Autor: Gilberto Aranguren Peraza
Estuvo mirándolo con ojos abiertos y asustados, con
la cabeza sostenida en los brazos cruzados manteniendo una cálida relación con
la mesa y con la luz colocada en un infinito supuesto por donde el hombre
transitaba. El cabello ensortijado caía, inescrupulosamente, en todo el borde
del rostro, mientras observaba estupefacta la ida precipitada. Encontró el
reloj que un día visitó su cuerpo con entusiasmo y sin vacilación alguna,
mientras tanto el tiempo centenario daba pasos ondulados en ese instante repleto
de ansiedades. Su espalda era la figura imaginada que encontraba siempre de
aquel famoso de Hollywood, no recordaba con precisión, pero no era como por
ejemplo Brad Davis o Brad Pitt, no sabía por qué los padres de otros
continentes colocaban esos nombres tan extraños a sus hijos. Con razón, muchos
pasan siendo desconocidos. Pero para ella, que miraba al hombre posesionarse
del destino, el desconocimiento era solo un motivo voraz de una circunstancia
anciana, de esas que llegan tarde al movimiento de la vida. Más allá, divisó el
perfume que un día colocó expandiendo su olfato por todo su cuerpo; y de
pronto, apareció la mujer, flaca e imaginativamente hedionda a un pachulí que
ahora era cosa del pasado. El cine abría sus puertas y un hombre arrebataba un bolso
a la señora que llevaba la cartera amarrada a las costillas para que nadie
osara quitársela. Los gritos espantaron al vago y el bolso se fue en sus manos
por una calle desconocida. Un niño miraba a un hombre darle un beso a una
mujer, era probable que la dama fuese la madre y esposa del hombre. Un señor
salía de un almacén con una cara de felicidad llevando en sus manos una bolsa
grande, tal vez era el artefacto que siempre quiso tener y que al fin, después
de tanto ahorrar, lograba comprar. Seguía alejándose y ella sólo miraba la
espalda, ese era el cuerpo de Michael Caine cuando hizo Funeral en Berlín; no, mejor era el atlético de Paul Newman en la Gata sobre el tejado caliente; pero, y
si fuese la espalda de Greta Garbo, en la Mujer
divina o la de Ingrid Berman caminando
hacia el avión en Casablanca,
suspirando cada vez que recordaba que el negro Sam tocaba As time goes by ¡Vaya, Humphrey Bogart,
el tiempo no pasará para ti! Un joven corría detrás de una chica con lentes
estúpidos, pero el guapo se veía feliz al acercársele. Una señora tomaba el
brazo de un hombre y se acercaban, llevaban prisa, parecía que fuesen a una
cita médica.
Después de dos horas mirando el mundo se le olvidó,
de manera definitiva, el rostro del hombre que la había abandonado. Sólo
recordaba que su espalda era igual a los imaginarios del cine, y con esa imagen
se levantó del café y se fue a caminar por la ciudad...
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