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NIños jugando con fuego de Rufino Tamayo (México, 1899 - 1991) |
El niño de fuego
de: Gilberto Aranguren Peraza
En
aquella noche fría de marzo al diablo se le ocurrió aparecérsele a un nutrido
grupo de damas de la alta sociedad. La anciana, para entonces, atendía
cariñosamente a la dueña de la casa: la encantadora señorita Rojas, que vivía
en una pequeña fortaleza de doble planta y color amarillo, con jardines
descuidados y un olor asqueroso a gatos y a perros, y que por su infinita
soledad decidió convivir amablemente con la sirvienta hasta hacer de la amistad
una fuerte viga de acero. Por las noches, el juego de póquer se convertía en la
aventura predilecta de aquellas jóvenes mujeres: las casadas avisaban a sus
casas para asegurar que el servicio diera de comer a los chiquillos, y
posterior al cepillado adecuado los arroparan en las camitas de las
habitaciones repletas. Era un grupo de selectas mujeres acostumbradas a
suspender sus sueños para refugiarse en el juego, el licor y el cigarro,
siempre a escondida de las miradas traductoras de los maridos. Rojas era
cincuentona, de rostro tenso y peinado abombado hecho a la moda, se paraba de
su puesto por lo mínimo cuatro veces durante la noche y tocaba el timbre que se
encontraba escondido entre las cortinas.
La
anciana recordaba cómo la luna, que para ella estaba llena de agua, alumbraba
la oscuridad de la calle; las jóvenes, sentadas en una salita que daba a un
comedor lleno de cuadros y retratos, lucían los chistes y chismes del día,
mientras bebían gozosas el ron cuadriculado con cubos helados. Eran de juegos y
de pasar horas enteras disfrutando la velada. A la vieja, más joven que ahora, permanecía
hasta el final del convite, acurrucadita en su silla pelando las papas y
cebollas para la tortilla del día siguiente, siempre a la espera del timbre.
Inesperadamente,
el reloj de la sala dio las doce; la anciana se levantó de la mesa dejando lo
que estaba haciendo, y se dispuso a colocar la jarra de café, las galletas y el
ron en una bandeja, sabiendo que estaba justo, paradito al lado de ella, con
sus ojos negros y una sonrisa blanca. No dando importancia a la mirada, sacó de
su pecho el crucifijo y lo dejó caer sobre la blusa y se fue cargada sin mirar
hacia atrás. Al llegar a la sala, entró tranquila dejando en una mesa la
bandeja con los detalles, prefiriendo pararse en una esquina tratando de
protegerse sin decir palabra alguna. Rojas observaba al niño comiéndose las
galletas. Tocó a una de las mujeres para que volteara y mirara, las demás
siguieron las miradas: El niño comía con tranquilidad y sin angustia, y reía a
carcajadas. Sus ojos comenzaron a brillarle más y más hasta convertirse en fuego
y un calor incendió el recinto. Todas sudaban a chorros, siendo complicado gritar.
Estaban paralizadas. El niño, convertido en fuego, se acercó y las invitó a
jugar sentándose en una silla frente a Rojas. Poco a poco, cada una iba levantándose,
pero sus fuerzas eran tan poca que cayeron desbocadas al piso. Ella, aún
paralizada, no imaginó lo que posterior observaría: el niño se consumió en su
mismo fuego, y mi abuela amaneció dormida en su cama sudando frío.
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