Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

domingo, 1 de noviembre de 2020

Juguemos con el enemigo (Cuento)

 

Niños jugando de Victor Gabriel Gilbert (Francia, 1847 - 1933)

Autor: Gilberto Aranguren Peraza 

 

Diversos eran los juegos que a diario ejercitaban, sobre todo en las tardes, aquellas rayadas de un sol inclemente y sustancial, que acusaba la llegada pavorosa de las lluvias pero que al final era el reducto asombroso de una amenaza, que no pasaba de nubes grises, gordas y un viento que suavizaba el día hasta llegar, definitivamente, la oscuridad. Era cuando recogían algunas herramientas de juego y se colocaban, sentaditos, en la acera a la espera de los vecinos que regresaban de sus trabajos para jugarles una de las suyas. Era el mes de agosto y las vacaciones eran propicias para pasar el día entero en juegos y peleas. Procuraban iniciar el día con un asomo tranquilo en las lomas, para ello se levantaban muy temprano y correteaban el campo sin descansar. Eran tres jovenzuelos que no pasaban de ocho años, pero que dominaban cada rincón de los alrededores. Temían a las implacables palizas, pero adoraban las siniestras peleas con los del otro lado del río, porque así demostraban no sólo la fuerza sino la valentía extrema ante el poderío austero de los chicos del otro lado, quienes poseían no sólo las agallas sino las armas destructivas para los enemigos. Ellos sólo poseían sus manos y una severa forma de golpear hasta el extremo de privar de la respiración a uno de aquellos que se atrevió a traspasar los límites espaciales. Por supuesto, este hecho, no sólo fue condenado por los del otro lado del río, sino que juraron que cobrarían venganza apenas se diera el oportuno momento.

Por esos días los del otro lado del río celebraban airosos la cosecha, llevando a cabo una serie de actividades y juegos que generaban una jerga que no paraba en tres días, dejando una estela de borrachos y de mujeres desvestidas a todo lo largo de los caminos y de los litorales. Era propicia cualquier estratagema venida de la inocencia, sobre todo si esta estaba adscrita a la idea de pasar un rato alegre y bullanguero. Agosto se hacía más cálido con sus brisas suaves y la inconfundible manera de encubrirse las tardes con esa particular manía de la luz que energizaba las frentes de todos. Los tres mozuelos miraban cómo sus vecinos arrojaban enormes cantidades de licor en toda la vega que daba al río. Desde lejos, breves aires humedecían lo que quedaba de la tarde la cual se despedía animada pasando a una noche diferente. A una distancia perdida, y sin aceptar a ser vistos, montaban la guardia para luego asirse con la estrategia voluntaria de hacerle una jugarreta al enemigo, quienes custodiados por los padres habían evitado acercarse al río, situación que dejó a los bandidos esperando el momento para atacar sin la contemplación del perdón y la compasión. Fue una sorpresa al ver que una figura diminuta se confundía con la noche y semidesnudo caía sin premura en el pozo acanalado que dormía en las riberas. Fue cuando el más listo decidió desvestirse apresuradamente y lanzarse al agua como si fuese un caimán, silencioso, calmado y sin el menor rasgo de imprudencia. En el pozo, el niño jugaba solo con el agua y se divertía mirando el universo de estrellas que aparecían, inescrupulosamente, en el firmamento, derritiendo toda sensación de tremor y vacío. Dos pilluelos se sentaron en la orilla siendo invitados ansiosamente por el que estaba en el agua, y  como por cosas del destino le gritaban que no harían la misma gracia. Más allá se oían ruidos y cantos que enganchaban la noche con una serie de escenarios para el goce y la fiesta. Una cabecita, con un pelo raso y dos ojos abiertos fue lo último que vieron los párvulos esa noche, además fue el último recuerdo que tenían de aquel niño que jugaba a diario a las escondidas.

Cuatro niños jugaban en la planicie, divirtiéndose y entretenidos, sin conocer el secreto que deja la línea entre el litoral y sus terrenos. Siempre son vistos haciendo escaramuzas en todo el campo. Parece que no han entendido que el tiempo, eso que ellos no recuerdan, se escondió apresurado entre las piedras.

 


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