Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

viernes, 2 de octubre de 2015

La mano






Autor: Gilberto Aranguren Peraza

Diluyo mi cuerpo en la imagen
Y la esperanza volcó
                               la mano hacia la derecha
Ahí estoy yo
                Esperando que las luces despierten
Para irme directo al infinito



Se apagaron poco a poco imitando al sol en su despedida y un joven entretenido, entendía que el instante subrayaba la fragancia, entusiasmando a la mano que se conducía, sin control, por la frágil monarquía escondida entre las piernas. Aquella, ni se inmutaba por el simple ejercicio del querer. El silencio; único y sincero, alumbraba grandemente los rostros, mientras la mano continuaba el rumbo calmado pero con desespero. Una callada mirada, entre la oscuridad y la sombra de unos dedos, deambulaba por la carretera de la vida, y entera subía y bajaba con roces suaves y cariñosos encima de la tela.
Calculaba los pasos de los dedos, iniciando la diversión de aquella osadía infantil. No era fácil, aún en medio de la oscuridad favoreciendo el íntimo estímulo. Los dedos tendían el recorrido por el brazo cercano, y tomaba las manos que, abiertas, se encontraban para entrelazarse y afianzar el descanso. La mujer, con breve sutileza, abría la cremallera e imaginándose que la mano suave entraría, perfectamente, por el orificio. El pantalón, como obstáculo, se convertía en la masa flexible y elástica que dejaba pasar entre sus fibras la sombra inusitada y atrevida. La mano descubrió como por magia, que había un pasadizo secreto y encabritó hasta llegar a la puerta. Dispuesta, inicio la entrada.
Todos los cuerpos se endurecieron, la mirada fija en la mano y un largo aliento dejaba la sensación convertirse frágilmente, en un éxtasis único, el ritmo era seguro. Una gota de sudor corría por la frente del joven, mientras que la mujer se despertaba con un temor que sólo podía ser calmado con un final explosivo. Y el alma, el alma del joven se escondió en su mano y por el agujero entraba la misma que besaba la boca, y los ojos impregnados de la luz caían suavemente ante el dominio de la fuerza. La mujer caía, su cuerpo blando se enfurecía y el murmullo se levantaba, mientras las luces despertaban el conjunto. Un sinfín de reconocimientos subían por entre los ojos y los pocos espectadores se levantaban de sus asientos, mientras una pequeña puerta daba a la calle lateral. Como siempre, ella se levantaba extasiada y descansada: “La mano que mece la cuna” le había dado esa tarde una tremenda lección: no invites a desconocidos a tu casa.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”