta, pero José Joaquín Pesado y Joaquín Arcadlo Pagaza logran una discreta recreación del paisaje mexicano. Su influencia y su lección serán aprovechadas por Manuel José Othón. El her­moso estoicismo de Ignacio Ramírez — quizá el espíritu más representativo de la época — se expresa con dignidad en unos desdeñosos tercetos. Altamirano, maestro de una generación más joven, intenta conciliar las tendencias con­trarias e inicia un tímido nacionalismo literario, que no pro­duce descendencia inmediata de mérito.
Manuel José Othón se presenta como heredero de la co­rriente académica. Ningún propósito de novedad anima su obra. Si huye del romanticismo, tampoco muestra compla­cencia ante la retórica «modernista», que vio triunfar al fi­nal de su vida. Los poetas académicos, y él mismo, creyeron que esta actitud lo adscribía a su bando. Y así es, pues gran parte de la obra de Othón no se distingue por sus propósitos e intenciones de la de Pagaza, poeta al que lo unían no sólo comunes aficiones sino parecida actitud estética. Mas los sonetos del Idilio salvaje, A una estepa del Nazas y al­gún otro, representan algo más que esa «poesía de la natu­raleza» en que se complacía, petrificándose, la escuela aca­démica. El desierto del Norte, «enjuta cuenca de un océa­no muerto», y su cielo alto y cruel, dejan de ser un espec­táculo o un símbolo. Espejo de su ser exhausto, la aridez del amor y la esterilidad final de las pasiones se reflejan en la desnudez de la sabana. Debajo de la forma y del lengua­je tradicionales, brilla el ojo fijo de una naturaleza que sólo se sacia aniquilando lo que ama y que no tiene otro objeto que consumirse consumiendo. Un sol de páramo quema las rocas del desierto, que no son sino las ruinas de su ser. La soledad humana es una de las rimas de la soledad plural de la naturaleza. El soneto se ahonda y sus correspondencias y sus ecos aluden a otra inexorable geometría y a otras ri­mas más fatales y vacías.
Si Othón es un académico que descubre el romanticismo y escapa así al parnasianismo de su escuela, Salvador Díaz Mirón emprende un viaje contrario: es un romántico que aspira al clasicismo. La poesía de su primera época ostenta la huella elocuente de Hugo y la insolencia de Byron, ya que no su precisión y su ironía. Tras un silencio de años, publi­ca Lascas, único libro que reconoció como enteramente suyo. Ese título califica su poesía. O más exactamente: los instantes de poesía arrancados por la cólera y la impacien­cia a una forma que es siempre freno. Lascas: chispas, lu­ces breves que iluminan por un segundo un alma negra y soberbia. El Díaz Mirón parnasiano no niega el romántico: lo sujeta sin acabar jamás de domarlo. Y de ese forcejeo — a veces sólo estéril maestría y tortura del idioma — bro­tan versos tensos y puros «como el silencio de la estrella so­bre el tumulto de la ola».
Frente al lenguaje desvaído de los poetas anteriores — y también frente a las joyas falsas de casi todos los modernis­tas — la poesía de Díaz Mirón posee la dureza y el esplen­dor del diamante. Un diamante al que no le faltan, sino le sobran, luces. Poeta que sólo aspira a domeñar, no encuen­tra una forma que lo exprese sin oprimirlo. Al cabo de este jadeo, su obra se resuelve en silencio. El silencio es su for­ma, la forma definitiva de su espíritu. O como ha dicho Jor­ge Cuesta: «Su fecundidad está en su silencio. Otros poetas fueron indignos de callar.» Precursor y maestro del modernismo, la aventura de Díaz Mirón es sobre todo una aven­tura verbal. Mas esa aventura es también un drama: el del orgullo. Pues este artífice es también el primer poeta mexi­cano que tiene conciencia del mal y de sus atroces posibili­dades creadoras.
El modernismo no consiste nada más en la asimilación de la poesía parnasiana y simbolista que realizan algunos ávidos poetas hispanoamericanos. Al descubrir a la poesía francesa, el modernismo descubre también a la verdadera tradición española, olvidada en España. Y sobre todo, crea un nuevo lenguaje que serviría para que en un momento de extraordinaria fecundidad se expresaran algunos gran­des poetas: Rubén Darío, Leopoldo Lugones, José Martí. En México el modernismo acaso habría poseído mayor ferti­lidad poética si los mexicanos hubiesen advertido la verda­dera significación de la nueva tendencia. El modernismo se presentaba como una indiferencia ante el tradicionalismo es­pañol y, al mismo tiempo, como un rescate de la verdadera tradición española: ¿cómo no ver en él a un heredero de la tradición que nos había fundado? Para el resto de Hispa­noamérica, abría las puertas de la tradición poética univer­sal; a los mexicanos, en cambio, les daba ocasión de reanu­dar su propia tradición. Toda revolución posee una tradi­ción o la crea: Darío y Lugones crean la suya; Gutiérrez Nájera y Amado Nervo no tuvieron plena conciencia de la que les pertenecía y por eso tampoco la tuvieron del sentido profundo de la renovación modernista. Su modernismo es casi siempre un exotismo, quiero decir, un recrearse en los elementos más decorativos y externos del nuevo estilo.
A pesar de sus limitaciones, en algunos poemas de Ma­nuel Gutiérrez Nájera se entrevé ese otro mundo, esa otra realidad que es patrimonio de todo poeta de verdad. Sensi­ble y elegante, cuando no se complace en sus lágrimas o en sus hallazgos, acomete con gracia melancólica el tema de la brevedad de la vida. Su poesía, como él mismo lo dice en uno de sus poemas más citados, «no morirá del todo». En su período modernista, Amado Nervo manipula sin gusto, pero con novedad y autenticidad, el repertorio del simbolis­mo. Después decide desnudarse. En realidad, se trata de un simple cambio de ropajes: el traje simbolista — que le iba bien — es substituido por el gabán del pensador religioso. La poesía perdió con el cambio, sin que ganara la religión o la moral.
Otros poetas, menos aplaudidos en su tiempo, se acer­can más a la zona eléctrica de la poesía. Francisco A. de Ica­za, amargo y sobrio, logra en sus breves poemas una con­cisión al mismo tiempo sentenciosa y opaca. Luis G. Urbina continúa en buena parte de su obra la línea sentimental de Nájera, pero lo salva su temperamento de pintor impre­sionista. La porción mejor de su poesía, constituida por cre­púsculos y marinas, lo revelan como un excelente heredero de la tradición del paisaje. Con menor intensidad que Othón, aunque con mayor fantasía y riqueza de matices, Urbina consigue un delicado equilibrio expresivo. Es curioso obser­var cómo los poetas mexicanos escapan de la afectación mo­dernista acudiendo a una tradición universal. La poesía me­xicana no encuentra su forma nativa, y cada vez que se arriesga a expresar lo mejor y más secreto de su ser, no tiene más remedio que servirse de un lenguaje abstracto y que es suyo sólo por un acto de conquista intelectual.
A los poetas modernistas, que recogen del simbolismo los elementos más perecederos, Enrique González Martínez opone una sensibilidad más honda y reflexiva y una inteli­gencia que osa interrogar la faz nocturna del mundo. La se­veridad de González Martínez, la ausencia de casi todo ele­mento imprevisible, sal de la poesía, y el didactismo que tiñe parte de su obra, han hecho que se le considere como el pri­mer poeta hispanoamericano que rompe con el modernis­mo: al cisne enfrenta el búho. En realidad, González Mar­tínez no se opone al modernismo: lo desnuda y deshoja. Al despojarlo de sus adherencias sentimentales y parnasia­nas, lo redime, le otorga conciencia de sí mismo y de su oculta significación. González Martínez asume la originali­dad mexicana del modernismo, esto es, lo convierte en una conciencia y lo enlaza a una tradición. Así, no es su negador, sino el único poeta realmente modernista que tuvo Mé­xico— en el sentido en que fueron modernistas Darío y Lugones en América, Machado y Jiménez en España. La atención que otorga al paisaje — y sobre todo al paisaje nocturno— se impregna de sentido: el diálogo entre el hom­bre y el mundo se reanuda. La poesía deja de ser descripción o queja para volver a ser aventura espiritual. A partir de González Martínez serán imposibles la elocuencia parnasia­na y el desahogo romántico. Al hacer del modernismo una conciencia, cambia la actitud del poeta ante la poesía, aun­que deje intacto el lenguaje y los símbolos. El valor de su ejemplo no reside en su oposición al lenguaje modernista — al que nunca negó sino en sus extravíos, y al que perma­neció fiel hasta su muerte —, sino en ser el primero que de­vuelve a la poesía el sentido de la gravedad de la palabra.
El primer libro de poemas que publica Alfonso Reyes se llama Pausa. Este título no sólo define su poesía: tam­bién la sitúa frente a la de sus antecesores inmediatos. Re­yes no rompe con el modernismo; simplemente se aparta y tras una pausa — constituida precisamente por los poemas que contiene el libro así llamado — le da la espalda para siempre. Espíritu tan aéreo como sólido, tan del aire como de la tierra, Reyes se ha asomado a muchos manantiales, ha sufrido diversas tentaciones y nunca ha dicho «de esta agua no beberé». El habla popular, los giros coloquiales, los clá­sicos griegos y los simbolistas franceses se alían en su voz, sin olvidar a los españoles del siglo de oro. Viajero en va­rias lenguas por éste y otros mundos, escritor afín a Valery Larbaud por la universalidad de su curiosidad y de sus ex­periencias— a veces verdaderas expediciones de conquista en tierras ayer incógnitas — mezcla lo leído con lo vivido, lo real con lo soñado, la danza con la marcha, la erudición con la más fresca invención. En su obra prosa y verso, crí­tica y creación, se penetran e influyen mutuamente. Por eso no es posible reducir su poesía a sus versos; uno de sus poe­mas es un vasto fresco en prosa, Visión de Anáhuac, recrea­ción del paisaje y la vida precolombina en el Valle de Mé­xico. Frente a este texto debe mencionarse Ifigenia cruel, que es algo así como una respuesta a la Visión y en donde el drama del espíritu y la tierra, el cielo y el suelo, la san­gre y la palabra, encarnan en un lenguaje sutil y bárbaro a un tiempo y que sorprende doblemente por su arcaísmo y su refinamiento. Tampoco sería justo olvidar sus traducciones poéticas, que son verdaderas recreaciones y entre las que es imprescindible citar dos nombres que son dos polos: Ho­mero y Mallarmé. Se dice que Alfonso Reyes es uno de los mejores prosistas de la lengua; hay que añadir que esa pro­sa no sería lo que es si no fuera la prosa de un poeta.
José Juan Tablada y Ramón López Velarde rompen abierta y ostensiblemente con el modernismo. El primero era un tránsfuga de ese movimiento. La poesía de su juven­tud es uno de los ejemplos típicos de los vicios brillantes y vanos de esa escuela. Curioso, apasionado, sin volver nunca la cabeza hacia atrás, con alas en los zapatos, Tablada oía crecer la hierba; es el primero que adivina la llegada del nuevo monstruo, la bestia magnífica y feroz que iba a devorar a tantos adormilados: la imagen. Enamorado de la poe­sía japonesa, introduce en nuestra lengua el haikú. Su bes­tiario muestra una penetrante comprensión del mundo ani­mal, y sus monos, loros y armadillos nos miran con ojos fi­jos y chispeantes. Sol diminuto, el haikú de Tablada casi nunca es una imagen suelta desprendida de un poema más vasto: es una estrella inmóvil sólo en apariencia, pues gira siempre alrededor de sí misma. El haikú se enlaza muy natu­ralmente con la copla popular, lo que explica su boga extra­ordinaria; en América muchos lo adoptan y en España Juan Ramón Jiménez y Machado han escrito algunos de sus mejores «sentencias y donaires» en poemas de tres o cuatro lí­neas, que si son eco de la poesía andaluza también recuer­dan esta forma oriental.
Apenas el haikú se convierte en lugar común, Tablada lo abandona e inicia sus poemas «ideográficos». Su tentati­va — menos genial, sin duda — es un eco de la de Apollinaire, que en ese tiempo publicaba Calligrammes. La tipogra­fía poética lo seduce sólo un instante. Sonriente y apresura­do, en unos pocos años recorre muchas tierras poéticas. Al final, regresa a su patria y publica una serie de poemas «me­xicanos» que sería injusto ver como una simple imitación de los que un poco antes daba a conocer López Velarde, aunque ostenten sus huellas y sigan su ejemplo. Menos pro­fundo que éste, menos personal, su visión es más alegre y colorida. Su lenguaje, limpio casi enteramente de la pedre­ría modernista, es elástico, irónico y danzante: México de ballet y de feria, de cohete y alarido. En sus poemas apare­cen, vivos por primera vez, los animales sagrados y coti­dianos, los ídolos, las viejas religiones y el arte antiguo. Ló­pez Velarde ignoró siempre ese mundo. Fascinado por la lu­cha mortal entre la provincia y la capital, sus ojos se detie­nen en el México criollo y mestizo, popular y refinado, cató­lico hasta cuando es jacobino. La visión de Tablada es más extensa; ocultista y viajero, ve con otros ojos a su país y hace suyos el exotismo de los dioses y de los colores. Es uno de los primeros que tienen conciencia de la riqueza de nuestra herencia indígena y de la importancia de sus artes plásticas. Tablada es un temperamento menos hondo que López Velarde y su estilo es más inventado que creado, más premeditado que fatalmente sufrido. Pero también es más nervioso y ágil; juega más, sabe sonreír y reír; vuela, y cae, con más frecuencia. En una palabra: es más arriesgado.
A despecho de las diferencias que los separaban, algo unía a estos dos poetas: su amor por la imagen novedosa, su creencia común en el valor de la sorpresa. De allí que Tablada fuese uno de los primeros en descubrir a López Velarde y que, años más tarde, no tuviera dificultad en re­conocer su deuda con el poeta de Zacatecas. Ramón López Velarde era provinciano, silencioso y reconcentrado. Mien­tras Tablada era un poeta visual, capaz de aprehender una realidad instantánea en tres versos, el otro era un hombre lento y en diálogo consigo mismo. Su imaginación no le servía para arder en fuegos de artificio sino para ahondar en sí mismo y expresar con mayor fidelidad lo que tenía que decir: «Yo anhelo expulsar de mí cualquier sílaba que no nazca de la combustión de mis huesos.» López Velarde era un poeta con destino.
Como a todo verdadero poeta, el lenguaje le preocupa. Quiere hacerlo suyo. Pero quiere crearse un lenguaje per­sonal porque tiene algo personal que decir. Algo que de­cirnos y algo que decirse a sí mismo y que hasta que no sea dicho no cesará de atormentarlo. Su conciencia de las palabras es muy aguda porque es muy honda la conciencia de sí mismo y de su propio conflicto. Y habría que agregar que si la conciencia de sí lo lleva a inventarse un lenguaje, también ese idioma lo inclina sobre sí mismo y le descubre una parte: de su ser que de otra manera hubiese permanecido informulada e invisible.
Dos hechos favorecen el descubrimiento que hará López Velarde de su país y de sí mismo. El primero es la Revolu­ción Mexicana, que rompe con un orden social y cultural que era una mera superposición histórica, una camisa de fuerza que ahogaba y deformaba a la nación. Al destruir el orden feudal — que se había disfrazado a la moda europea del positivismo progresista — la Revolución arranca las máscaras sucesivas que cubrían el rostro de México. La Re­volución revela a López Velarde una «patria castellana y morisca, rayada de azteca». Mientras los otros poetas vuel­ven los ojos hacia el exterior, él se adentra en ella y, por primera vez en nuestra historia, se atreve a expresarla sin disfraces o sin reducirla a una abstracción. El México de López Velarde es un México vivo, esto es, vivido día a día por el poeta.
El otro hecho decisivo en la poesía de López Velarde es su descubrimiento de la capital. La marea revolucionaria, tanto como sus propias ambiciones literarias, lo llevan a la ciudad de México cuando ya estaba formado su espíritu pero no su gusto ni su poesía. Su sorpresa, desconcierto, ale­gría y amargura, deben haber sido inmensos. En la ciudad de México descubre a las mujeres, a la soledad, a la duda y al demonio. Al mismo tiempo que sufre estas deslumbran­tes revelaciones, conoce la poesía de un poeta sudamerica­no que se atreve a romper con el modernismo extremando sus conquistas: Leopoldo Lugones. Al contacto de esta lec­tura, cambia su manera y su visión. Los críticos de su tiem­po lo encontraron retorcido, incomprensible y afectado. La verdad es lo contrario: gracias a su búsqueda de la imagen, a su casi pérfido empleo de adjetivos hasta ayer insólitos y a su desdén por las formas ya hechas, su poesía deja de ser confidencia sentimental para convertirse en la expresión de un espíritu y de una zozobra.
El descubrimiento de la poesía de Lugones habría hecho de López Velarde un retórico distinguido si al mismo tiem­po no hubiese recordado el idioma de su pueblo natal. Su originalidad consiste en esa afortunada fusión del lenguaje opaco y ardiente del centro de México con los procedimien­tos de Lugones. A la inversa de Laforgue, que desciende del «idioma poético» al coloquial y obtiene de ese choque un extraño resplandor, López Velarde construye con elementos cotidianos y en apariencia realistas una frase sinuosa y labe­ríntica que, en los momentos más altos, desemboca en una imagen sorprendente. Ese lenguaje tan personal e inimita­ble le permite descubrir su propia intimidad y la de su país. Sin él, López Velarde hubiera sido un poeta sentimental; sólo con él, un hábil retórico. Su drama, y el drama de su lenguaje, lo convierten en un poeta genuino. Y aún más: en el primer poeta realmente mexicano. Pues con López Velarde principia la poesía mexicana, que hasta entonces no había encontrado su lenguaje y se vertía en formas que sólo eran suyas porque también eran de todos los hombres.
Más allá del valor intrínseco de la poesía de López Velarde, su lección y, en menor grado, la de Tablada, consiste en que ambos poetas no acuden a formas ya probadas y sancionadas por una tradición universal sino que se arries­gan a inventar otras, suyas e intransferibles. En el caso de López Velarde, la invención de nuevas formas se alía a su fidelidad al lenguaje de su tiempo y de su pueblo, como ocurre con todos los innovadores de verdad. Si parte de su poesía nos parece ingenua o limitada, nada impide que veamos en ella algo que aún sus sucesores no han realizado completamente: la búsqueda, y el hallazgo, de lo universal a través de lo genuino y lo propio. La herencia de López Velarde es ardua: invención y lealtad a su tiempo y su pue­blo, esto es, una universalidad que no nos traicione y una fidelidad que no nos aísle ni ahogue. Y si es cierto que no es posible regresar a la poesía de López Velarde, también lo es que ese regreso es imposible precisamente porque ella constituye nuestro único punto de partida.
La poesía mexicana contemporánea — ausente por des­gracia de esta antología — arranca de la experiencia de Ló­pez Velarde. Su breve desarrollo corrobora que toda acti­vidad poética se alimenta de la historia, quiero decir: del lenguaje, las realidades, los mitos y las imágenes de su tiem­po. Y asimismo, que el poeta tiende a disolver o trascender la mera sucesión histórica. Cada poema es una tentativa por resolver la oposición entre historia y poesía, en beneficio de la segunda. El poeta aspira siempre a substraerse de la ti­ranía de la historia, aun cuando se identifique con su socie­dad y participe en lo que llaman «la corriente de la épo­ca», extremo cada vez menos imaginable en el mundo mo­derno. Todas las grandes tentativas poéticas — desde la fór­mula mágica y el poema épico hasta la escritura automáti­ca— pretenden hacer del poema un sitio de reconciliación entre historia y poesía, entre el hecho y el mito, la frase co­loquial y la imagen, la fecha irrepetible y la fiesta, fecha viva, dotada de secreta fertilidad, que vuelve siempre para inaugurar un tiempo nuevo. La naturaleza del poema es aná­loga a la de la fiesta, que si es una fecha del calendario también es ruptura de la sucesión e irrupción de un presen­te que vuelve periódicamente y que no tiene ayer ni maña­na. Todo poema es una fiesta: un precipitado de tiempo puro.
La relación entre los hombres y la historia es una re­lación de esclavitud y dependencia. Pues si nosotros somos los únicos protagonistas de la historia, también somos sus objetos y sus víctimas: ella no se cumple sino a nuestras ex­pensas. El poema transforma radicalmente esta relación: sólo se cumple a expensas de la historia. Todos sus pro­ductos: el héroe, el asesino, el amante, el mito, la leyenda en andrajos, el refrán, la palabrota, la exclamación que pro­nuncia casi a pesar suyo el niño que juega, el condenado a subir al patíbulo, la muchacha que se enamora; y la frase que se lleva el viento, el jirón del grito, junto con el arcaísmo y el neologismo y la consigna, de pronto no se resig­nan a morir o, por lo menos, no se resignan a estrellarse contra el muro. Quieren llegar al fin, quieren ser plenamen­te. Se desprenden de las causas y de los efectos y esperan encarnar en el poema que los redima. No hay poesía sin historia pero la poesía no tiene otra misión que trasmutar la historia.
Hecha de la substancia misma de la historia y la so­ciedad: el lenguaje, la poesía tiende a recrearlo bajo leyes distintas a las que rigen la conversación y el discurso. La trasmutación poética opera en la entraña misma del idioma. La frase — no la palabra aislada — constituye la célu­la, el elemento más simple del habla. La palabra no puede vivir sin las palabras; la frase, sin las frases. Una frase u oración cualquiera contiene siempre, implícita o explícita, una referencia a otra y es susceptible de ser explicada por una nueva frase. Toda frase quiere decir algo que puede ser dicho por otra frase. El lenguaje es un querer decir y de ahí que constituya un conjunto de signos y sonidos móviles e intercanjeables. La poesía transforma radicalmente al len­guaje: las palabras pierden de pronto su movilidad y se vuelven insustituibles. Hay varias maneras de decir una mis­ma cosa en prosa, sólo hay una en poesía. El decir poético no es un querer decir sino un decir irrevocable. El poeta no habla del horror, del amor o del paisaje: los muestra, los recrea. Irrevocables e insustituibles, las palabras se vuelven inexplicables — excepto por sí mismas. Su sentido no está más allá de ellas, en otras palabras, sino en ellas. Toda ima­gen poética es inexplicable: simplemente es. Y del mismo modo: todo poema es un organismo de significaciones inter­nas, irreductibles a cualquier otro decir. Una vez más: el poema no quiere decir: dice. No es una frase o una serie de frases sino una indivisible constelación de imágenes, mundo verbal poblado de visiones heterogéneas o contrarias y que, resuelven su discordia en un sistema solar de correspondencias. Universo de palabras corruptibles y opacas pero capaz de encenderse y arder cada vez que unos labios las rozan. A ciertas horas y por obra de ciertas bocas, el molino de frases se convierte en manantial de evidencias sin recurso a la demostración. Entonces se vive en pleno tiempo. Al afir­mar a la historia, el poeta la disuelve, la desnuda, le mues­tra lo que es: tiempo, imagen, ritmo.
Cuando la historia parece decirnos que quizá no posee más significado que ser una marcha fantasmal sin direc­ción ni fin, el lenguaje acentúa su carácter equívoco e im­pide el verdadero diálogo. Las palabras pierden su sentido y, por tanto, su función comunicativa. La degradación de la historia en mera sucesión entraña la del lenguaje en un con­junto de signos inertes. Todos usan las mismas palabras pero nadie se entiende; y es inútil que los hombres quieran ponerse de acuerdo sobre los significados lingüísticos: el significado es incierto porque el hombre mismo se ha vuelto encarnación de la incertidumbre. El lenguaje no es una con­vención sino una dimensión inseparable del hombre. Por eso toda aventura verbal posee un carácter total: el hombre entero se juega la vida en una palabra. Si el poeta es el hombre de las palabras, poeta es aquel para quien su ser mismo se confunde con la palabra. De ahí, también, que sólo el poeta pueda fundar la posibilidad del diálogo. Su destino — y singularmente en épocas como la nuestra — consiste en «dar un sentido más puro a las palabras de la tribu». Mas las palabras son inseparables del hombre. Por tanto, la actividad poética no se resuelve fuera del poeta, en el objeto mágico que es el poema, sino en su ser mis­mo. Poema y poeta se funden porque ambos términos son inseparables: el poeta es su palabra. Tal ha sido, durante los últimos cien años, la empresa de los más altos poetas de nuestra cultura. Y no es otro el sentido del último gran mo­vimiento poético del siglo: el surrealismo. La grandeza de esta tentativa — frente a la que ningún poeta digno de este nombre puede permanecer indiferente — consiste en que pre­tendió resolver de una vez, para siempre y a la desesperada, la dualidad que nos escinde: la poesía es un salto mortal o no es nada.
En las actuales circunstancias puede parecer irrisorio re­ferirse a estas extravagantes pretensiones de la poesía. Ja­más la dominación de la historia fue tan grande y nunca tan asfixiante la presión de los «hechos». A medida que la exi­gencia despótica del quehacer inmediato se vuelve intolera­ble — pues se trata de un hacer para el que nadie nos pide nuestro asentimiento y que casi siempre está dirigido a des­hacer al hombre — la actividad poética aparece más secre­ta, aislada e insólita. Ayer apenas escribir un poema, enamo­rarse, asombrarse, soñar en voz alta, eran actos subversivos que comprometían el orden social, exhibiéndolo en su do­blez. Hoy la noción misma de orden ha desaparecido, susti­tuida por una combinación de fuerzas, masas y resistencias. La realidad histórica ha arrojado sus disfraces y la sociedad contemporánea se muestra tal cual es: un conjunto de ob­jetos «homogeneizados» por el látigo o la propaganda, di­rigidos por grupos que no se distinguen del resto sino por su brutalidad. En estas condiciones, la creación poética vuel­ve a la clandestinidad. Si el poema es fiesta, lo es a deshoras y en sitios poco frecuentados, festín en el subsuelo. La acti­vidad poética redescubre toda su antigua eficacia por su mismo carácter secreto, impregnado de erotismo y rito ocul­to, desafío a una interdicción no por informulada menos condenatoria. El poema, ayer llamado al aire libre de la co­munión universal, sigue siendo un exorcismo capaz de pre­servarnos del sortilegio de la fuerza, el número y la ambi­güedad. La poesía es una de las formas de que dispone el hombre moderno para decir no a todos esos poderes que, no contentos con disponer de nuestras vidas, también quieren nuestras conciencias.
París, 1950



[i] Esta idea no es enteramente aplicable a la poesía popular mexicana, que sí desarrolla y modifica formas tradicionales espa­ñolas.
[ii] La crítica moderna tiende a desecharla.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”