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Niños jugando de Victor Gabriel Gilbert (Francia, 1847 - 1933) |
Autor: Gilberto Aranguren Peraza
Diversos eran
los juegos que a diario ejercitaban, sobre todo en las tardes, aquellas rayadas
de un sol inclemente y sustancial, que acusaba la llegada pavorosa de las
lluvias pero que al final era el reducto asombroso de una amenaza, que no
pasaba de nubes grises, gordas y un viento que suavizaba el día hasta llegar,
definitivamente, la oscuridad. Era cuando recogían algunas herramientas de
juego y se colocaban, sentaditos, en la acera a la espera de los vecinos que
regresaban de sus trabajos para jugarles una de las suyas. Era el mes de agosto
y las vacaciones eran propicias para pasar el día entero en juegos y peleas.
Procuraban iniciar el día con un asomo tranquilo en las lomas, para ello se levantaban
muy temprano y correteaban el campo sin descansar. Eran tres jovenzuelos que no
pasaban de ocho años, pero que dominaban cada rincón de los alrededores. Temían
a las implacables palizas, pero adoraban las siniestras peleas con los del otro
lado del río, porque así demostraban no sólo la fuerza sino la valentía extrema
ante el poderío austero de los chicos del otro lado, quienes poseían no sólo
las agallas sino las armas destructivas para los enemigos. Ellos sólo poseían
sus manos y una severa forma de golpear hasta el extremo de privar de la
respiración a uno de aquellos que se atrevió a traspasar los límites
espaciales. Por supuesto, este hecho, no sólo fue condenado por los del otro
lado del río, sino que juraron que cobrarían venganza apenas se diera el
oportuno momento.
Por esos días
los del otro lado del río celebraban airosos la cosecha, llevando a cabo una
serie de actividades y juegos que generaban una jerga que no paraba en tres
días, dejando una estela de borrachos y de mujeres desvestidas a todo lo largo
de los caminos y de los litorales. Era propicia cualquier estratagema venida de
la inocencia, sobre todo si esta estaba adscrita a la idea de pasar un rato
alegre y bullanguero. Agosto se hacía más cálido con sus brisas suaves y la
inconfundible manera de encubrirse las tardes con esa particular manía de la luz
que energizaba las frentes de todos. Los tres mozuelos miraban cómo sus vecinos
arrojaban enormes cantidades de licor en toda la vega que daba al río. Desde
lejos, breves aires humedecían lo que quedaba de la tarde la cual se despedía
animada pasando a una noche diferente. A una distancia perdida, y sin aceptar a
ser vistos, montaban la guardia para luego asirse con la estrategia voluntaria
de hacerle una jugarreta al enemigo, quienes custodiados por los padres habían
evitado acercarse al río, situación que dejó a los bandidos esperando el
momento para atacar sin la contemplación del perdón y la compasión. Fue una
sorpresa al ver que una figura diminuta se confundía con la noche y semidesnudo
caía sin premura en el pozo acanalado que dormía en las riberas. Fue cuando el
más listo decidió desvestirse apresuradamente y lanzarse al agua como si fuese
un caimán, silencioso, calmado y sin el menor rasgo de imprudencia. En el pozo,
el niño jugaba solo con el agua y se divertía mirando el universo de estrellas
que aparecían, inescrupulosamente, en el firmamento, derritiendo toda sensación
de tremor y vacío. Dos pilluelos se sentaron en la orilla siendo invitados
ansiosamente por el que estaba en el agua, y
como por cosas del destino le gritaban que no harían la misma gracia.
Más allá se oían ruidos y cantos que enganchaban la noche con una serie de escenarios
para el goce y la fiesta. Una cabecita, con un pelo raso y dos ojos abiertos
fue lo último que vieron los párvulos esa noche, además fue el último recuerdo
que tenían de aquel niño que jugaba a diario a las escondidas.
Cuatro niños
jugaban en la planicie, divirtiéndose y entretenidos, sin conocer el secreto
que deja la línea entre el litoral y sus terrenos. Siempre son vistos haciendo
escaramuzas en todo el campo. Parece que no han entendido que el tiempo, eso
que ellos no recuerdan, se escondió apresurado entre las piedras.