Autor: Gilberto Aranguren Peraza
Diluyo mi cuerpo en la imagen
Y la esperanza volcó
la mano
hacia la derecha
Ahí estoy yo
Esperando que las
luces despierten
Para irme directo al infinito
Se apagaron poco a poco imitando
al sol en su despedida y un joven entretenido, entendía que el instante
subrayaba la fragancia, entusiasmando a la mano que se conducía, sin control,
por la frágil monarquía escondida entre las piernas. Aquella, ni se inmutaba
por el simple ejercicio del querer. El silencio; único y sincero, alumbraba grandemente
los rostros, mientras la mano continuaba el rumbo calmado pero con desespero.
Una callada mirada, entre la oscuridad y la sombra de unos dedos, deambulaba
por la carretera de la vida, y entera subía y bajaba con roces suaves y
cariñosos encima de la tela.
Calculaba los pasos de los dedos,
iniciando la diversión de aquella osadía infantil. No era fácil, aún en medio
de la oscuridad favoreciendo el íntimo estímulo. Los dedos tendían el recorrido
por el brazo cercano, y tomaba las manos que, abiertas, se encontraban para
entrelazarse y afianzar el descanso. La mujer, con breve sutileza, abría la
cremallera e imaginándose que la mano suave entraría, perfectamente, por el
orificio. El pantalón, como obstáculo, se convertía en la masa flexible y
elástica que dejaba pasar entre sus fibras la sombra inusitada y atrevida. La
mano descubrió como por magia, que había un pasadizo secreto y encabritó hasta
llegar a la puerta. Dispuesta, inicio la entrada.
Todos los cuerpos se
endurecieron, la mirada fija en la mano y un largo aliento dejaba la sensación
convertirse frágilmente, en un éxtasis único, el ritmo era seguro. Una gota de
sudor corría por la frente del joven, mientras que la mujer se despertaba con
un temor que sólo podía ser calmado con un final explosivo. Y el alma, el alma
del joven se escondió en su mano y por el agujero entraba la misma que besaba
la boca, y los ojos impregnados de la luz caían suavemente ante el dominio de
la fuerza. La mujer caía, su cuerpo blando se enfurecía y el murmullo se
levantaba, mientras las luces despertaban el conjunto. Un sinfín de
reconocimientos subían por entre los ojos y los pocos espectadores se
levantaban de sus asientos, mientras una pequeña puerta daba a la calle
lateral. Como siempre, ella se levantaba extasiada y descansada: “La mano que
mece la cuna” le había dado esa tarde una tremenda lección: no invites a
desconocidos a tu casa.
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