María Magdalena en el desierto de José de Ribera (España, 1591- Italia, 1652) |
Gilberto Aranguren Peraza
Pandora
En la boca del orificio, junto a la pared
donde la luz se pierde y nadie entiende
el por qué se mueren los días aturdidos
de tanto calor
aparecen recuerdos efímeros de mis escritos
al borde del cuaderno repleto de viejos versos.
Fueron añadidos durante la llegada de la mañana,
cuando mi madre seguía dobladita en una página
mirando por el agujero
cual curiosa no se cansaba de ver.
Sus ojos se clavaban en la última palabra
escrita al final de la hoja la cual hablaba
de los odios y entuertos dejados
por el enfrentamiento acaecido en la tarde anterior.
Yo me olvidaba de los secretos y dolores
y me escondía en el escaparate verde, donde ella
guardaba sus oraciones y escapularios
metidos en cajas de zapatos ya viejos y pasados de moda.
Nadie entendía por qué rezaba tanto. Nuestros oídos
zumbados de insectos marcaban el ritmo
de un único mantra
pausado y austero cuando comenzaba su tártara
de oraciones.
Llegaban a mis oídos como enjambres.
En las medianoches de los largos veranos donde la brisa
con sabor a remolacha hacía brincar a los saltamontes
por encima de las cobijas cuando dormíamos.
Mi madre ponía una cara de inocente. Pero todos sabíamos
del peligro cuando aparecía en la sala con ese rostro.
Entonces por las rendijas dejadas entre una madera y otra
entraba el frío y ella con su silencio de puma entraba
a nuestro espacio para colocarnos encima aquella gruesa cobija
de color marrón.
Y nos convertía en unos pobres inocentes de la noche.
Podíamos ver cómo se enfrentaba a la tarde
cual fiera de selva. Gobernaba la sabana con sus dientes
aquellos dados a ser testigos de sus cigarrillos
mientras pisaba los escorpiones aparecidos en el patio
y bailaba con el ruido de las predicciones de la calle.
Todo era un silencio de moscas y miedos.
Ella solo abría su baúl.
copyrigth©gilbertoarangurenperaza
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