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Young Man de Gerda Wegener (Dinamarca, 1886 - 1940)
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Metanoia
Autor: Gilberto Aranguren Peraza
Una mirada inconclusa, apostada y sin nombre, se alojaba en la sábana
fantasmal que hacia el denuncio del recodo invisible que daba a la ventana. En
lo oculto el crucifijo de madera, resignado a las horas que desaparecían. Una
estancia distraída y mal pintada, un juego de cortinas por donde deambulaban
simulaciones de viejas carreteras, empolvada y aventajada de años. El miedo
acalambrado ante la intolerancia y perplejidad de lo patético se recluía acongojado
en la habitación. No sabía enfrentar la retahíla de expresiones que la mujer
postrada decía con su rostro. Había llegado de tan lejos para descubrir un
espanto colocado en la cama, y una serie indescifrable de vías y utensilios
propios de la enfermería: una inyectadora, frascos de innumerables colores y un
escarabajo pernotando entre el sucio y el polvo de la mesita que se adjuntaba a
un lado de la enferma.
Apresurada, una joven se acerca y revisa con cuidado la bolsa abombada que
cuelga dejando caer, lentamente, la sustancia: un líquido cristalino que se
derrumba, suavemente, en un minúsculo depósito y que, por acción misteriosa de
la gravedad, recorría unas diminutas mangueras hasta depositarse; sin querer,
él se imaginaba recorrer las venas, mientras pensaba que los hospitales hacían a
la gente buena, en cambio a los que visten de blanco las emociones se le adornaban.
La enfermera lo miró con sumo cuidado, se inmiscuyó en la mueca pueril que
fijó al entrar, era vana e innecesaria, prácticamente estúpida, como si hubiera
salido de una película de navidad. Una mirada asombrosa se producía al arquear
las cejas, pobladas y perfectamente diseñadas. Su rostro pálido denotaba una
tranquila y serena angustia. La perfección del continente hacía de aquel ser un
terrible monstruo consumido en la necesidad. Así, sus labios, su nariz, sus
ojos, sus mejillas y su frente eran un grito forzoso de afecto. Era hermoso,
pero a la vez la belleza se difuminaba en un color aparatoso refugiado en el
dolor y en la incertidumbre, y de este modo se acuclillaba ante los ojos de la enferma
que observaba con un recelo maldito y desesperado.
Buscó la mano, caía de un lado cubierta de una serie de vías y moretones.
Miró a la enfermera como pidiendo respuesta: ¿Es su hijo? – preguntó de forma
directa y sin tapujo. ¡Sí! – respondió sin miramientos. ¿Quién la cuida en las
noches? – preguntó, mientras acariciaba la mano cubierta de oscuridad. ¡Nadie,
viejo! – respondió algo entristecida – en las noches sólo duerme. Se queda
íngrima y sola. Sin compañía alguna, siempre es bueno que alguien se quede con
ella – dijo la enfermera demostrando una sensibilidad algo inusual en las
artistas de esta profesión. - ¿Me podré quedar yo? – preguntó un algo inquieto.
¡No! – Dijo la enfermera de forma tajante y sin miramientos como lo expresan
todas las enfermeras del mundo – ¡En las noches sólo se pueden quedar mujeres!
A veces vienen las damas de la Legión. Vienen y se quedan, acompañándola a ella
y a otras. ¿Tiene usted un familiar femenino que la pueda acompañar?
No sabía que responder ante aquella peculiar interrogante, sostenida en
nada más y nada menos en incongruentes estímulos sociales que fueron
pervirtiéndose con el tiempo ¿Quién inventó esa norma? ¿De dónde sale la idea
para estimar una norma de este calibre? Nadie piensa en la posibilidad de los
hijos. Se ha creído que las hijas, las hermanas, las madres son las verdaderas
nodrizas de los enfermos. Con una sonrisa en la boca y una cálida piel en los
labios la enfermera se embrujaba al oír decir: ¡Sí, mi hermana Doris!... Ella
va a venir a partir de esta noche. Dijo con una breve solemnidad. ¡Doris! –
exclamó algo asombrada. ¡No sabía que la señora tenía una hija! pero bien… lo
importante es que una mujer venga y la acompañe… - dijo en forma melancólica.
Aún el reloj no daban las siete, cuando por la puerta entraba una mujer con
una tez bronca, pero de una sonrisa que dejaba la extraña sensación de la duda.
El olor de los cabellos y el de la piel eran contenidos perfectos de aromas
extraídos de frutas múltiples. La estancia se aromatizó hasta cubrir cada
rincón. La enfermera sedujo la mirada de la dama y entre las dos colgaron el
secreto.
La naranja y la vainilla se entremezclaron asentándose en configuraciones
del aire. La habitación se convirtió en una masa estupefacta. La enfermera miraba
extrañada a la breve mujer que aparecía ante sus ojos. Era sencilla, amable.
Elegante, sobria. Era perfecta. Las miradas de las tres mujeres violaron la
presencia de la araña que se posaba en una pared. La enferma divisó la grieta transparente
que se hizo entre ella y la joven mujer que apareció de repente. ¡Era su hija
Doris! la misma que ella un día anhelaba, pero que perdió en el rostro del
hijo.
Su hija era fina ¿Se habrá casado? ¿Tendrá hijos? ¿Habrá amado? ¿Se habrá
deleitado en la pubertad con la fragancia del primer amor? ¿Habrá poseído la
fiebre inquebrantable que trastoca el débil corazón de las niñas? ¿Habrá
entendido a tiempo que el amor posee un carácter imaginario y trastornado?
¿Sabrá que el sexo no ocurre entre cuerpos sino que es una rendija que se
destapa en las metáforas? ¿Se le habrá ocurrido que el sexo es una simple
metáfora y que a veces se convierte en una fatua idea de un punto inverosímil
de la vida? ¿Dónde y con quién habría tenido su primera experiencia? ¿Quién era
Doris? ¿Quién era aquella mujer sublime que decía ser su hija? ¿En dónde estaba
ella como madre cuando nació? ¿Dónde estaba ella como mujer cuando esa hija,
salida de la nada y entregada en su ausencia, aparecía sin máscara en el escenario
de la vida? ¿Dónde estuviste Doris estos años?
Para Doris el instante representaba la totalidad de la vida. Era un momento
único e inesperado. Aunque había suficiente para la transformación en lo
sensible y en la ternura, no tuvo la oportunidad de constituir en ella los
mitos de virginidad, esposa, enamorada y amante. Todo aquello fue una breve
ilusión de una mujer que contuvo las ganas. Toda su oportunidad como fémina fue
no sólo una fantasía. Hasta ese día que convirtió lo ficticio en una adecuada
realidad. Aquí era el momento para el uso de la máscara. Se escondería de la
madre para no sentir el desprecio y de la imagen del padre terrible que siempre
ahuyentó lo femenino del hijo. Hoy era mujer y atendería a su madre desde la
condición liberada. En ella había un principio que estimaba que el cuerpo
aprendía lo que el alma anhelaba. Por lo que su intento femenino de exaltarse
ante la sociedad no había sido del todo un fracaso. Su cuerpo era el de una
verdadera mujer.
Día y noche, silenciosamente, se mantuvo una tranquila compañía, que generó
una relación mágica y fascinante. En sus adentros, la madre dejaba que el odio
disminuyera, y la afectación hacia Doris se convertía en una gracia experimental.
Se transformaba a medida que la realidad cambiaba y se deshacía, y el caos en
la percepción se asomaba, convirtiendo el estado amoroso, donde la comprensión
del significado era un acto sacrificial, en instantes donde se perpetuaban sensaciones
de afectos jamás vividos. De modo, que en la mente de la anciana comenzaron a
huir las diversas constelaciones nemotécnicas de episodios del pasado, mientras
tanto las miradas tiernas de Doris, en conjunto con sus palabras suaves,
hicieron posible un breve discurso silencioso del amor. Tanto las palabras como
las miradas, incomprendidas por los demás, se resbalaban como el lenguaje
adquirido en soledad, de acuerdo al motor engendrado en el dolor. Todo se
difuminaba y empezaba de nuevo y la transformación se presentaba como una nueva
oportunidad.
Doris anhelaba la recuperación de la madre, estaba de acuerdo que algo
inusitado se había desarrollado en su vida, estaba de acuerdo que la mirada
distorsionada era mejor que cualquier realidad fantasiosa. Las miradas
surgieron como el único recurso de atracción y aguardaban el instante para
obtener el reconocimiento como la mujer del mundo, la auténtica amante.
Entre ellas se inició el viaje fantástico del amor. Sintiendo en el cuerpo
el hálito extraño de estar sin remordimientos. Sentían pasión mutua al abordar
el cuerpo con la suavidad de la esponja en el momento del baño, de la comida y cuando
el infausto detalle de la hora en que el cuerpo avisaba de la llegada de lo
innecesario. Para ello, Doris se entregaba hasta asear la piel, sus nalgas, su
intimidad. El color de la madre se aclaraba y una tenue sonrisa cómplice se
deslizaba por la mejilla. Había reconquistado el espacio vacío de su maternidad
y la hija había aparecido para entusiasmar al destino con su obra.
Doris llegaba a oscura a la casa y ahí se acobijaba en la sombra del
hermano inventado. Él nunca existió, ni en la memoria materna, ni en la vista
larga de su imaginación. La muerte temprana del hermano la hacía una mujer
delicada en el tiempo y austera en el espacio. No era la mujer, porque nada de
lo vivido podía asentar la feminidad anhelada. Susurraba en la almohada
cualquier idiotez de su masculinidad como vehículo del recuerdo de lo que
intentaba alcanzar sin premio. Más fácil era ser mujer en la dicotomía, ahí era
sensible y esperanzada.
La madre murió una tarde en que el sol se escondía para atravesar la
lluvia. A su lado condujo las lágrimas de la anciana hasta un pañuelo sedoso y
seco. La despedida fue austera y marginal. No hubo perdón, ni seducción, sólo
un tenue delicado abrazo que subyugaba la tragedia de haber sido un hijo de la
menopausia.
Convertida, definitivamente en mujer, salió y abrazó el día liberándose
para siempre de las amarras de la vergüenza. No hacía falta del sexo para
sentir, ella era la integración genuina de un sexo único e inventado que la
llevó a sentarse en la orilla del camino y llorar hasta cansarse.