Autor: Gilberto Aranguren Peraza
Pobre la noche
con su muerte
en el lecho
templado por un reloj.
Sus labios de
barro doblegados
se extraviaron y
arrancaron las heridas
lubricadas por
las lomas.
Con razón sus ojos
dejaron al tiempo
inquieto con la lluvia
porque las brasas
(como cuerpos paseándose
unos con otros
en un largo camino
de olores sementinos)
son blancas miradas
y pieles morenas
de roces y confusiones
con la llegada del
otoño.
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