La isla de Olof Hermelin (Suecia 1827-1913) |
Por
Gilberto Aranguren Peraza
“Y en el espacio de aquel hueco
inmenso y mudo, Dios y yo éramos dos”
Juan
Ramón Jiménez
Espacio
No es el
Edén, ni el cielo, ni un libro, ni los versos inventados por niños en las
madrugadas. Es un hombre con muchas voces. Una isla de
muchos hombres. Un hombre con muchas islas. Es un átomo tan pequeño e
indivisible, forma una molécula tan honda como los sentimientos ancestrales, vibra
en la música de una célula despeinada. Es la tarde cuando los perros aúllan al
sol el cual huye despavorido ¡Qué alegres ladran los perros en esta calle! Ellos
despiden luz y escapan por el orificio donde aparecen los sonidos y su forma
descuida los secretos. Siguen aullando hasta desaparecer la aldea. Sin remedio lo
hacen en esta isla tan pequeña como un hombre, donde aparecen disimulados los
astros y los seres, el niño y el anciano, la madre y la amante. En su centro
hay un árbol. Él mira hundido al río en un cristal, su personalidad es calma y
llanura. Posee un corazón alegre porque sus raíces se introducen por debajo del
río y llegan a la otra orilla, ellas observan la copa de su cuerpo. En su
tronco se rinden entusiasmadas las mujeres. Bailan desnudas al ritmo de las
avenidas hechas con palmas y cañas, cubiertas de un mármol duplicador de grietas.
Se desnudan para almorzar y morir. Danzan como monjas con cervezas en las manos
deseosas y encaramadas. El árbol, inmóvil y con la vista al frente, es hombre y
sombra a la vez, conversa con entusiasmo, sin razas ni especies distintas y sin
la noción clasificadora de los espíritus. Todo es un conjunto. Una cantidad
reunida. Un sentimiento invernado. A esta altura del peligro, todo es un tumulto
de recuerdos. Un bulto en las marismas con trombas, nubes y una expresión
tántrica de caos. Esta isla es una casa. Se desarma y crea la vida. Tan vieja
es esta casa de bordes y paredes, con aceites traídos de lo profundo del abismo,
sus espacios son manchas deformadoras de rumores y es tanto como el segundo y
como la austera sensación de dejarlo todo en sus manos. En la fragilidad del
baile se invaden los ruidos de la tarde, sin conocer el color dejado por el otoño
y por los aires fríos previos del invierno. Los espíritus se sienten invitados,
son dioses regidos por el suelo de agua y barro. Ese es el destino de los
dioses de este mundo, y agradecidos han de estar por la compañía angelical de la
tierra. Porque quiso integrarse siguió siendo dios. Tú, dios en la imaginación.
Yo, dios de esta realidad donde habitan los pechos de vidrio. Somos integración
bordada de esferas y ramas, árboles intranquilos hundidos en el agua de esta isla
distanciada del Edén, del cielo, de los libros y de los versos inventados por
los niños en las madrugadas.
Me encantó!
ResponderEliminarHola Maigualida, gracias por este detalle. Todos somos islas, llevamos dentro una gran inquietud. Mis cariños.
EliminarAsí es! Apreciado poeta.
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