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| Federico García Lorca |
IMPORTANCIA HISTÓRICA
Y ARTÍSTICA DEL PRIMITIVO CANTO ANDALUZ LLAMADO «CANTE JONDO»
Federico García Lorca
(Conferencia leída en el «Centro Artístico»
de Granada, el 19 de febrero de 1922.)
Esta noche os
habéis congregado en el salón del Centro Artístico para oír mi humilde, pero
sincera palabra, y yo quisiera que ésta fuese luminosa y profunda, para que
llegara a convenceros de la maravillosa verdad artística que encierra el
primitivo canto andaluz, llamado cante jondo.
El grupo de
intelectuales y amigos entusiastas que patrocina la idea del concurso, no hace
más que dar una voz de alerta. ¡Señores, el alma música del pueblo está en
gravísimo peligro. El tesoro artístico de toda una raza, va camino del olvido!
Puede decirse que cada día que pasa, cae una hoja del admirable árbol lírico
andaluz, los viejos se llevan al sepulcro tesoros inapreciables de las pasadas
generaciones, y la avalancha grosera y estúpida de los couplés, enturbia el
delicioso ambiente popular de toda España.
Es una obra patriótica
y digna la que se pretende realizar; es una obra de salvamento, una obra de
cordialidad y amor.
Todos habéis oído
hablar del cante jondo y, seguramente, tenéis una idea más o menos exacta de
él...; pero es casi seguro que a todos los no iniciados en su trascendencia
histórica y artística, os evoca cosas inmorales, la taberna, la juerga, el
tablado del café, el ridículo jipío, ¡la españolada en suma!, y hay que evitar
por Andalucía, por nuestro espíritu milenario y por nuestro particularísimo
corazón, que esto suceda.
No es posible que
las canciones más emocionantes y profundas de nuestra misteriosa alma, estén
tachadas de tabernarias y sucias; no es posible que el hilo que nos une con el
Oriente impenetrable, quieran amarrarlo en el mástil de la guitarra
juerguista; no es posible que la parte más diamantina de nuestro canto, quieran
mancharla con el vino sombrío del chulo profesional.
Ha llegado, pues,
la hora en que las voces de músicos, poetas y artistas españoles, se unan, por
instinto de conservación, para definir y exaltar las claras bellezas y sugestiones
de estos cantos.
Unir, pues, a la
idea patriótica y artística de este concurso la visión lamentable del cantaor
con el palito y las coplas caricaturescas del cementerio, indica una total incomprensión,
y un total desconocimiento de lo que se proyecta. Al leer el anuncio de la
fiesta, todo el hombre sensato, no enterado de la cuestión, preguntará: ¿Qué
es cante jondo?
Antes de pasar
adelante hay que hacer una distinción esencial entre cante jondo y cante
flamenco, distinción esencial en lo que se refiere a la antigüedad, a la estructura,
al espíritu de las canciones.
Se da el nombre de
cante jondo a un grupo de canciones andaluzas, cuyo tipo genuino y perfecto es
la siguiriya gitana, de las que derivan otras canciones aún conservadas por el
pueblo, como los polos, martinetes, carceleras y soleares. Las coplas llamadas
malagueñas, granadinas, rondeñas, peteneras, etc., no pueden considerarse más
que como consecuencia de las antes citadas, y tanto por su arquitectura como
por su ritmo, difieren de las otras. Estas son las llamadas flamencas.
El gran maestro
Manuel de Falla, auténtica gloria de España y alma de este concurso, cree que
la caña y la playera, hoy desaparecidas casi por completo, tienen en su
primitivo estilo la misma composición que la siguiriya y sus gemelas, y cree
que dichas canciones fueron, en tiempo no lejano, simples variantes de la
citada canción. Textos relativamente recientes, le hacen suponer que la caña y
la playera ocuparon en el primer tercio del siglo pasado, el lugar que hoy
asignamos a la siguiriya gitana. Estébanez Calderón, en sus lindísimas «Escenas
andaluzas», hace notar que la caña es el tronco primitivo de los cantares, que
conservan su filiación árabe y morisca, y observa, con su agudeza peculiar,
cómo la palabra caña se diferencia poco de gannis, que en árabe significa
canto.
Las diferencias
esenciales del cante jondo con el flamenco, consisten en que el origen del
primero hay que buscarlo en los primitivos sistemas musicales de la India, es
decir, en las primeras manifestaciones del canto, mientras que el segundo,
consecuencia del primero, puede decirse que toma su forma definitiva en el
siglo XVIII.
El primero, es un
canto teñido por el color misterioso de las primeras edades; el segundo, es un
canto relativamente moderno, cuyo interés emocional desaparece ante aquél.
Color espiritual y color local, he aquí la honda diferencia.
Es decir, el cante
jondo, acercándose a los primitivos sistemas musicales de la India, es tan sólo
un balbuceo, es una emisión más alta o más baja de la voz, es una maravillosa
ondulación bucal, que rompe las celdas sonoras de nuestra escala atemperada,
que no cabe en el pentagrama rígido y frío de nuestra música actual, y abre en
mil pétalos las flores herméticas de los semitonos.
El cante flamenco,
no procede por ondulación, sino por saltos; como en nuestra música tiene un
ritmo seguro y nació cuando ya hacía siglos que Guido d’Arezzo había dado
nombre a las notas.
El cante jondo se
acerca al trino del pájaro, al canto del gallo y a las músicas naturales del
bosque y la fuente.
Es, pues, un
rarísimo ejemplar de canto primitivo, el más viejo de toda Europa, que lleva en
sus notas la desnuda y escalofriante emoción de las primeras razas orientales.
El maestro Falla,
que ha estudiado profundamente la cuestión y del cual yo me documento, afirma
que la siguiriya gitana es la canción tipo del grupo cante jondo y declara con
rotundidad que es el único canto que en nuestro continente ha conservado en
toda su pureza, tanto por su composición, como por su estilo, las cualidades
que lleva ese sí el cante primitivo de los pueblos orientales.
Antes de conocer
la afirmación del maestro, la siguiriya gitana me había evocado a mí (lírico
incurable) un camino sin fin, un camino sin encrucijadas, que terminaba en la
fuente palpitante de la poesía «niña», el camino donde murió el primer pájaro y
se llenó de herrumbre la primera flecha.
La siguiriya
gitana, comienza por un grito terrible, un grito que divide el paisaje en dos
hemisferios ideales. Es el grito de las generaciones muertas, la aguda elegía
de los siglos desaparecidos, es la patética evocación del amor bajo otras lunas
y otros vientos.
Después, la frase
melódica va abriendo el misterio de los tonos y sacando la piedra preciosa del
sollozo, lágrima sonora sobre el río de la voz. Pero ningún andaluz puede
resistir la emoción del escalofrío, al escuchar ese grito, ni ningún canto
regional puede comparársele en grandeza poética y pocas veces, contadísimas
veces, llega el espíritu humano a conseguir plasmar obras de tal naturaleza.
Pero nadie piense
por esto que la siguiriya y sus variantes sean simplemente unos cantos
transplantados de Oriente a Occidente. No. «Se trata, cuando más (dice Manuel
de Falla), de un injerto, o mejor dicho, de una coincidencia de orígenes que,
ciertamente, no se ha revelado en un solo y determinado momento, sino que
obedece a la acumulación de hechos históricos seculares desarrollados en
nuestra península», y esta es la razón por la cual, el canto peculiar de
Andalucía, aunque por sus elementos esenciales coincide con el de pueblo tan
apartado geográficamente del nuestro, acusa un carácter íntimo tan propio, tan
nacional, que lo hace inconfundible.
Los hechos
históricos a que se refiere Falla, de enorme desproporción y que tanto han
influido en los cantos, son tres.
La adopción por la
Iglesia española del canto litúrgico, la invasión sarracena y la llegada a
España de numerosas bandas de gitanos. Son estas gentes misteriosas y errantes
quienes dan la forma definitiva al cante jondo.
Demuéstralo el
calificativo de «gitana» que conserva la siguiriya y el extraordinario empleo
de sus vocablos en los textos de las canciones.
Esto no quiere
decir, naturalmente, que este canto sea puramente de ellos, pues existiendo
gitanos en toda Europa y aun en otras regiones de nuestra península, estos
cantos no son cultivados más que por los nuestros.
Se trata de un
canto puramente andaluz, que ya existía en germen en esta región antes que los
gitanos llegaran a ella.
Las coincidencias
que el gran maestro nota entre los elementos esenciales del cante jondo y los
que aún acusan algunos cantos de la India son:
«El inarmonismo,
como medio modulante; el empleo de un ámbito melódico tan recluido, que rara
vez traspasa los límites de una sexta, y el uso reiterado y hasta obsesionante
de una misma nota, procedimiento propio de ciertas fórmulas de encantamiento, y
hasta de aquellos recitados que pudiéramos llamar prehistóricos, ha hecho suponer
a muchos que el canto es anterior al lenguaje.»
Por este modo
llega el cante jondo, pero especialmente la siguiriya, a producirnos la
impresión de una prosa cantada, destruyendo toda la sensación de ritmo
métrico, aunque en realidad son tercetos o cuartetos asonantados sus textos
literarios.
«Aunque la melodía
gitana es rica en giros ornamentales, en ésta —lo mismo que en los cantos de
la India— sólo se emplean en determinados momentos, como expansiones o
arrebatos sugeridos por la fuerza emotiva del texto, y hay que considerarlos,
según Manuel de Falla, como amplias inflexiones vocales, más que como giros de
ornamentación, aunque tomen este último aspecto al ser traducidos por los
intervalos geométricos de la escala atemperada.»
Se
puede afirmar definitivamente, que en el cante jondo, lo mismo que en los
cantos del corazón de Asia, la gama musical es consecuencia directa de la que
podríamos llamar gama oral.
Son
muchos los autores que llegan a suponer que la palabra y el canto fueron una misma
cosa, y Luis Lucas, en su obra Acoustique
nouvelle, publicada en París en el año 1840, dice, al tratar de las
excelencias del género inharmónico, «que es el primero que aparece en el orden
natural, por imitación del canto de las aves, del grito de los animales y de
los infinitos ruidos de la materia».
Hugo
Riemann, en su Estética musical, afirma que el canto de los pájaros se acerca a
la verdadera música y no cabe hacer distinción entre éste y el canto del hombre
por cuanto que ambos son expresión de una sensibilidad.
El
gran maestro Felipe Pedrell, uno de los primeros españoles que se ocuparon
científicamente de las cuestiones «folklóricas», escribe en su magnífico Cancionero popular español: «El hecho de
persistir en España en varios cantos copulares el orientalismo musical tiene
hondas raíces en nuestra nación por influencia de la civilización bizantina,
antiquísima, que se tradujo en las fórmulas propias de los ritos usados en la
Iglesia de España desde la conversión de nuestro país al cristianismo hasta el
siglo onceno, época en que fue introducida la liturgia romana propiamente dicha.»
Falla completa lo dicho por su viejo maestro, determinando los elementos del
canto litúrgico bizantino que se revelan en la siguiriya, que son:
Los
modos tonales de los sistemas primitivos (que no hay que confundir con los
llamados griegos), el Enharmonismo
inherente a esos modos, y la falta de ritmo métrico de la línea melódica.
«Estas
mismas propiedades tienen a veces algunas canciones andaluzas muy posteriores
a la adopción de la música litúrgica bizantina por la Iglesia española,
canciones que guardan gran afinidad con la música que se conoce todavía en
Marruecos, Argel y Túnez con el nombre emocionante para todo granadino de
corazón, de «música de los moros de Granada».
Volviendo
al análisis de la siguiriya, Manuel de Falla con su sólida ciencia musical y su
exquisita intuición ha encontrado en esta canción «determinadas formas y caracteres
independientes de sus analogías con los cantos sagrados y la música de los
moros de Granada». Es decir, ha buscado en la extraña melodía y visto el
extraordinario y aglutinante elemento gitano. Acepta la versión histórica que
atribuye a los gitanos un origen índico; esta versión se ajusta
maravillosamente al resultado de sus interesantísimas investigaciones.
Según
la versión, en el año 1400 de nuestra Era, las tribus gitanas, perseguidas por
los cien mil jinetes del Gran Tamerlán, huyeron de la India.
Veinte
años más tarde, estas tribus aparecen en diferentes pueblos de Europa y entran
en España con los ejércitos sarracenos que, desde la Arabia y el Egipto,
desembarcaban periódicamente en nuestras costas.
Y estas
gentes, llegando a nuestra Andalucía unieron los viejísimos elementos nativos
con el viejísimo que ellos traían y dieron las definitivas formas a lo que hoy
llamamos cante jondo.
A
ellos debemos, pues, la creación de estos cantos, alma de nuestra alma; a ellos
debemos la construcción de estos cauces líricos por donde se escapan todos los
dolores, y los gestos rituarios de la raza.
Y son estos
cantos, señores, los que desde el último tercio del siglo pasado y lo que
llevamos de éste se ha pretendido encerrar en las tabernas mal olientes, o en
las mancebías. La época incrédula y terrible de la zarzuela española, la época
de Grilo y los cuadros de historia, ha tenido la culpa. Mientras que Rusia
ardía en el amor a lo popular, única fuente como dice Roberto Schumann de todo
arte verdadero y característico, y en Francia temblaba la ola dorada del
impresionismo, en España, país casi único de tradiciones y bellezas populares,
era cosa ya de baja estofa la guitarra y el cante jondo.
A
medida que avanza el tiempo, este concepto se ha agravado tanto que se hace
preciso dar el grito defensivo para cantos tan puros y verdaderos.
La
juventud espiritual de España así lo comprende.
El
cante jondo se ha venido cultivando desde tiempo inmemorial, y a todos los
viajeros ilustres que se han aventurado a recorrer nuestros variados y extraños
paisajes les han emocionado esas profundas salmodias que, desde los picos de
Sierra Nevada hasta los olivares sedientos de Córdoba y desde la Sierra de
Cazorla hasta la alegrísima desembocadura del Guadalquivir, cruzan y definen
nuestra única y complicadísima Andalucía.
Desde
que Jovellanos hizo llamar la atención sobre la bella e incoherente «danza
prima» asturiana hasta el formidable Menéndez Pelayo, hay un gran paso en la
comprensión de las cosas populares. Artistas aislados, poetas menores fueron
estudiando estas cuestiones desde diferentes puntos de vista, hasta que han
conseguido que en España se inicie la útilísima y patriótica recolección de
cantos y poemas. Prueba de esto son el cancionero de Burgos hecho por Federico
Olmeda, el cancionero de Salamanca, hecho por Dámaso Ledesma, y el cancionero
de Asturias, hecho por Eduardo Martínez Torner, costeados espléndidamente por
las respectivas Diputaciones.
Pero
cuando advertimos la extraordinaria importancia del cante jondo es cuando vemos
la influencia casi decisiva que tuvo en la formación de la moderna escuela rusa
y la alta estima en que lo tuvo el genial compositor francés Claude Debussy,
ese argonauta lírico, descubridor del nuevo mundo musical.
En
1847, Miguel Iwanowitch Glinka viene a Granada. Estuvo en Berlín estudiando
composición con Sigfredo Dehn y había observado el patriotismo musical de
Weber, oponiéndose a la influencia nefasta que ejercían en su país los
compositores italianos. Seguramente él estaba impresionado por los cantos de
la inmensa Rusia y soñaba con una música natural, una música nacional, que
diera la sensación grandiosa de su país.
La
estancia del padre y fundador de la escuela orientalista eslava en nuestra
ciudad es en extremo curiosa.
Hizo
amistad con un célebre guitarrista de entonces, llamado Francisco Rodríguez
Murciano, y pasó con él horas enteras oyéndole las variaciones y falsetas de
nuestros cantos, y sobre el eterno ritmo del agua en nuestra ciudad, nació en
él la idea magnífica de la creación de su escuela y el atrevimiento de usar por
vez primera la escala de tonos enteros.
Al
regresar a su pueblo, dio la buena nueva y explicó a sus amigos las
particularidades de nuestros cantos, que él estudió y usó en sus composiciones.
La
música cambia de rumbo; el compositor ya ha encontrado la verdadera fuente.
Sus
discípulos y amigos se orientan hacia lo popular, y buscan no sólo en Rusia,
sino en el sur de España, las estructuras para sus creaciones.
Prueba
de esto son los Souvenir d’une nuit d’été
a Madrid, de Glinka, y algunos trozos de la Sheherezada y el Capricho
Español, de Nicolás Rimsky Korsakow que todos conocéis.
Vean
ustedes cómo las modulaciones tristes, y el grave orientalismo de nuestro
cante, influye desde Granada en Moscú, cómo la melancolía de la Vela es
recogida por las campanas misteriosas del Kremlin.
En
la exposición universal que se celebró en París el año novecientos, hubo en el
pabellón de España un grupo de gitanos que cantaban el cante jondo en toda su
pureza. Aquello llamó extraordinariamente la atención a toda la ciudad, pero
especialmente a un joven músico que entonces estaba en esa lucha terrible que
tenemos que sostener todos los artistas jóvenes, la lucha por lo nuevo, la
lucha por lo imprevisto, el buceo en el mar del pensamiento por encontrar la
emoción intacta.
Aquel
joven iba un día y otro a oír los «cantaores» andaluces, y él, que tenía el
alma abierta a los cuatro vientos del espíritu, se impregnó del viejo Oriente
de nuestras melodías. Era Claudio Debussy.
Andando
el tiempo, había de ser la más alta cumbre musical de Europa y el definidor de
las nuevas teorías.
Efectivamente,
en muchas obras de este músico surgen sutilísimas evocaciones de España
y sobre todo de Granada a quien consideraba, como lo es en realidad, un verdadero
paraíso.
Claudio Debussy, músico de la fragancia y de la
irisación, llega a su mayor grado de fuerza creadora en el poema Iberia, verdadera obra genial donde
flotan como en sueño perfumes y rasgos de Andalucía.
Pero donde revela con mayor exactitud la
marcadísima influencia del cante jondo, es en el maravilloso preludio titulado La Puerta del Vino y en la vaga y tierna
Soirée en Granada, donde están
acusados, a mi juicio, todos los temas emocionales de la noche granadina. la
lejanía azul de la vega la sierra saludando al
tembloroso Mediterráneo, las enormes púas de niebla clavadas en las
lontananzas, el rubato admirable de la ciudad y los alucinantes juegos del agua
subterránea.
Y lo más admirable de todo esto es que Debussy,
aunque había estudiado seriamente nuestro «cante», no conocía a Granada.
Se trata, pues, de un caso estupendo de
adivinación artística, un caso de intuición genial, que hago resaltar en elogio
del gran músico y para honra de nuestra población.
Esto me recuerda al gran místico Swedenborg,
cuando desde Londres vio el incendio de Stokolmo y las profundas adivinaciones de
santos de la antigüedad.
En
España, el cante jondo ha ejercido indudable influencia en todos los músicos,
de la que llamo yo «grande cuerda española», es decir desde Albéniz hasta
Falla, pasando per Granados. Ya Felipe Pedrell había empleado cantos populares en
su magnífica ópera La Celestina (no
representada en España, para vergüenza nuestra) y señaló nuestra actual orientación,
pero el acierto genial lo tuvo Isaac Albéniz empleando en su obra los fondos
líricos del canto andaluz. Años más tarde, Manuel de Falla llena su música de nuestros
motivos puros y bellos en su lejana forma espectral. La novísima generación de
músicos españoles, como Adolfo Salazar, Roberto Gerhard, Federico Mompou y
nuestro Angel Barrios, entusiastas propagadores del proyectado concurso,
dirigen actualmente sus espejuelos iluminadores hacia la fuente pura y
renovadora del cante jondo y los deliciosos cantos granadinos, que podían
llamarse castellanos, andaluces.
Vean
ustedes, señores, la trascendencia que tiene el cante jondo y qué acierto tan
grande el que tuvo nuestro pueblo al llamarlo así. Es hondo, verdaderamente
hondo, más que todos los pozos y todos los mares que rodean el mundo, mucho más
hondo que el corazón actual que lo crea y la voz que lo canta, porque es casi
infinito. Viene de razas lejanas, atravesando el cementerio de los años y las
frondas de los vientos marchitos. Viene del primer llanto y el primer beso.
*
Una
de las maravillas del cante fondo, aparte de la esencial melódica, consiste en
los poemas.
Todos
los poetas que actualmente nos ocupamos, en más o menos escala, en la poda y
cuidado del demasiado frondoso árbol lírico que nos dejaron los románticos y
los postrománticos, quedamos asombrados ante dichos versos.
Las
más infinitas gradaciones del Dolor y la Pena, puestas al servicio de la
expresión más pura y exacta, laten en los tercetos y cuartetos de la siguiriya
y sus derivados.
No
hay nada, absolutamente nada, igual en toda España, ni en estilización, ni en
ambiente, ni en justeza emocional.
Las
metáforas que pueblan nuestro cancionero andaluz están casi siempre dentro de
su órbita; no hay desproporción entre los miembros espirituales de los versos
y consiguen adueñarse de nuestro corazón, de una manera definitiva.
Causa
extrañeza y maravilla, cómo el anónimo poeta de pueblo extracta en tres o
cuatro versos toda la rara complejidad de los más altos momentos sentimentales
en la vida del hombre. Hay coplas en que el temblor lírico llega a un punto
donde no pueden llegar sino contadísimos poetas.
Cerco
tiene la luna,
mi
amor ha muerto.
En
estos dos versos populares hay mucho más misterio que en todos los dramas de
Maeterlink, misterio sencillo y real, misterio limpio y sano, sin bosques
sombríos ni barcos sin timón, el enigma siempre vivo de la muerte.
Cerco
tiene la luna,
mi
amor ha muerto.
Ya vengan del
corazón de la sierra, ya vengan del naranjal sevillano o de las armoniosas
costas mediterráneas, las coplas tienen un fondo común: el Amor y la Muerte...,
cero un Amor y una Muerte vistos a través de la Sibyla, ese personaje tan
oriental, verdadera esfinge de Andalucía.
En
el fondo de todos los poemas late la pregunta, pero la terrible pregunta que no
tiene contestación. Nuestro pueblo pone los brazos en cruz mirando a las
estrellas y esperará inútilmente la seña salvadora. Es un gesto patético, pero
verdadero. El poema o plantea un hondo problema emocional, sin realidad
posible, o lo resuelve con la Muerte, que es la pregunta de las preguntas.
La
mayor parte de los poemas de nuestra región (exceptuando muchos nacidos en
Sevilla) tienen las características antes citadas. Somos un pueblo triste, un
pueblo extático.
Como
Ivan Turgueneff vio a sus paisanos, sangre y médula rasas convertidos en
esfinge, así veo yo a muchísimos poemas de nuestra lírica regional.
¡Oh
esfinge de las Andalucías!
A
mi puerta has de llamar,
no
te he de salir a abrir
y
me has de sentir llorar.
Se
esconden los versos detrás del velo impenetrable y se duermen en espera del
Edipo que vendrá a descifrarlos para despertar y volver al silencio...
Una
de las características más notables de los textos del cante jondo consiste en
la ausencia casi absoluta del «medio tono».
Tanto
en los cantos de Asturias como en los castellanos, catalanes, vascos y gallegos
se nota un cierto equilibrio de sentimientos y una ponderación lírica que se
presta a expresar humildes estados de ánimo y sentimientos ingenuos, de los
que puede decirse que carece casi por completo el andaluz.
Los
andaluces rara vez nos damos cuenta del «medio tono». El andaluz o grita a las
estrellas o besa el polvo rojizo de sus caminos. El medio tono no existe para
él. Se lo pasa durmiendo. Y cuando por rara excepción lo usa dice:
A
mí se me importa poco
que
un pájaro en la «alamea»
se
pase de un árbol a otro.
Aunque
en este cantar, por su sentimiento aun cuando no por su arquitectura, yo noto
una acusada filiación asturiana. Es, pues, el patetismo la característica más
fuerte de nuestro cante jondo.
Por
eso, mientras que muchos cantos de nuestra península tienen la facultad de
evocamos los paisajes donde se canta, el cante jondo canta como un ruiseñor sin
ojos, canta ciego, y por eso tanto sus textos pasionales como sus melodías
antiquísimas tienen su mejor escenario en la noche... en la noche azul de
nuestro campo.
Pero
esta facultad de evocación plástica que tienen muchos cantos populares
españoles les quita la intimidad y la hondura de que está henchido el cante
jondo.
Hay
un canto (entre los mil) en la lírica musical asturiana que es el caso típico
de evocación.
Ay
de mí, perdí el camino;
en
esta triste montaña,
ay
de mí, perdí el camino;
déxame
meté l’rebañu
por
Dios en la to cabaña.
Entre
la espesa flubina,
¡ay
de mí, perdí el camino!;
déxame
pasar la noche
en
la cabaña contigo.
Perdí
el camino
entre
la niebla del monte,
¡ay
de mí, perdí el camino!
Es
tan maravillosa la evocación de la montaña, con pinares movidos por el viento,
es tan exacta la sensación real ¿el camino que sube a las cumbres donde la nieve
sueña. es tan verdadera la visión de la niebla, que asciende de los abismos
confundiendo a las rocas humedecidas en infinitos tonos de gris, que llega uno
a olvidarse del «probe pastor» que como un niño pide albergue a la desconocida
pastora del poema. «Llega uno a olvidarse de lo esencial en el poema.» La
melodía de este canto ayuda extraordinariamente a la evocación plástica con un
ritmo monótono verde-gris de paisaje con nieblas.
En
cambio el cante jondo canta siempre
en la noche. No tiene ni mañana ni tarde, ni montañas ni llanos. No tiene más
que la noche, una noche ancha y profundamente estrellada. Y le sobra todo lo
demás.
Es
un canto sin paisaje y, por lo tanto, concentrado en si mismo y terrible en
medio de la sombra, lanza sus flechas de oro que se clavan en nuestro corazón.
En medio de la sombra es como un formidable arquero azul cuya aljaba no se
agota jamás.
*
Las
preguntas que todos hacen de ¿quién hizo esos poemas?, ¿qué poeta anónimo los
lanza en el escenario rudo del pueblo?, esto realmente no tiene respuesta.
Jeanroy,
en su libro Orígenes de la lírica popular
en Francia, escribe: «El arte popular no sólo es la creación impersonal,
vaga e inconsciente, sino la creación “personal”
que el pueblo recoge por adaptarse a su sensibilidad.» Jeanroy tiene en parte
razón, pero basta tener una poca sensibilidad para advertir dónde está la
creación culta, aunque ésta tenga todo el color salvaje que se quiera. Nuestro
pueblo canta coplas de Melchor del Palau, de Salvador Rueda, de Ventura Ruiz
Aguilera, de Manuel Machado y de otros, pero ¡qué diferencia tan notable entre
los versos de estos poetas y los que el pueblo crea! ¡La diferencia que hay
entre una rosa de papel y otra natural!
Los
poetas que hacen cantares populares enturbian las claras linfas del verdadero
corazón; y ¡cómo se nota en las coplas el ritmo seguro y feo del hombre que
sabe gramáticas! Se debe tomar del pueblo nada más que sus últimas esencias y
algún que otro trino colorista, pero nunca querer imitar fielmente sus
modulaciones inefables, porque no hacemos otra cosa que enturbiarlas.
Sencillamente por educación.
Los
verdaderos poemas del cante jondo no
son de nadie, están flotando en el viento como vilanos de oro y cada generación
los viste de un color distinto, para abandonarlos a las futuras.
Los
verdaderos poemas del cante jondo
están en sustancia, sobre una veleta ideal que cambia de dirección con el aire
del Tiempo.
Nacen
porque sí, son un árbol más en el paisaje, una fuente más en la alameda.
La
mujer, corazón del mundo y poseedora inmortal de la «rosa, la lira y la ciencia
armoniosa», llena los ámbitos sin fin de los poemas. La mujer en el cante jondo se llama Pena...
Es
admirable cómo a través de las construcciones líricas un sentimiento va tomando
forma y cómo llega a concrecionarse en una cosa casi material. Este es el caso
de la Pena.
En
las coplas la Pena se hace carne, toma forma humana y se acusa con una línea
definida. Es una mujer morena que quiere cazar pájaros con redes de viento.
Todos
los poemas del cante jondo son de un
magnífico panteísmo, consultan al aire, a la tierra, al mar, a la luna, a cosas
tan sencillas como el romero, la violeta y el pájaro. Todos los objetos
exteriores toman una aguda personalidad y llegan a plasmarse hasta tomar parte
activa en la acción lírica.
En
mitá der «má»
había
una piedra
y
se sentaba mi compañerita
a
contarle sus penas.
Tan
solamente a la Tierra
le
cuento lo que me pasa,
porque
en el mundo no encuentro
persona
e mi confianza.
Todas
las mañanas voy
a
preguntarle al romero
si
el mal de amor tiene cura,
porque
yo me estoy muriendo.
El
andaluz, con un profundo sentido espiritual, entrega a la naturaleza todo su
tesoro íntimo con la completa seguridad de que será escuchado.
Pero
lo que en los poemas del cante jondo
se acusa como admirable realidad poética es la extraña materialización del
viento, que han conseguido muchas coplas.
El
viento es personaje que sale en los últimos momentos sentimentales, aparece
como un gigante preocupado de derribar estrellas y disparar nebulosas, pero en
ningún poema popular he visto que hable y consuele como en los nuestros.
Subí
a la muralla;
me
respondió el viento
¿para
qué tantos suspiritos
si
ya no hay remedio?
El
aire lloró
al
ver las «duquitas» tan grandes
e
mi corazón.
Yo
me enamoré del aire,
del
aire de una mujer,
como
la mujer es aire,
en
el aire me quedé.
Tengo
celos del aire,
que
da en tu cara,
si
el aire fuera hombre
yo
lo matara.
Yo
no le temo a remar,
que
yo remar remaría,
yo
sólo temo al viento
que
sale de tu bahía.
Es
esta una particularidad deliciosa de los poemas; poemas enredados en la hélice
inmóvil de la rosa de los vientos.
Otro
tema peculiarísimo y que se repite en infinidad de canciones (las más) es el
tema del llanto...
En
la siguiriya gitana, perfecto poema de las lágrimas, llora la melodía como
lloran los versos. Hay campanas perdidas en los fondos y ventanas abiertas al
amanecer.
De
noche me sargo ar patio
y
me jarto de llorá,
en
ver que te quiero tanto
y
tú no me quieres ná.
Llorar,
llorar ojos míos,
llorar
si tenéis por qué,
que
no es vergüenza en un hombre
llorar
por una mujer.
Cuando
me veas llorar
no
me quites el pañuelo,
que
mis penitas son grandes
y
llorando me consuelo.
Y
esta última, gitana y andalucísima:
Si
mi corazón tuviera
berieritas
e cristar
t’asomaras
y lo vieras
gotas
de sangre llorar.
Tienen,
estos poemas un aire popular inconfundible y son a mi juicio, los que van mejor
con el patetismo melódico del cante jondo.
Su
melancolía es tan irresistible y su fuerza emotiva es tan perfilada, que a
todos los verdaderamente andaluces nos producen un llanto íntimo, un llanto que
limpia al espíritu llevándolo al limonar encendido del Amor.
No hay nada comparable en delicadeza y ternura con
estos cantares y vuelvo a insistir en la infamia que se comete con ellos,
relegándolos al olvido o prostituyéndolos con la baja intención sensual o con
la caricatura grosera. Aunque esto ocurre exclusivamente en las ciudades, porque
afortunadamente para la virgen Poesía y para los poetas aún existen marineros
que cantan sobre el mar, mujeres que duermen a sus niños a la sombra de las
parras, pastores ariscos en las veredas de los montes; y echando leña al fuego,
que no se ha apagado del todo, el aire apasionado de la poesía avivará las
llamas y seguirán cantando las mujeres bajo las sombras de las parras, los
pastores en sus agrias veredas y los marineros sobre el ritmo fecundo del mar.
*
Lo
mismo que en la siguiriya y sus hijas se encuentran los elementos más viejos de
Oriente, lo mismo en muchos poemas que emplean el cante jondo se nota la afinidad son los cantos orientales más
antiguos.
Cuando
la copla nuestra llega a un extremo del Dolor y del Amor, se hermana en
expresión con los magníficos versos de poetas árabes y persas.
Verdad
es que en el aire de Córdoba y Granada quedan gestos y líneas de la remota
Arabia, como es evidente, que en el turbio palímpsesto del Albaicín surgen
evocaciones de ciudades perdidas.
Los
mismos temas del sacrificio, del Amor sin fin y del Vino aparecen expresados
con el mismo espíritu en misteriosos poetas asiáticos.
Séraje-al-Warak,
un poeta árabe, dice:
La
tórtola que el sueño
con
sus quejas me quita,
como
yo tiene el pecho
ardiendo
en llamas vivas.
Ibn
Ziati, otro poeta árabe, escribe a la muerte de su amada la misma elegía que un
andaluz del pueblo hubiese cantado.
El
visitar la tumba de mi amada
me
daban mis amigos por consuelo,
mas
yo les repliqué: ¿Tiene ella, amigos,
otro
sepulcro que mi pecho?
Pero
donde la afinidad es evidente y se encuentran coincidencias nada raras es en
las sublimes Gacelas amorosas de
Hafiz, poeta nacional de Persia que cantó el vino, las hermosas mujeres, las
piedras misteriosas y la infinita noche azul de Siraz.
El
arte ha usado desde los tiempos más remotos la telegrafía sin hilos o los
espejitos de las estrellas.
Hafiz
tiene en sus Gacelas varias obsesiones líricas, entre ellas la exquisita
obsesión de las cabelleras.
Aunque
ella no me amara
el
orbe de la tierra
trocara
por un solo
cabello
de su crencha.
Y
escribe después:
Enredado
en tu negra cabellera
está
mi corazón desde la infancia,
hasta
la muerte. Unión tan agradable
no
será ni deshecha ni borrada.
Es
la misma obsesión que por los cabellos de las mujeres tienen muchos cantares de
nuestro singular cante jondo llenos
de alusiones a las trenzas guardadas en relicarios, el rizo sobre la frente que
provoca toda una tragedia. Este ejemplo entre los muchos lo demuestra; es una siguiriya
Si
acasito muero mira que te encargo
que
con las trenzas de tu pelo negro
me
ates las manos.
No
hay nada más profundamente poemático que estos tres versos que revelan un
triste y aristocrático sentimiento amoroso.
Cuando
Hafiz trata el tema del llanto lo hace con las mismas expresiones que nuestro
poeta popular, con la misma construcción espectral y a base de los mismos sentimientos:
Lloro
sin cesar tu ausencia,
mas
¿de qué sirve mi anhelar continuo
si
a tus oídos el viento rehúsa
llevar
mis suspiros?
Es
lo mismo que:
Yo
doy suspiros al aire,
¡ay
pobrecito de mí!,
y
no los recoge naide.
Hafiz
dice:
Desde
que el eco de mi voz no escuchas
está
en la pena el corazón sumido
y
a los mis ojos ardorosas fuentes
de
sangre envía.
Y
nuestro poeta:
Cada
vez que miro el sitio
donde
te he solido hablar,
comienzan
mis pobres ojos
gotas
de sangre a llorar.
O
esta terrible copla de siguiriya:
De
aquellos quereles
no
quiero acordarme,
porque
me llora mi corazoncito
gotas
de sangre.
En
la Gacela veintisiete canta el hombre de Siraz:
Al
fin mis huesos se verán un día
a
polvo reducidos en la fosa,
mas
no podrá jamás el alma
borrar
una pasión tan fuerte.
Que
es exactamente la solución de infinidad de coplas del cante jondo. Más fuerte que la muerte es el amor.
Fue
para mí, pues, de una gran emoción la lectura de estas poesías asiáticas
traducidas por don Gaspar María de Nava y publicadas en París el año 1838,
porque me evocaron inmediatamente nuestros jondísimos
poemas.
También
existe gran afinidad entre nuestros siguiriyeros y los poetas orientales en lo
que se refiere al elogio del vino. Cantan ambos grupos el vino claro, el vino
quitapenas que recuerda a los labios de las muchachas, el vino alegre, tan
lejos del espantoso vino baudelairíano. Citaré una copla (creo que es un
martinete), rara por cantarla un personaje que dice su nombre y apellido (caso
insólito en nuestro cancionero) y en quien yo veo personificados a todos los
verdaderos poetas andaluces.
Yo
me llamo Curro Pulla
por
la tierra y por el mar,
y
en la puerta de la tasca
la
piedra fundamental.
Es
el mayor elogio del vino que se oye en los cantares [de] este Curro Pulla. Como
el maravilloso Omar Kayyan sabía aquello de
Se
acabará mi querer,
se
acabará mi llorar,
se
acabará mi tormento
y
todo se acabará.
Coloca
sobre su frente la corona de rosas del instante y mirando en el vaso lleno de
néctar, ve correrse una estrella en el fondo... Y como el grandioso lírico
Nishapur, siente a la vida como un tablero de ajedrez.
Es,
pues señores, el cante jondo, tanto
por la melodía como por los poemas, una de las creaciones artísticas populares más
fuertes del mundo y en vuestras manos está el conservarlo y dignificarlo para
honra de Andalucía y sus gentes.
*
Antes
de terminar esta pobre y mal construida lectura quiero dedicar un recuerdo a
los maravillosos cantaores a los
cuales se debe que el cante jondo
haya llegado hasta nuestros días.
La
figura del cantaor está dentro de dos
grandes líneas: el arco del cielo en el exterior y el zig-zag que culebrea
dentro de su alma.
El
cantaor, cuando canta, celebra un
solemne rito, saca las viejas esencias dormidas y las lanza al viento envueltas
en su voz… tiene un profundo sentido religioso del canto.
La
raza se vale de ellos para dejar escapar su dolor y su historia verídica. Son
simples médiums, crestas líricas de
nuestro pueblo.
Canta
alucinados por un punto brillante que tiembla en el horizonte, son gentes
extrañas y sencillas al mismo tiempo.
Las mujeres han cantado soleares, género
melancólico y humano de relativo fácil alcance para el corazón; en cambio los hombres
han cultivado con preferencia la portentosa siguiriya
gitana..., pero casi todos ellos han sido mártires de la pasión irresistible
del cante. La siguiriya es como un cauterio
que quema el corazón, la garganta y los labios de los que la dicen. Hay que
prevenirse contra su fuego y cantarla en su hora precisa.
Quiero recordar a Romerillo, al espiritual Loco
Mateo, a Antonia la de San Roque, a Anita la de Ronda, a Dolores la Parrala y a
Juan Breva, que cantaron como nadie las soleares y evocaron a la virgen pena en
los limonares de Málaga o bajo las noches marinas del Puerto.
Quiero
recordar también a los maestros de la siguiriya,
Curro Pablos, El Curro, Manuel Molina, y al portentoso Silverio Franconetti,
que cantó como nadie el cante de los cantes y cuyo grito hacía abrirse el
azogue de los espejos.
Fueron
inmensos intérpretes del alma popular que desbrozaron su propia alma entre las
tempestades del sentimiento. Casi todos murieron del corazón, es decir, estallaron
como enormes cigarras después de haber poblado nuestra atmósfera de ritmos
idéales...
Señoras
y señores:
A
todos los que a través de su vida se han emocionado con la copla lejana que
viene por el camino, a todos los que la paloma blanca del amor haya picado en
su corazón maduro, a todos los amantes de la tradición engarzada con el
porvenir, al que estudia en el libro como al que ara la tierra, les suplico
respetuosamente que no dejen morir las apreciables joyas vivas de la raza, el
inmenso tesoro milenario que cubre la superficie espiritual de Andalucía y que
mediten bajo la noche de Granada la trascendencia patriótica del proyecto que
unos artistas españoles presentamos.

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